CONTRATAPA

El camino de Cintura

 Por Juan Sasturain

Con el repliegue del calor, vuelve de a poco el laburo. El tipo que abrió la puerta esmerilada traía por fin un caso, la posibilidad de unos mangos tras la prolongada malaria veraniega.

–Tiene que encontrarla, Robledo: hace treinta años que no conseguía un contrato así y esta loca justo ahora desaparece.

El Pata Bermejo, un pelado de vincha y pelo largo, tenía un abrumador aspecto de hippie viejo y no sólo eso: era un hippie viejo.

–Victoria Guerra, Robledo –continuó innecesariamente enfático–, la mejor, la máxima cantante de protesta que dio Latinoamérica saca un nuevo disco después de treinta años, le armo una gira monstruosa de Tierra del Fuego a Veracruz aprovechando el regreso de la izquierda en el continente, le pido que se concentre, le explico lo que significa su regreso para el público latinoamericano y desaparece quince días antes del primer recital...

Lo acompañé en el sentimiento y en las quejas, aunque lo de “cantante de protesta” parecía sánscrito y lo del “regreso de la izquierda”, un chiste. Pero era lo de menos:

–¿Le parece que arrugó?

–Tal vez, la inseguridad, son muchos años de ausencia. Lo seguro es que se borró. No está en el departamento, no llama, no contesta, se hizo humo.

–Eso es imposible –me animé a acotar con leve sonrisa.

Consideraba, con buen criterio, muy difícil que se hiciera “humo” algo tan compacto y voluminoso como la sólida Victoria.

Los sinsabores del olvido, pero sobre todo el sabor de los dulces y los embutidos caseros de Siesta Grande, el pueblito cordobés donde se había recluido a comer y componer durante un par de oscuras décadas, habían hecho estragos largos en su silueta.

Apodada no sin ironía Cintura Cósmica –o Cintura, a secas–, en recuerdo de uno de sus mayores éxitos en los años de funcional poncho y alarido latinoamericano, había sobrevivido los últimos años en Buenos Aires grabando afinados jingles de mayonesa y galletitas que, decían los perversos detractores, le pagaban en especias. Ahora desaparecía sin dejar rastros ni miguitas.

–¿Qué hay de sus últimas semanas, Pata?

–Estaba deprimida, insegura. En algún momento le aconsejé que hiciera un viaje para recargar las pilas, recuperar identidad, beber el paisaje, caminar la tierra americana... –se entusiasmó Bermejo–. Incluso le adelanté dinero.

–¿Y lo aceptó?

–No, es muy orgullosa. Así que en broma y para relajarla le ofrecí premios por cada kilo que bajase. Pero creo que fue peor –me confesó el veterano.

–Seguro. Tal vez le hubiera convenido lo contrario.

–¿Cómo?

Hice un gesto de inteligencia para subrayar lo obvio, pero no me entendió. Así que le dije –poniéndome a tono– que “la Guerra no me era indiferente”, acepté el trabajo de localizarla contra reloj, le propuse mi accesible tarifa y salí tras las hondas huellas de la cantante escuchando un viejo casete contestatario.

Los vecinos me confirmaron la partida silente y sin destino conocido. Le tiré la lengua a la malévola portera:

–¿Dejó algo?

–La comida para el gato. Como no se la podía comer...En la correspondencia asomada bajo la puerta no encontré nada personal. Pero había un par de folletos de promoción de viajes. Como conocía la agencia del barrio de Belgrano, me mandé. Me mostré interesado por un paquete que incluía Camino del Inca y Machu Picchu, quise saber si una amiga mía lo había contratado en esos días.

–¿Victoria Guerrero? –la empleada enarcó las cejas–. No me suena.

Admití que igual era inútil. Recordé que el “Victoria Guerrero” no era sino el alevoso seudónimo triunfalista de Bruna o Paola Sacripanti o Spicafiuzzo, algo tan sonoro como eso, más acorde para un concurso de la RAI que para un revelación de Cosquín.

Cuando me iba, descubrí en vidriera una promoción especial: Hunger Tour a Brasil, con pasajes, estadía y spa, todo incluido.

–¿Y esto?

–Es exclusivo para mujeres, confidencial, caro y dura tres semanas –me explicó de corrido–. Van famosas, pero también gente común: el lunes regresa un contingente. Parecen otras.

Y me mostró alevosas imágenes de Antes y Después.

–Se lo regalaré a mi mujer –mentí.

El lunes, cuando una irreconocible y distante Cintura bajó del avión en aeroparque, Bermejo la estaba esperando con chocolate en rama y un ramo de rosas. “Paso y quiero”, dijo ella.

–Tuve que pagarle veinte kilos, Robledo –se quejó el Pata desconsolado, esa misma noche por teléfono.

–¿Tanto bajó?

–Veinte kilos de exceso de equipaje: se compró toda ropa nueva.

–Ah.

–Y rompió el contrato.

–Ah.

–Dice que ahora tiene ofertas mejores. Que no se va a regalar...

–Claro.

–La situación cambió, Robledo...

Lo mandé al carajo y colgué sin esperar el resto del argumento. Sé cuando no voy a cobrar. Fui a la heladera, abrí una cerveza y me hice un sandwich de salame y queso. No le puse mayonesa, me traía pésimos recuerdos.

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