CULTURA
Los premios “clásicos” de todo un clásico entre los premios
Los Grammy para la música artística de tradición escrita dejan ver las tendencias estéticas de los especialistas de EE.UU.
Por Diego Fischerman
Los premios Grammy no son demasiado creíbles. Jamás podría serlo un reconocimiento que la industria se da a sí misma. Sin embargo hay una excepción y, curiosamente, es la parte del Grammy de la que menos se habla. En los rubros correspondientes a Música clásica, como los delegados de los empresarios discográficos a quienes pomposamente se denomina jueces lo ignoran casi todo, quienes votan son especialistas invitados. De ahí que en la edición número 45 de esta ceremonia aparezcan nombres tan poco ligados al devenir del comercio como los del Cuarteto de Cuerdas Takács, los directores Michael Tilson Thomas, Nikolaus Harnoncourt, Valery Gergiev o Daniel Barenboim, compositores como Sofia Gubaidulina o el argentino Osvaldo Golijov y solistas de la talla de Martha Argerich, Marc-André Hamelin, Hilary Hahn, Yuri Bashmet o Stephen Hough.
Si toda lista de nominados a un premio más o menos importante sirve como posible guía de tendencias del mercado, en el caso de los Grammy clásicos pueden detectarse, más bien, algunas líneas de cómo se plantea en este momento la discusión estética entre Estados Unidos y Europa. De ahí la presencia casi exclusiva, en la categoría correspondiente a composiciones contemporánea, de autores que en Europa casi no son tenidos en cuenta, a pesar de los empeños discográficos. Es que si en Estados Unidos el gusto lo forma el mercado (y universidades que trabajan para él y que enseñan el oficio, sobre todo, del “compositor comisionado”), del otro lado del océano aún subsiste una cierta independencia de criterio en el ámbito académico. Unos se burlan de los otros, desde ya, y, con puntual simetría, en los conciertos de un continente se descalifica (y hasta se abuchea, como sucedió en febrero pasado con un estreno del compositor Tan Dun en Radio France, una de las mecas del arte contemporáneo) lo que se valora en el otro. La línea europea critica a los estadounidenses por reaccionarios, simplistas y comerciales a ultranza. Las réplicas hablan de prácticas elitistas o, directamente, de onanismo. Lo interesante es que esa polémica nunca declarada del todo ha actualizado una vieja cuestión, la del nacionalismo estético.
En un panorama en el que la globalización parece ser la idea dominante, las reglas del consumo de arte definen, en cambio, otra tendencia (a la que no es ajeno el cine ni la literatura). Sobre todo cuando el artista en cuestión no es un auténtico wasp (anglosajón blanco y protestante) lo que se le pide es que sus particularidades étnicas aparezcan. También se reclama, por otra parte, sentido y espiritualiad. Hace cinco años, a partir de un concierto en el que se estrenaron obras argentinas en Estados Unidos, el New York Times criticaba el hecho de la mayoría de estas composiciones “podía estar escrita en cualquier parte”. No es un dato menor, entonces, que los discos con obras contemporáneas propuestos para el premio correspondan a tres semiminimalistas como John Adams, Arvo Pärt y John Tavener (los dos últimos cultivan, además, un misticismo explícito), a Gubaidulina, una ex perseguida por el régimen estético soviético que compuso una Pasión según San Juan, y a Golijov, que trabaja conscientemente alrededor de la tradición judía centroeuropea, por su obra Yiddishbuk Transcriptions.
En la categoría Mejor álbum, por otra parte, junto a la previsibles nominaciones de la notable lectura que Tilson Thomas hace de la Sexta de Mahler al frente de la Sinfónica de San Francisco (los Grammys siempre tienen en cuenta cuando una orquesta estadounidense se destaca en el repertorio europeo) y del disco Bel Canto, donde la soprano estadounidense Renée Fleming hace arias de Bellini, Donizetti y Rossini junto a la Orquesta de St. Luke, aparecen Orient & Occident, de Pärt, la brillante interpretación de los Cuartetos Op. 59 y Op. 74 de Beethoven por el Takács y una grabación de la Sinfonía Nº 1 de Vaughan Williams por la Sinfónica de Atlanta dirigida por Robert Spano. En esta última inclusión se ve otra de las debilidades del Grammy y es la patriótica preferencia por registrosdel sello Telarc (el único norteamericano que disputa en el mismo repertorio con los gigantes europeos y japoneses). Una preferencia que, sin duda, lo caracteriza ya que ningún otro premio del mundo los tiene en cuenta.
La lista de los principales candidatos incluye a Barenboim conduciendo la Sinfonía Nº 2 de uno de sus directores más admirados, Wilhelm Furtwängler y Tannhäuser de Wagner, Harnoncourt en las Danzas Eslavas de Dvorak, Rostropovich en la Sinfonía Nº 11 de Shostakovich, Murray Perahia haciendo en piano (de manera deslumbrante) los Conciertos 3, 5, 6 y 7 de Bach y los Estudios de Chopin, Hilary Hahn en los conciertos para violín de Stravinsky y Brahms, Hough en los Conciertos para piano de Saint-Säens, las Piezas Líricas de Grieg por Leiv Ove Andsnes, Martha Argerich y el cellista Mischa Maisky en vivo en Japón y las óperas Alceste de Gluck (conducida por John Eliot Gardiner), Hercules de Händel (con Anne Sofie von Otter y la dirección de Marc Minkowski), La vuelta de tuerca de Britten (conducida por Daniel Harding y el Idomeneo de Mozart dirigido por Sir Charles Mackerras. En la categoría Mejor álbum clásico crossover (una auténtica contradicción en sus términos) se encuentra otro argentino, Carlos Franzetti, por Poeta de Arrabal, un disco en el que tocan su mujer, Allison Brewster Franzetti, el bandoneonista Néstor Marconi y una misteriosa Buenos Aires Tango Orchestra. Incidentalmente, ninguno de estos CD se consigue en Argentina.