DEPORTES › A 30 AñOS DE LOS GOLES DE DIEGO MARADONA A LOS INGLESES EN EL MUNDIAL DE MéXICO ’86

Dos gritos sagrados

Cinco miradas sobre la Mano de Dios y el gol que es unánimemente considerado el mejor en la historia del fútbol. El conmovedor relato de Víctor Hugo, los sentimientos de los cronistas que estuvieron en el estadio Azteca, las repeticiones que borronean el recuerdo del original.

Dos goles con la mano

Por Juan José Panno

El palco de periodistas del Estadio Azteca está en la mitad de la cancha, a la derecha del arco del gol más maravilloso de la historia de los Mundiales. Yo estaba ahí, como enviado especial del diario La Razón. Lo vi. Fui testigo. Privilegios que te da la vida. Pero me pasa algo muy curioso: no puedo recordar la vivencia de la cancha, por más que lo intente. No lo veo el gol en la inmensidad del Azteca. Creo que es por la cantidad de veces que lo vi por televisión, desde aquel día hasta hoy. Cien veces, mil, un millón.. Y entonces se me aparece el gol metido adentro de una tele, como encerrado. Es gol de tele con relato de radio, de Victor Hugo, en el mismo envase. Vagamente recuerdo que lo grite como suelen gritarse los goles en estas circunstancias, con un comentario en voz alta, del tipo: goooool, faaaaa ¡qué golazo, qué golazo! Y que cruce la mirada con Carlitos Bonelli, otro de los enviados de La Razón que estaba sentado un poco más abajo, a un costado. Los ojos y el puño cerrado. En el otro gol el cruce había sido de cejas arqueadas y mano abierta.

El segundo gol a los ingleses lo tengo de la tele, pero el segundo gol a los belgas de la semifinal, en cambio, lo conservo intacto. En su versión original. Muy pocas veces volví a ver la grabación, pero tengo registrado cada movimiento de Diego hasta meterse en el área y cruzar la pelota sobre la salida del arquero. Lo veo nítidamente que trastabilla, parece que va a caerse, recorre varios metros así pero conserva la vertical, gira y sale corriendo a la misma velocidad con la que había desparramado a media defensa belga, hacia la mitad de la cancha, por el costado, en dirección a donde estaba yo con mi fantasía de poder volar hasta ahí y abrazarlo.

No recuerdo muy bien qué fue lo que escribí el día del partido contra Inglaterra pero busco en el archivo y encuentro, en el comienzo del comentario: “Maradona hizo dos goles con la mano. Uno, el primero, con el puño. El otro, con los dedos que sostenían el pincel con el que dibujó las jugadas más hermosas de este campeonato. Un gol, reglamentariamente no valía. El otro vale doble en cualquier estadística, en cualquier página del fútbol donde haya que registrarlo. Quedó pintado como un mural de Siqueiros, como una obra de Picasso y será el punto de referencia obligado cada vez que se recuerde el encuentro entre argentinos e ingleses”.

Creo que me quedé medio corto en los elogios.


Un barrilete cósmico sobre el Azteca

Por Gustavo Veiga

Víctor Hugo estaba sentado ahí nomás, debajo de nosotros. Con él, su micrófono, los auriculares y la infaltable toallita para secarse la transpiración. Con Mario Trucco y Alejandro Apo nos acomodamos en la platea del estadio Azteca. Seríamos testigos privilegiados de Argentina-Inglaterra, la transmisión y lo inesperado que depararía ese 22 de junio. La connotación política del partido era insoslayable. Malvinas, el desembarco, la rendición, los colimbas muertos nos salían por los poros de una memoria que buscaba alguna especie de compensación. Esperábamos así, en estado de gracia.

Apenas había pasado el mediodía. Hacía calor. Los ojos rojos picaban por el smog del Distrito Federal. Eran tiempos de consignas como “no queremos goles, queremos frijoles”. Los pobres desfilaban con pancartas. Un terremoto de 8,1 en la escala de Ritcher se había llevado puesta a la ciudad el año anterior. Se contaron casi diez mil muertos.

El enjambre de periodistas de Radio Argentina era mayoría absoluta entre los enviados especiales al Mundial. Víctor Hugo, el ideólogo de esa generosa locura, tenía todo listo para empezar su propia función. La obra principal también iba a comenzar. Sin libreto, a pura improvisación. En pocos minutos más, nadie podría creer lo que vería.

Dudamos con la mano de Dios. Nos miramos incrédulos, miramos al árbitro, miramos al juez de línea. Miramos sobre todo a Maradona corriendo hacia la mitad de la cancha, convincente en el festejo y sin dejar margen para pensar en un error. A treinta años de ese gol fantasmal, ahora revivimos que Víctor Hugo la pegó en su relato: “El gol fue con la mano pero lo grito con el alma”, sentenció.

Faltaba lo mejor. La plástica carrera de una creación inigualable. Ese orgasmo futbolero que Diego culminó con Shilton despatarrado por un amague, Butcher mirándole el número y los demás ingleses transformados en sombras chinescas que lo seguían en cámara lenta. “Gracias Dios por este gol”, relató el autor de la metáfora más célebre que se recuerde entre las narraciones deportivas. “Gracias Dios por el fútbol” siguió. “Gracias por Maradona”. “Gracias por estas lágrimas”. “Gracias por este Argentina 2 Inglaterra 0”.

En ese momento perdimos toda nuestra apostura. Gritamos –grité– el gol como desaforados. El barrilete cósmico había descendido desde otro planeta sobre la cancha y no era Moctezuma ni un Dios azteca. Ingenuo, Bobby Robson, el técnico inglés, había querido reducir la influencia de Diego a la de un jugador silvestre. Con los años se sabría lo que le dijo a uno de sus defensores: “Es solo un pequeño muchacho y únicamente tiene un pie bueno”. Terry Fenwick, su interlocutor, se ríe todavía de la anécdota. Lo cuenta el periodista Andrés Burgo en su libro El partido.

Aquel 22 de junio del 86 ni él, ni nosotros, podíamos salir del asombro. Maradona había convertido el gol más sublime y más célebre en la historia de los mundiales. Hasta hoy no se puede comparar con nada parecido. Agradezco haber estado ahí para contarlo.

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Unico como todo milagro

Por Miguel Hein

El inolvidable gol de Diego Maradona a los ingleses se hizo doblemente inolvidable en lo personal. Es que poco tiempo después nacía mi hija Eliana. Y así como ella cambiaría definitivamente la rutina de mis días, aquella maniobra fantástica de Diego dejando en el camino a tantos ingleses y sometiendo a Peter Shilton modificó para siempre aquello que uno demandaba de un jugador. En aquel momento no tuve dimensión de la excepcionalidad de lo que estaba viendo, a pesar de repasarlo en cuanto diario, revista o programa de televisión lo repitiese. El transcurrir de los años dejó en claro que el milagro no se podría repetir, salvo que Dios volviera a la Tierra y se pusiese los pantalones cortos y la 10 de Argentina. Porque además de una genialidad, todos vivenciamos aquel gol como la venganza perfecta contra aquella derrota en la guerra de Malvinas a la que nos llevaron una dictadura infame y un general embebido en whisky que deliró que esa contienda sería su trampolín a la perpetuación en el poder. Estaba fresco el recuerdo de los compañeros de secundario y de algunos amigos puestos bajo bandera como para disociar el hecho deportivo de aquella guerra. Entonces, Diego se transformó en el mejor jugador de fútbol que uno hubiera visto en su vida pero también en el héroe que llevó a cabo la gesta de poner de rodillas a los ingleses, con una pelota, sin necesidad de empuñar aquellas sofisticadas armas con las que ellos ridiculizaron a nuestros soldados. Encima, aquella joya maradoniana sucedió después del gol con la mano de Dios, erróneamente convalidado, pero que nos hizo salir aquello de “que se la banquen, que sufran, mirá lo que nos hicieron sufrir a nosotros”. Treinta años después, vivo preso de un gusto futbolístico consolidado por Maradona, ese marciano que hizo terrenales a figuras internacionales como Ronaldo, Ronaldinho, Zidane, Rooney, y tantos aspirantes al trono de número uno a los que apenas les alcanzaba para echar un vistazo a la sala reservada al rey. Vaya a saber qué habrá hecho uno de bueno para que aquellos días de felicidad futbolística se repitan aunque sea a cuentagotas por obra y gracia de Lionel Messi, un heredero al que sólo le falta un título mundial con la Selección para que creamos que Dios tiene dos caras: la de Maradona y la de Messi.


La jugada de todos los tiempos

Por Daniel Guiñazú

El segundo gol de Diego Maradona a los ingleses no necesitaba de nada que le concediera aún mayor grandeza. Se había ganado solo su sitio eterno en la historia popular. Pero si aquella de Diego había sido “la jugada de todos los tiempos” como el mismo profetizó al aire desde los pupitres del estadio Azteca de México DF, el relato que Víctor Hugo Morales hizo por Radio Argentina de esa corrida (y de todo el partido) es también “el relato de todos los tiempos”. Un monumento histórico sonoro hecho gol, sentimiento, radio.

Con el pudor que lo caracteriza, treinta años más tarde, Víctor Hugo aún hoy no reivindica ese estallido como lo mejor de su extraordinaria carrera como narrador deportivo. Pero sabe que ese minuto y once segundos de palabras y emociones desbordadas ha dejado de pertenecerle hace mucho tiempo. Está en los pechos de cientos, miles de remeras. Un fanático cordobés se lo tatuó entero en uno de sus brazos y hay muchos que lo recitan de memoria, con el fervor de la primera vez. O lo tienen enmarcado como un cuadro en un lugar distinguido de sus casas. Nunca antes y nunca después provocó tal cosa un simple relato de fútbol.

Como tantas otras veces, esa tarde volvieron a tocarse las carreras del mejor jugador y el mayor relator de todos los tiempos. Y el contexto era único: un partido esperado, cuatro años después de la derrota en las Malvinas y por los cuartos de final de una Copa del Mundo. Había que dar la talla aquel domingo 22 de junio de 1986. Y las coordenadas emocionales coincidieron para que Maradona marcara el mejor gol de todos los Mundiales y Víctor Hugo hiciera el relato más trascendente de su vida en el partido más importante hasta hoy, de toda la historia del fútbol argentino. Por todo lo que lo rodeó antes, por todo lo que sucedió durante y por todo lo que generó después.

Diego marcó otros goles notables y Víctor Hugo siguió entregando relatos memorables. Pero nada de lo que uno hizo luego dentro de las canchas y de lo que el otro generó desde la radio, conmovió tanto el alma popular como lo que provocaron, hace hoy tres décadas atrás. Ya eran grandes los dos, cada uno en lo suyo, antes de llegar a México. Lo que hicieron aquella tarde los convirtió en leyenda.


Los gritos de la redención

Por Facundo Martínez

Tenía 14 años cuando Diego Maradona convirtió esos dos goles de antología en el segundo tiempo contra los ingleses en el Mundial de México 86, y me importó casi nada que el primero lo hiciera con la mano. Era bastante común ver de esos goles en los picados que jugábamos con los amigos del barrio, y también con los de la escuela Lafinur, en los terrenos de Colegiales que llamábamos “La compactadora” porque estaban justo enfrente del Ceamse; en el polideportivo que habían construido los milicos ya medio de salida pero que los pibes del barrio empezamos a usar recién con la vuelta de la democracia; y en “La Bieckert”, un galpón en Cabrera y Ravignani del que salían camiones con cajones de cerveza y cuya cortina metálica era como un arco de cancha. Y, además, todos teníamos bastante vivo el recuerdo de la Guerra de Malvinas del ‘82, de las colectas que habíamos hecho en la escuela para que los soldados tuvieran chocolates y cigarrillos en el frente de batalla, y tampoco habíamos olvidado los simulacros de ataques aéreos, en los que debíamos meternos debajo de los bancos o, en caso de no llegar a tiempo, quedarse debajo de alguna puerta. Los umbrales –nos decían– eran lugares seguros en caso de derrumbes.

Estaba bien ganarle a los ingleses. No importaba entonces el cómo. Ya el segundo gol fue una gran excitación. No tanto para mí como para Roberto, el panadero de la Bell Aria, allá en la calle Bonpland frente al mercado municipal. Ahí vi todos los partidos, no en mi casa. Roberto y mi viejo tenían más o menos la misma edad y eran tipos de cábalas. No era cuestión de tentar a la suerte. Por eso Roberto se fumaba un pucho detrás de otro, sin descanso y era también por los nervios –decía– y yo no había siquiera terminado las facturas recién horneadas que, también “por cábala”, Roberto me mandaba a buscar a la cuadra en cada entretiempo, ni antes ni después. El segundo gol de Maradona fue algo sublime. Lo vimos por la tele y lo escuchamos por la radio, otra cábala. Un golazo con todas las letras, de esos que también se podían llegar a ver en los potreros o en la calle pero casi nunca en las canchas. Era una obra de arte, tantos ingleses desaireados en el camino, y al mismo tiempo una sentencia que, a su modo, nos redimía de la derrota en las Islas y del sufrimiento, por los pibes de la guerra.

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