DEPORTES

Ayer, el corazón de Tito Lectoure arrojó la toalla

Tenía 65 años. Durante dos décadas, entre los sesenta y los ochenta, fue cuerpo y alma del Luna Park y dueño del boxeo argentino.

Por Daniel Guiñazú

Murió Juan Carlos Lectoure. El cuerpo y el alma del Luna Park. El empresario de boxeo más importante de la historia argentina. El hombre que abría y cerraba las puertas de los campeonatos del mundo. Uno de los protagonistas centrales del deporte y el espectáculo nacional entre los ‘60 y los ‘80. Y como tal, una figura polémica que dio que hablar en cada paso de los muchos que supo dar. El castigado corazón de Tito, que había recibido cinco by pass, se apagó para siempre ayer a la madrugada a los 65 años de edad. Sus restos fueron velados en el estadio que fue su vida y elemento y serán sepultados hoy a las 10 en el cementerio de la Chacarita.
Sobre la mesa del cronista se esparcen cientos de recortes de archivo. Y en ellos, aparecen muchos rostros de Lectoure. Tantos como se fueron acumulando a lo largo de casi 30 años de historia intensa en la primera línea del boxeo. Según quien lo haya tratado, Tito fue un caballero, amigo de sus amigos, generoso, respetuoso de la palabra y de los códigos del boxeo; o un déspota capaz de fulminar a quien no se sometía a su inmenso poder. En el Luna que manejó a su antojo desde 1959, Tito hacía lo que quería. Y era tan capaz de echar mano a su bolsillo y ayudar a un boxeador, un entrenador o a un periodista necesitado, como, acto seguido, vedarle la entrada a todo aquel que osara cuestionarle su manera de hacer y entender las cosas. Como dueño de casa, Lectoure fue arbitrario. Y nunca se preocupó en ocultarlo demasiado. Hay pruebas de que fue así.
Sus boxeadores alternaron el amor y el odio hacia él. Accavallo, el primero de los doce campeones mundiales que consagró, y Locche, el más taquillero de todos, fueron sus amigos. Galíndez, el hijo que no tuvo y al que le toleró más deslices que a cualquier otro. Monzón le desconfió siempre y en cuanto pudo, se fue con Cacho Steinberg para sus dos últimas peleas con Rodrigo Valdés. Bonavena fue y vino llevado por su genio rebelde. “Martillo” Roldán fue sumiso. Y con Castellini y Corro, no pudo. A todos los hizo ganar buen dinero. A algunos los salvó para siempre.
Con tal de ganar un título o de no perderlo, Lectoure era capaz de todo. Hundió sus dedos dentro de las heridas de Galíndez, la noche de la hazaña ante Richie Kates en Johanesburgo. No vaciló en insultarlo a Castellini y en pincharlo con una tijera, para hacerlo reaccionar, aquella vez que perdió con Eddie Gazo en Managua. Y acusó de miedoso a Roldán por haberse dejado caer ante Hagler en Las Vegas con un ojo tumefacto. En su idea del boxeo, el que no daba todo no daba nada. Y cuando conseguía una chance por un campeonato del mundo, él se hacía cargo de todo. Del entrenamiento en el gimnasio, de la preparación física, de la dieta y hasta de la vida sexual del boxeador. Era el que mandaba. Y quería que todos lo supieran.
Cuando se dio cuenta de que el boxeo había dejado de ser el gran negocio que alguna vez fue, allá por 1987, Lectoure cerró el viejo estadio de Corrientes y Bouchard y lo convirtió en el teatro más grande de la ciudad. Hubo quienes creyeron (y siguen creyéndolo) que ese día el boxeo se acabó para siempre en la Argentina. En los últimos tiempos, hablaba de la actividad con rencor y despecho y la mirada se le iluminaba sólo cuando hablaba de sus nuevos pupilos: Pepito Cibrián y Julio Bocca. En el 2000, ingresó al Hall de la Fama del Boxeo en los Estados Unidos. Fue el homenaje final que recibió de un mundo que él terminó despreciando. Ayer, su corazón maltrecho arrojó la toalla para siempre.

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