Sábado, 1 de julio de 2006 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Desde Alemania
La tristeza. La injusticia. Lo decimos porque la Argentina no merecía perder, y menos quedar eliminada. Jugó bien, al principio, mejor que su contendiente. Pero perdió. Puso emoción, puso coraje y jugó, por lo menos de igual a igual. Mala suerte, un poquito el referí, y tal vez los nervios de los penales. Pero, una verdadera fiesta. Fue –y esto lo repitieron todos los periodistas alemanes que escuché– la verdadera final. Y como verdadera síntesis, sí podríamos decir: nos ganaron en los penales. En el juego, no.
Un comentarista alemán, muy nervioso, en medio del partido dijo algo sabio: jugar con los argentinos es incómodo. Creo que ésa es la mejor definición. ¿Por qué? Porque no es fácil quitarles la pelota, ni pararlos. Nos pusimos tristes con el final, pero aplaudimos al equipo argentino. Por supuesto, los alemanes no nos robaron el partido, o sólo un poquito. Tuvieron ellos lo que hay que tener para ganar: suerte y hacer besar la red con la pelota en los penales. Las lágrimas de Ayala y de Cambiasso, después de los doce pasos: para darles un abrazo de consuelo.
Después, la confirmación de todo esto en las palabras de Klinsmann, el entrenador del equipo ganador (llamado con el diminutivo de Klinsi, por los alemanes), quien luego del partido lo dijo con toda honestidad: “El equipo argentino es el mejor del mundo, sin ninguna duda”.
Un diario del Norte alemán tituló el anuncio del partido definitorio: Die Gauchos tanzen den Tango. “Los gauchos bailan el tango.” Y no estuvo mal titulado, porque el equipo les hizo –por lo menos– pasar muchos sofocones a los alemanes. Se vio en los largos festejos que tuvieron los jugadores vencedores por penales en el campo de juego. Como si ése hubiera sido el encuentro más difícil de todos.
Bien, hasta ahí lo que vivimos en esta tarde europea de verano plácida y agradable. Y después, la melancolía de los recuerdos. Pensé en que este campeonato merecía un Soriano con sus análisis. Nos hubiera hecho toda una filosofía futbolera del porqué no ganamos. Y hubiera agregado un diálogo con Peregrino Fernández, su entrenador. Eso era, para él, el fútbol. Entrar en el diálogo del juego para jugar, y para dejar limpio aquello de que es un juego, un juego, con sus misterios, broncas, trampas y bellezas.
Después de los penales me pregunté por qué en los barrios de Buenos Aires no tenemos calles o plazas con los nombres de nuestros jugadores del pasado, aquellos que alegraron infinitamente nuestra infancia y juventud. Soñadores, los calificaría yo, porque el fútbol no es otra cosa que soñar, crear entusiasmos, colores, esperanzas, sentido de la comunidad, reír al mismo tiempo que todos, aplaudir al pateador de pelotazos que lo hace con sentido de crear arte. Hay varios Miguel Angel de la pelota y también unos cuantos Picasso. El cabezazo en el momento, surgiendo entre todas las cabezas como emprendiendo el viaje al cielo, o el cabezazo volando como una gaviota. Justo como Ayala, ayer, cuando el pequeño jugador superó a todos y se largó al infinito dándole toda la fuerza de gol al objeto redondo. La fantasía de la realidad se convierte de pronto en la poesía de la realidad. Si no, cómo podríamos calificar el gol de Grillo a los ingleses, en aquel 1953, el gol imposible. Qué sentido del cálculo, de la arquitectura, del movimiento de ballet, de las posibilidades matemáticas. Y cuántas gambetas de profunda imaginación se promovían cuando los chicos de antes jugaban con la pelota de trapo. Puntín, rodilla, taco, tobillo y adentro.
Lo único que habría que admirarles a los ingleses en su historia es el invento o la adaptación de ese juego. El fútbol. Pero, claro, mientras introducían el fútbol se quedaban con el vuelto y algo más. Sobre ese origen, los que éramos chicos en la década del ’30 cumplíamos el rito al empezar el partido. El centroforward de un equipo preguntaba: “¿Allready?”. Y el del otro equipo le respondía: “Yes”. Claro que los pibes porteños empleaban su propio idioma y traducían: “¿Aurrieri?”. Y el adversario le contestaba: “Diez”.
Pero, claro, no todo es fútbol. No, ayer, mientras en Berlín se aplaudían los recorridos del balón en el estadio olímpico, al mismo tiempo seguía la muerte, el fuego y las bombas en esa Palestina de tantas lágrimas y de sangre. La humanidad sigue poniendo oído sordos a la crueldad de otros horizontes. Cuánta indiferencia. Gritamos los goles mientras muy cerca nuestro grita la gente su dolor ante la sangre de los suyos.
Los argentinos también tuvimos esa señal, con los domingos sin fútbol. Aquella Semana Trágica de enero del ’19 donde la policía, el Ejército y la que iba a ser luego la Liga Patriótica Argentina mataron a centenares de obreros por atreverse a pedir “las sagradas ocho horas de trabajo”. Y más tarde fue típico: en todos los golpes militares, el primer domingo después del asalto al poder se prohibía esa fecha de fútbol. Eran los domingos sin fútbol. Claro, se temía a la gente que se reunía aunque fuera para gritar los goles de sus jugadores preferidos. Esos domingos sin fútbol de las dictaduras militares eran de una inmensa tristeza; las calles quedaban vacías, no se escuchaban en los barrios los gritos de los goles, ni los cánticos de las hinchadas. Todo un símbolo. Domingos de tristeza. Esas dictaduras terminaban con las libertades y empezaba el ciclo repetido de las luchas para volver a los gobiernos constitucionales. Pero la dictadura más feroz de todas, la de la desaparición, esa sí, aprovechó el fútbol para querer ganar prestigio y simpatías. Aquel Mundial del ’78 fue uno de los espectáculos más cínicos y humillantes de nuestra historia. Fue una mancha a la dignidad de todos. Un campeonato con desaparecidos. Con campos de torturas. El grito de gol usado para tapar la acusación digna de las Madres.
Por eso, en estos partidos finales de este campeonato, la alegría de no ver ningún equipo que represente a dictaduras. Por lo menos eso. Y cuando vi el gol de Ayala contra los alemanes sentí la misma alegría que habrán sentido los argentinos en 1921 en aquella final del Campeonato Sudamericano, jugado por supuesto contra Uruguay, con el gol infalible de Julio Libonatti, el rosarino. Veinticinco mil espectadores que gritaron el tanto durante media hora y, terminado el partido, invadieron la cancha y se lo llevaron al héroe de la patada final en andas al grito de “¡Al Colón, al Colón!”. La alegría popular y los héroes de los festejos comunitarios sin otro fin que participar de eso tan bello que es la búsqueda del regocijo y la amistad que crea el juego. Julio Libonatti o aquel arquero increíble que se llamó Américo Tesorieri. En cada partido que se juega habría que recordar a uno de esos héroes del césped que tanto alborozo crearon para el pueblo sin distinciones.
Ayer perdimos por penales. Pero aplaudamos a los jugadores de este seleccionado. Supo jugar, lo hizo con mucha dignidad. Merece nuestro aplauso. Ojalá en el futuro podamos seguir viendo equipos argentinos así. Que en el futuro no sólo bailen el tango sino, también, les hagan bailar a los contrarios la milonga y el gato.
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