CULTURA › LILIANA HEKER CUENTA EL COMO Y EL PORQUE DE “DIALOGOS SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE”
“Quise llamar a la muerte por su propio nombre”
Su último libro, Diálogos sobre la vida y la muerte, va por su segunda edición: diez lúcidas y profundas entrevistas a expertos y mentes brillantes, entre ellos Jorge Luis Borges. Liliana Heker retomó un trabajo que había empezado en los ‘80, y que había quedado en suspenso.
Por Angel Berlanga
“Ahora estoy trabajando en los comienzos de una novela que tenía pendiente desde hace rato, que tiene que ver con la ebriedad de la vida: no debe ser casualidad”, dice Liliana Heker en su estudio, rodeada de bibliotecas. Luego de agotar la primera edición en un mes y medio, acaba de aparecer la segunda tirada de Diálogos sobre la vida y la muerte, un libro con variados enfoques sobre la parca apuntados a través de diez entrevistas (brillantes, profundas, sólidas: perlas) realizadas en 2003 y en 1980. Cinco de los interrogados, escritores: Jorge Luis Borges, Abelardo Castillo, Roberto Fontanarrosa, Ana María Shua y Eduardo Pavlovsky; las otros reporteados son especialistas que suman desde diversas áreas: el psicoanálisis, la asistencia al suicida, la religión, la biología, la medicina dedicada a los cuidados paliativos. El tema de la muerte, así, resulta abordado desde la reflexión lúcida, el humor o la erudición, elementos que balancean la angustia, el dolor o el miedo que este asunto, tan común, tan único, suele producir.
Veintitrés años atrás, en plena dictadura, un editor le propuso hacer este libro; aunque lo interesante del tema y la falta de trabajo la decidieron, el texto no fue distribuido porque aquel editor nunca pagó. Este año retomó la idea, rescató las entrevistas del ‘80 (entre ellas, la de Borges) e hizo otras, para diversificar enfoques. “Ya en la primera versión, cuando me puse a pensar en quiénes serían los entrevistados y cuáles las preguntas, me encontré con que pensar en la muerte es algo que a uno lo puede paralizar –dice Heker–. Si uno toma verdadera conciencia de que se va a morir, casi ningún acto cotidiano toma sentido. Después de tanto reflexionar y preguntar, terminé entendiendo que uno es capaz de vivir cotidianamente porque niega la muerte. Es un tema que siempre nos preocupa, de alguna manera está implícito en todo lo que hacemos, y sin embargo no se habla sobre él. Reflexionar sobre la muerte a fondo lleva a plantearse el sentido de estar vivo”.
Para Heker, seguramente, la literatura tiene que ver con ese sentido. Cuentista (Los bordes de lo real) y novelista (Zona de clivaje, El fin de la historia), pieza clave en las revistas El escarabajo de oro y El ornitorrinco, en este departamento de San Telmo imparte talleres de escritura desde hace años. “En aquel momento no me lo había planteado, pero ahora me di cuenta de que no sólo nos estaban quitando la vida, también la muerte. Yo sabía lo que estaba pasando, y en muchas de las preguntas a Castillo, por ejemplo, el tema está implícito; lo que no dimensioné entonces fue la profundidad de las razones para elegir el tema”, dice Heker. “Era necesario, por lo menos desde el plano intelectual, rescatar a la muerte de ese ‘no sitio’ al que la habían confinando los asesinos, porque en esa época nuestros compañeros, alrededor, no morían: desaparecían”.
–¿Qué implicaba escribir sobre la muerte entonces, y qué ahora?
–En aquel momento, y es pavoroso decirlo así, nosotros vivíamos en un ámbito de muerte. Por entonces, paradójicamente, no me planteé que elegía escribir sobre la vida y la muerte; ahora llego a la conclusión de que reflexionar desde lo existencial o lo filosófico sobre la muerte también era un acto de oposición; los asesinos que estaban en el poder no me podían prohibir mi actividad intelectual. En última instancia podían, a la larga, prohibirme el libro. Ahora, otra vez, aunque en una circunstancia distinta, estamos rodeados de muerte: la gente no desaparece, pero la inanición, el desamparo, la desocupación y la degradación de la vida también nos vuelven a vincular con la muerte. Por otro lado hay una cuestión personal, porque en el ‘80 yo tenía 37 años, y ahora cumplía una edad bastante significativa, 60, y no es lo mismo: la muerte ahora me concierne más, tuve que vencer una barrera mucho más fuerte.
–Le pregunta a sus entrevistados sobre las tres actitudes básicas ante la muerte: desafío, miedo, negación. ¿Y usted?
–Creo que la actitud cotidiana debe ser la negación. Miedo no tengo; simplemente, no me quiero morir. En cuanto al desafío, recuerdo muchas actitudes en mi adolescencia y en mi juventud de absoluta irresponsabilidad que venían de un convencimiento (que todavía no se me fue del todo) de que no me puedo morir. Tengo una parte muy racional y otra absolutamente irracional. Hace poco íbamos con mi marido a Tucumán y hubo un alerta bastante grave: el capitán anunció, sin anestesia, que parecía que el avión había perdido una rueda. Veíamos llegar las ambulancias y las autobombas abajo, no era chiste. No quiero pensar mucho, pero lo más probable es que sin una rueda el avión se hubiera partido al aterrizar. Mi marido estaba tranquilo, porque decía “bueno, estamos juntos”. No sabía, pero uno hace bromas en esos momentos: “Qué bien se va a vender el libro”, decía yo. Aunque el aterrizaje fue de terror, llegamos vivos sin problemas; pero yo tenía la sensación de que no me podía morir. Es un disparate, porque la gente se muere en accidentes de aviones.
–El asunto es la muerte de los seres queridos.
–Sí, es casi inconcebible eso. Yo no tengo hijos, pero creo que no debe haber nada tan intolerable como la muerte de un hijo o de alguien muy joven a quien uno quiere mucho. Desde chicos entendemos naturalmente que los mayores se van a morir antes. Creo que eso es fuerte en uno: mi padre murió cuando yo era adolescente. Era un tipo excepcional, yo lo quise enormemente, pero tomé con cierta naturalidad su muerte, me pareció que ya había vivido bastante. Cuando fui grande y tomé conciencia de que mi viejo tenía 56 años entendí por qué todos decían “tan joven”. La pérdida de mi madre, que ocurrió cuando ella tenía 89, fue muy fuerte: era un ser excepcional, y tomé conciencia de que no iba a estar más. A medida que pasan los años uno tiene mayor claridad respecto de lo que significa la pérdida de alguien a quien ha querido mucho. Y hay ciertas muertes cuya sola idea en este momento me resultan intolerables.
–¿Cómo se posiciona su libro respecto de los mercanchifles del tema, de quienes manipulan la idea de la sobrevida?
–Ese fue un estímulo, justamente, porque aunque se trata de un tema fundamental los libros que más se publican y más se venden son pura superchería, son los que juegan con la ilusión y con el miedo de la gente a morirse. Plantear una sobrevida mucho más grata, en la que a los pelados les crece el pelo y los petisos son más altos, negociar con esas ilusiones me parece una infamia. También me parece absurdo pretender darle rigor científico a alguien que estuvo a punto de morir y dice que vio un pasillo o una campanita: cuando uno sueña también ve cosas muy extrañas. Busqué que estas supercherías fueran refutadas en mi libro. Aunque las perspectivas son distintas, todos los entrevistados son muy cuestionadores respecto de la vida después de la muerte; sí pueden analizar creencias o religiones, construcciones que buscan atenuar el miedo del hombre a la muerte, porque son casi la esencia de nuestra cultura. Si se analiza el arte o las religiones, y todo aquello que nos constituye, detrás se encuentra nuestra condición de mortales. La necesidad de perdurar a través de los hijos, de los libros o del recuerdo que dejamos en otro tiene que ver con el hecho de que, lo neguemos o no, sabemos que vamos a morir.
–¿Qué debates surgen a partir de las entrevistas?
–Más bien hay ciertas ideas que se complementan. El doctor Marcelino Cereijido tiene una posición rotunda que no tienen los otros: él plantea a la muerte como una especie de ventaja biológica, y lo fundamenta muy bien. Los otros, y en particular los escritores, no pueden dejar de tomarla como una cuestión existencial que los atormenta. Entre Borges y los demás escritores también hay una oposición muy clara; cuando le pregunto qué le sugiere la palabra muerte, Borges dice “una gran esperanza, la esperanza de dejar de ser”. Los otros, en cambio, tienen una negación, una rebeldía respecto a dejar de ser. Cada uno lo plantea de manera muy diferente, pero morir no es para ninguno, seguro, una esperanza.
–Más allá de lo atormentante del tema, usted indaga sobre la muerte con la intención de valorar la vida.
–Soy una amante de la vida, y desde ahí me pareció necesario plantearme también esta cuestión absolutamente intrínseca a la existencia. En general creo que vale la pena pensarlo todo: no hay que temer a ciertos pensamientos, nunca hay que tener miedo a pensar. El tema tabú es el de la muerte, pero al no pensar mucho en ella tampoco se piensa en la vida: uno no repara en el hecho extraordinario de estar vivo, en lo milagroso y transitorio de estar vivo.