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Mis leonas (La final)

Por Eduardo Pavlovsky

Obedecí los consejos de mi cardiólogo y no concurrí al bar de J.B. Justo y Cucha Cucha para ver la final con Holanda, por mi problema extrasistólico. Estaba resignado entonces a ver el partido con Susy. Susy se durmió a las once y media. Mi sentimiento de soledad era enorme (soledad sin Soledad diría un argentino lacaniano). Ver la final sin compañía era durísimo. Sobre todo después de la maravillosa experiencia en el bar de Cucha Cucha, en la semifinal con Australia. Extrañaba a los muchachos de Quilmes y Berazategui. Extrañaba las caras cómplices de los jubilados. Extrañaba “las olas” de la hinchada. Extrañaba a Dal Masetto. Extrañaba todo. Ensayé uno o dos cánticos para entrar en calor, pero no dieron resultado. Estaba solo. Absolutamente solo.
La gran jugada de Aymar y el gol de Inés Arrondo a los pocos minutos me levantaron de la cama. “¡Campeones! Y sí, sí, señores... yo soy leonero; yo soy leonero, de corazón...”, gritaba saltando y brincando por todo el cuarto dando vueltas como un león enjaulado (en plena decadencia siento que me puedo volver lacaniano). En mi entusiasmo desbordante no percibí que me llevaba por delante las sábanas que cubrían el cuerpo de Susy y que la había destapado totalmente... “¡Estas chicas te van a volver loco! Estás totalmente reblandecido. ¿Por qué no te ofrecés de psicólogo? Así me dejás tranquila.” No respondí nada. Replicar a Susy en esos momentos culminantes hubiera sido nefasto. Después de un largo silencio volví otra vez a la cama. Susy fingía que no miraba el partido, pero percibí que con su ojo izquierdo observaba el juego. Una atajada de Antoniska después de un corner corto la delató: “Bien, Mariela. Qué fenómeno, esta piba”, comentó Susy en voz alta. Ya no estaba solo, Susy compartía conmigo la incertidumbre de la final. El empate sobre la hora de Holanda y el último corner corto me hicieron temer por una fibrilación auricular. Sonó el teléfono: “¡No podés mirar los penales! Apagá la TV que te podés fibrilar, poné Venus. Te corto rápido porque ya empezaron las holandesas de mierda con los penales”, fueron las últimas palabras de Levy, mi cardiólogo antes de terminar la comunicación. No le hice caso. No podía hacerle caso. Era demasiado sacrificio. Susy me alentó para poder seguir viendo el partido. La incertidumbre de los penales es inenarrable. No hay palabras para relatar la experiencia. Muchos la habrán vivido. Pura adrealina y endorfina. Cuando Mariela Antoniska atajó el último penal nos abrazamos con Susy en la cama. Fue un abrazo argentino.
“¡Campeonas!”, le oí gritar a Susy. “Pobre de ellas. Mirá la jeta de amargura de las holandesas. Tristes. Vayan a llorar a Amsterdam.”
Miré la hora. Las cuatro de la mañana, increíble. Susy me preguntó ya con más tranquilidad: “¿Qué es lo que te pasa con las Leonas? ¿Por qué te emocionan tanto como el recuerdo de Arsenio Erico o de Vicente de la Mata?”.
Hasta la pregunta de Susy no lo sabía del todo. Pero supe tener la respuesta veloz y certera. “¡La alegría, Susy! Son alegres. Expanden vida y alegría. No hay quejas ni lamentaciones. Mirá la Oneto. De la fractura (que pudo convertirse en pura queja melancólica) a animarse a jugar. Son pura alegría, pura contraefectuación. El odio para la lucha es odio para el combate, pero nunca transformándose en lamento. Alegría que contagia. Alegría que inunda. Alegría grupal. Afectos alegres, Susy. Son todas spinozianas. La revolución será alegre o no será.” Fue un ritornello exquisito. Un solo consejo: no se dejen robar el título por los políticos de turno. Ya están al acecho, esperando la foto. Cuiden el trofeo. ¡Por favor! Cuídenlo de las manos sucias.

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