CULTURA › NOE JITRIK HABLA DE LA
IMPORTANCIA DE LOS DETALLES EN LA LITERATURA
“Hay que aspirar a cambiar las cosas”
El narrador y crítico literario habla de Long Beach, su último relato, y cuenta de su búsqueda por no repetir lo ya hecho. “Hasta que no encuentro un enfoque diferente, no puedo escribir: la literatura está hecha de intentos por hacer algo diferente”, afirma.
Por Angel Berlanga
“Escribir lo que ya está escrito no vale la pena”, dirá Noé Jitrik y ese argumento, esa pretensión que enarbola para encarar su obra narrativa, abarca por supuesto a Long Beach, su último relato. El postulado inicial excede de lejos a tal o cual tema: “Lo que ya está escrito puede ser una literatura de trama, de anécdota, de suspenso, de estímulo de la lectura”, explica. Nada de eso, entonces, se propone como dinamizador de este texto, en el que el narrador, un profesor universitario latino y exiliado que se instala por unos meses en la habitación de una casa de aquella ciudad norteamericana, reflexiona y explica sobre sus percepciones de una quietud cotidiana en la que tiene una presencia predominante la dueña del lugar, más joven que él y mucho menos “culta”, desocupada o casi, que sale a andar en bicicleta durante los fines de semana, que cree que la verdad está en la Biblia y que poco a poco se asoma al extraño universo que le representa ese otro personaje.
Noveno piso, Viamonte casi Montevideo, es de noche y hace calor: en este departamento, en el que vive junto a su compañera Tununa Mercado, más de la mitad de las paredes son bibliotecas. Mientras toma lentamente una copa de pisco, dice: “Yo creo que la literatura está hecha de los intentos por hacer algo diferente”.
–¿Qué confronta entre los dos personajes?
–Una especie de analogía con un esquema de construcción: el personaje femenino se asoma a un mundo muy diferente, del que ni sospechaba su existencia, y el masculino puede conocer lo que sabía, apenas de oídas, de California. Como en todo proceso de construcción, lógicamente, hay una confrontación de pensamiento, de ideología, pero al mismo tiempo hay un punto de sutil comprensión: al menos encuentran necesidades recíprocas. Yo creo que en el relato hay una herencia de El extranjero de Camus, por un lado, en cuanto a la extrañeza: un sitio en el que no hay nada y en el que hay que ir encontrando una lógica de existencia; por otro lado la insistencia en el detalle, en hacer algo de la casi nada en materia narrativa, viene más bien de la vieja idea de Flaubert.
–Entre la reflexión constante de él y la tendencia a la acción de ella, ¿plantea una confrontación de géneros literarios?
–Son, más bien, dos vías diferentes en relación con la vida. En una la inquietud por el detalle es la razón de vivir: cada sonido o movimiento dice algo; mientras que el personaje femenino es pura acción hacia el exterior y su angustia, precisamente, viene porque de allí no recibe ninguna respuesta satisfactoria.
–¿Qué se pone en crisis en cada uno de los personajes?
–Lo que saben; el personaje femenino cree saber todo del mundo que la rodea y qué tiene que hacer, su modo de vida, y el encuentro con este otro sujeto le hace tambalear esas convicciones: intuye que hay otros modos de vida que pueden tener consistencia, que pueden interesarle; en cuanto al personaje masculino, la búsqueda de sentido en la auto-observación, en la minucia, en la cosa aparentemente trivial que cobra importancia en el relato. Uno puede decir “qué categoría literaria puede tener limpiar un horno”, y sin embargo lo intenté, busqué hacer de esa instancia algo significativo. Es un trabajo inútil, que no tiene ningún interés, pero aspiro a que literariamente lo tenga.
–En términos de acción, eso es lo más jugado que hace el personaje en todo el relato.
–Sí, todo lo demás son miradas, penas, olores, especulaciones. Intenté que todo fuera muy delgado porque, bueno, la confrontación es con la literatura, no entre los personajes. Una literatura hecha de anécdotas múltiples, ingeniosas, profundas a veces, serias socialmente hablando, con las que los novelistas en general se defienden y obtienen el apoyo que esperan obtener. Yo hago una cosa en cierto modo opuesta, trato de que lo sea, y es como una apuesta bastante desesperada. También puede ser que no llegue al nivel literario, o que caiga en el silencio, o que mi pretensión, que los detalles digan, en realidad no lo hagan. Yo creo que sí. Pero ésa es un poco la cosa: está por atrás el enfrentamiento con la literatura en curso.
–Usted postula bastante seguido una pretensión de originalidad, una búsqueda de no repetir. ¿Cómo juega eso en su escritura?
–Podría decirlo de una manera muy radical: escribir lo que ya está escrito no vale la pena. Quizá no sea posible escribir algo diferente, pero creo que la literatura está hecha de intentos de hacer algo diferente. Si a eso lo llamamos deseo de originalidad, estoy de acuerdo. Pero no a la manera del desafío surrealista, de la búsqueda de la originalidad a cualquier precio, sino con la calma de quien dice “esto lo puedo hacer y no estoy haciendo lo mismo que ya está hecho”. Repetir lo hecho sería la idea de la tradición, para mí conformista, aunque pueda ser ingeniosa, o pueda ser mejor o peor. Por las noches, antes de dormir leemos con Tununa algunos capítulos del Quijote: qué diferente es de las novelas de caballería. Cervantes consideró que esa enorme burla que hace era una manera diferente de hacerlo y que por lo tanto le valía la pena. Es Flaubert, también: ¿por qué se encierra y corrige como un maniático todo? Porque no quiere repetir lo que ya está hecho. Y así, siguiendo, podríamos pensar en la vanguardia, como deseo de... originalidad es una palabra un poco viciada; un deseo de entender la literatura como una propuesta de lo que todavía no existe. Ese intento va entre Mares del sur y Evaluador (sus dos relatos anteriores): son cosas diferentes. Quizá los ritmos sean parecidos, la sintaxis, porque eso es inevitable –es lo que Barthes llamaba estilo–, pero hay un enfoque diferente en cada libro. Y hasta que no encuentro un enfoque diferente, no puedo escribir. No puedo contar nada si no es diferente de lo que se cuenta y de lo que yo mismo he contado.
–Esto lo dice como escritor, no como lector.
–Exactamente: yo puedo leer esas otras cosas. En términos generales, la literatura hoy es la búsqueda de originalidad en el tema y en un enfoque de acontecimientos que tienen un carácter dramático o trágico, y lo aprecio; cuando cae en mis manos un libro de un clásico realista, lo leo con mucho placer. Pero no lo haría, ya está hecho: qué me voy a poner a competir con Zola, con Balzac, con Proust. Antes de empezar la entrevista hablábamos de Mi hermano el alcalde, el libro de Vallejo: es quizás un esquema tradicional con matices de variaciones, no es exactamente lo mismo que un relato convencional; pero todavía es de género, porque hay personajes que son protagónicos, acciones, heroísmos, fracasos. En el mío no hay eso: queda abierto a una nada que fue lo que inicialmente era, una materia narrada. Quisiera creer que es diferente de otras cosas que circulan: ahí sí hay un enfrentamiento. A veces no lo puedo sostener polémicamente, porque como me gustan también esas otras cosas que hacen los demás, la polémica me encuentra en una posición ambigua.
–Picasso incitaba a la copia, decía que eso más la personalidad del artista daría la obra propia.
–Sí, pero es un pensamiento tradicionalista, una línea que concibe al arte y la literatura como un continuo en el cual hay variantes. Pero a mí me parece que eso descarta la noción de ruptura epistemológica. No podía Picasso pensar en esto, pese a que él no roza nada, no repite casi nada, aunque didácticamente supone que así tiene que ser. Es la ruptura epistemológica la que cambia el giro en los discursos, lo que modifica. Yo creo que hay que aspirar a eso; que no se logre es otra historia. Quien lo perciba dirá “se trata de eso”, de un intento de esta naturaleza, que las cosas no sigan siendo las mismas de siempre.