CULTURA › POR QUE GÜNTER GRASS

La rabia del hombre calmado

Por J. C.

No está para perder el tiempo, eso dice, y esa urgencia de ganarlo es la que le permite concentrarse sólo en aquello que le parece grave, en aquello que merece la pena ser resuelto. Ama el silencio, en él trabaja. Tiene una casa en Lübeck (Alemania), y en el estudio de que dispone al lado escribe, pinta, esculpe, y lo hace en la soledad más absoluta. Desayuna, y enseguida se va a esa casa del jardín donde se convierte en un artesano cuya tarea parece la de un alquimista a quien el vuelo de una mosca le puede parecer un sacrilegio. Una vez estuvimos en esa casa y vimos que le inspiran mucho los aguafuertes de Goya, y allí tenía un libro que los contenía. Le hemos visto algunas veces por la mañana: se despierta como si todavía estuviera disfrutando del silencio del sueño, y acude a las reuniones aun despeinado, con su flequillo sobre la frente y con su pelo rebelde cubriendo en parte sus orejas. Ese desaliño matutino le da la apariencia juvenil que siempre tuvo Grass, aun en sus momentos más adustos. Pero le gusta jugar, y reír, y comer y beber, pero no es un hombre de grandes restaurantes ni de comidas extraordinarias. Hace años, cuando le premiaron (junto a Juan Goytisolo) los gitanos españoles, pidió cenar tortilla de patatas, y no fue tan sólo un gesto de sencillez, sino el soberano gesto de su apetito. Sus amigos saben que le encanta el jamón, e ir de tapas (en Madrid, en cualquier parte) forma parte de sus distracciones, y sólo tapas quiso comer en Asturias y en Madrid cuando viajó a esta ciudad y luego a Oviedo para recibir, en 1999, uno de sus premios más preciados, el Príncipe de Asturias... Ahora tiene 78 años (que cumplió el 16 de octubre) y ha ganado ya un gran prestigio y numerosos premios (también en 1999 fue premio Nobel de Literatura), pero ese reconocimiento no ha hecho variar ni su apariencia, ni su manera de estar. Y rara vez acepta que en el curso de una entrevista puedan sacarse asuntos que no son de la incumbencia pública. En ésta en concreto –que hicimos gracias a la traducción de la intérprete Grita Loebsack, esposa de su traductor español, Miguel Sáenz– quisimos terminar preguntándole por la mayor decepción personal, humana, que hubiera padecido. “¡Mi gran decepción humana es que tú me sigas preguntando después de más de una hora de conversación!”. Y la verdad es que el sitio en el que estábamos y la tarea que desarrollaba entonces Grass le absorbían tanto tiempo, y tanta energía sentimental y literaria, que cualquier otra cosa podía interpretarse como una intromisión en medio de uno de los acontecimientos más importantes de su vida reciente. Estaba en Danzig (ahora Gdansk, Polonia), donde él había nacido; en el lugar de donde parte una de sus grandes novelas, El tambor de hojalata, y estaba reunido con traductores de todo el mundo que trataban, con él, “de quitarles el polvo” a las traducciones que hasta ahora ha tenido esa novela, publicada por primera vez, en alemán, en 1959. La novela queda como uno de los clásicos del siglo XX y su historia sigue siendo un símbolo de lo que pasó en este lugar desde que empezó el último siglo hasta después de la II Guerra Mundial, con la figura de Oscar como metáfora de la rabia de un chico que se defiende con el tambor, y con su estridente timbre de voz, del mundo aberrante de los adultos. Nosotros hablamos con Grass en el hotel donde se celebraban las reuniones, unas sesiones de horas y horas en las que, enclaustrados en una atmósfera monacal, los traductores y Grass diseccionaban el libro como si fueran cirujanos. Vestido con su ropa marrón, de pana; armado con su pipa y con sus gafas cortadas, con las que te mira como si él también estuviera preguntando, Grass parecía relajado y feliz, como en su casa, exactamente como en la casa donde nació. Hasta que empezamos a preguntarle; entonces escruta el horizonte, como si mirara hacia adentro, y habla como si estuviera concentrado, escribiendo.

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