Lunes, 29 de enero de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Marcela vive en Bernal y tiene un lavadero de ropa. Su marido tiene un estudio de grabación por donde circulan bandas barriales de varios géneros. Tienen dos hijas, aman a los gatos y conocen a sus vecinos. Marcela está por publicar su primer libro de relatos, que se llamará “En mi lavadero, las manchas de birome no salen”.
Marcela tiene 49 años y adora la bambula. La conocí cuando éramos chicas por un amigo en común, pero reapareció muchos años más tarde en mi taller de escritura. Y empezó a escribir sobre su mundo. El mundo del lavadero. En un taller de escritura breve, al que se acerca gente que no sabe todavía qué tan intenso puede ser un romance con las palabras, se pretende que empiecen a escribir sobre lo que conocen. Ese fue el consejo que le dio su padre, borracho e ignorante, a Raymond Carver, cuando el muchacho le confesó que deseaba escribir: “Escribe sobre lo que sabes”. Carver lo hizo y fue Carver.
Muchos lo han dicho: cada escritor nos da noticias de su mundo. Hay tantos mundos como personas que los perciban y los nombren, pero sólo algunas de ellas, los escritores, por ejemplo, pueden comunicarnos a los demás en qué mundo viven. Cómo actúa en ellos la gente. Qué olores salen de las panaderías o de los tachos de basura. Qué músculos de la cara se mueven cuando alguien está profundamente conmovido. Qué razones son razonables, en esos mundos, para tener hijos, para decir adiós, para animarse o para morir. Y la empatía con un autor, ese enamoramiento súbito y perdurable, surge cuando el mundo del que el nos habla resuena en nosotros: dejamos de estar solos.
Marcela descubrió sola el mundo del lavadero. Hace mucho esfuerzo físico en el trabajo diario y su mirada está casi siempre forzada por el apuro o el cansancio. Pero aprendió a decodificar detalles insospechados en las manchas de la ropa que lava. Las manchas que deja la felicidad, las que deja la soledad, las que deja la pobreza. Esas especificidades que reclama la literatura fueron apareciendo lentamente: no prestamos mucha atención a demasiadas cosas. ¿Quién podría describir la forma de sentarse de alguien que lo distrajo en el bar? Un escritor. Pero no porque escriba: es porque antes que nada, mira.
Marcela quiere dar por cerrada su etapa del lavadero, como si el libro fuera un broche de oro que corona una etapa exitosa de su vida, porque como ella dice, ese trabajo le dio una vida digna, y Marcela es una de esas personas que cuando dicen “vida digna” no dicen una frase hecha: nunca será ir de shopping, pero sí de sobremesa con buen vino.
Como Marcela adora la bambula, los inciensos y todo lo que viene de la India, cambiará de ramo. Y ése también es su mundo. De hippie resistente y obstinada que a la posmodernidad le dijo no. De mina completa que comparte su vida con el pelilargo que se fue a atender al consultorio en el que ella trabajaba de secretaria hace unos treinta años. Dios mío, y la hizo feliz.
Marcela crió a sus hijas con ejemplos concretos. Durante años se ocupó de la viejita de al lado, que no tenía familia. En uno de sus textos, contó su vacilación cuando llevó a una de sus hijas a un cumpleaños en Fuerte Apache. Y también su sensación de victoria personal cuando la fue a buscar, y su niña estaba contenta, y la amiga de la niña también, porque muchas compañeritas de otros barrios no llegaban hasta allí.
Esas son las luchas de Marcela. Así son las microrrevoluciones que ha protagonizado: ponerle más suavizante a la ropa de los más pobres. Ese gesto. Ese gesto lo resume todo, y así es ella. Una heroína de Bernal que cuando lea la palabra heroína pensará: “salí”.
Y escribo esto porque yo vivo con mucho Palermo Soho encima, y porque a veces soy cínica. Y Marcela representa, con su lavadero de Bernal, sus personajes barriales, sus salidas al karaoke de Avenida Calchaquí, y sus buenas dosis de suavizante para la ropa de los más pobres, la gente que vale la pena. La que de verdad vale la pena. La gente imprescindible.
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