Miércoles, 5 de septiembre de 2007 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO Hoy se cumplen cincuenta años y millones de kilómetros recorridos por una novela que –desde su aparición, el 5 de septiembre de 1957– se niega a frenar y, cuando de tanto en tanto se detiene, lo hace apenas para llenar el tanque y seguir corriendo. Y nosotros seguimos corriendo detrás de ella para alcanzarla y subirnos y continuar dentro suyo y junto a ella. Ahora viene otra vez, oigan el rugido de su motor, contémplenla levantar el polvo de la carretera, aquí está, aquí pasa, ya pasó, seguirá pasando: On the Road, de Jack Kerouac.
DOS On the Road (“En el camino”) de Jack Kerouac es uno de esos libros que uno siempre se recuerda y se recordará leyendo y descubriendo. Ese estallido iniciático. Dónde estaba uno, qué pensaba, qué hacía y –lo más importante– qué quería hacer y ser cuando lo miró o nos miró por primera vez. On the Road es uno de esos libros/llave, que entra y gira y enciende algo que uno ya nunca va a querer apagar. Y Kerouac –quien se definía como “un extraño solitario loco místico católico”– es el cerrajero. El hombre que –en un país que creía sin dudar en el opulento Sueño Americano de la posguerra pero que a la noche gemía y se enredaba en las sábanas de la Pesadilla Atómica– le abrió la puerta a toda una generación para ir a jugar. El Trompetista de Hamelín Be-Bop. El evangelista que predicaba otro Nuevo Testamento y creía en –y aquí viene ese incandescente párrafo que todos subrayamos cuando lo leímos la primera de las muchas veces que lo leeríamos– “los locos, los locos por vivir, los locos por hablar, los locos de ser salvados y deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan o dicen un lugar común y que arden, arden, arden como fabulosos fuegos artificiales amarillos estallando como arañas atravesando las estrellas, y en el medio, ves como la luz azul en su centro aparece de pronto y todos hacen ahh”.
TRES Medio siglo después (aunque On the Road fuera escrita antes, en 1951, revisada muchas veces y rechazada por numerosos editores) es la hora de los festejos, de las reediciones de-luxe y canónicas y de revisitar la leyenda de un manuscrito original con forma de rollo de papel que fue subastado por 2.400.000 dólares y que suele exhibirse en bibliotecas del mundo como si se tratase de un Santo Sudario de cuya existencia nadie duda. Tampoco se cuestiona el sacrificio de su creador. Así, Kerouac no como alguien que murió por nuestros pecados pero sí como víctima propiciatoria en el altar de un mundo que suele comerse crudo y después escupir a un costado a los productos de moda. La historia puede leerse en cualquiera de sus muchas biografías: se publica On the Road, Kerouac es aclamado como algo novedoso (el perfecto Homo Beat con look de actor de cine, aunque él no fuera el primero en utilizar la etiqueta o en poner por escrito las intimidades de la secta), best-seller modesto, curiosidad para los estudios de televisión (donde los colegas lo desprecian) y una amenaza para el establishment literario, que procede a atropellarlo sin detenerse a ver exactamente qué fue eso que pisó con sus ruedas y engranajes. Está claro que buena parte de los mandamientos e instrucciones de Kerouac (cosas del tipo “Al no revisar lo que has escrito lo que le estás ofreciendo al lector no es otra cosa que la obra de tu mente durante el mismo acto de la escritura”) pueden causar más daño que otra cosa y que no son demasiado útiles a la hora de fundamentar y apuntalar un oficio literario que resista truenos y rayos. Pero también está claro que On the Road es una de esas tantas Grandes Novelas Americanas que andan sueltas por ahí.
CUATRO Son pocos los que recuerdan o saben que Jack Kerouac era un pésimo conductor al que no le gustaban los autos. Son muchos los que prefieren considerarlo –como si así lo explicaran todo– una especie de buen salvaje de las letras e ignorar que se trataba de un lector abundante y sensible y un corrector cuidadoso y prolijo (leer sus diarios y su correspondencia con Malcolm Cowley, editor de On the Road) con una idea muy clara de lo que quería y necesitaba hacer antes de ser devorado por esa criatura que él había creado y en la que se había convertido. Son todavía menos los que prefieren enterarse de que murió detestando a toda esa fauna de fieles que lo perseguía y que necesitaba adorarlo como si se tratara de una pieza de museo. Estas amnesias más o menos voluntarias por parte de segundos y terceros tienen que ver con la necesidad de imponer el personaje a la persona. Algo que suele ocurrir con los autores de libros talismánicos y “generacionales”: degeneración y combustión espontánea y por ahí anduvieron también Fitzgerald y Hemingway y Capote. Autores todos que acabaron extraviados en las fronteras que separan al creador de la creación. Henry Miller y Charles Bukowski terminaron como patéticos adictos a sí mismos. J. D. Salinger –tal vez el más cobarde o el más valiente– decidió desaparecer antes de ser procesado y consumido por sus acólitos. Dentro de la Santísima Trinidad Beatnik, Kerouac es el que sale peor parado. William Burroughs siempre fue un virus extraterrestre, Allen Ginsberg fue feliz invitándose a todas las fiestas y saliendo en todas las fotos (Beatles, Dylan, etc.), mientras que Kerouac –confundido por la fina línea que separa a la visión de la alucinación– nunca superó la muerte de su hermano de sangre y héroe Neal Ca-ssady (el Dean Moriarty de On the Road). Y así se retiró, con 91 dólares en el banco (su fantasma hoy tiene 19.999.909 más), a emborracharse en la cocina de su madre. O frente a un televisor basura mientras escribía blues quebrados como esa memoir y adiós que es Satori en París, cuya última línea es “Cuando Dios diga: ‘Has vivido bastante’ olvidaremos todo lo que significaba esa despedida”. Entonces, cuando le preguntaban qué estaba haciendo, Kerouac respondía: “Estoy esperando que Dios muestra su cara”.
Jack Kerouac –quien vivió bastante pero no lo suficiente y buena parte de su existencia la pasó saliendo a buscarlo todo, motor de movimiento perpetuo, a toda velocidad– murió esperando. Una muerte triste. Una muerte quieta pero no tranquila. Una muerte muerta.
CINCO El otro día entré en un site donde colgaron todas las portadas de todas las ediciones de On the Road aparecidas a lo largo de cincuenta años en muchos países. Estaba la de Losada (la primera que tuve y leí) y las cuatro ediciones en inglés que tengo ahora (y, aviso, me voy a comprar la nueva versión con los párrafos eliminados en su momento por la autocensura editorial y la primera transcripción a libro del ya citado rollo). Tengo varios On the Road porque me lo he comprado varias veces, en varios lugares, por el sólo placer de volver a poseerlo y a hojearlo. Tengo el que tiene en la tapa un cuadro expresionista y abstracto, el que tiene una foto de camaradas de Kerouac y Cassady, una edición anotada y con ensayos con cubierta amarilla y tipográfica, y el que ilustra esta contratapa y que, digamos, es la irresistible encarnación Billiken para fans-fetichistas. Este último es el que he vuelto a arrancar para buscar ese fragmento y escribir estas líneas y –debí suponerlo, cabía esperarlo– ya lo estoy leyendo otra vez.
Rápido.
Más rápido todavía.
Ahh.
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