Le Mans es un terreno fértil para nuevas tecnologías del automovilismo ecológico. Ya en 1999 participó un auto híbrido, en 2002 y 2003 participó un Reynard impulsado por bio-etanol (un alcohol derivado de cereales fermentados) y en el 2004 compitió un Lola movido a bio-diesel (una mezcla de combustibles fósil y “verde”). Pero no es el único: la alternativa del bio-etanol está difundida en Estados Unidos, que nunca firmó el Protocolo de Kyoto y que inventa guerras por el mundo para asegurarse la provisión de petróleo, al punto que los 33 autos participantes de las 500 Millas de Indianápolis, la competencia más importante del automovilismo norteamericano, el próximo año, usarán ese combustible. Desde 1965 se utilizaba metanol, un alcohol de llama invisible, y este año los Indy-cars se movían con una mezcla de metamnol (90 por ciento) y bio-etanol (10 por ciento). La importancia de usar un combustible que puede fabricarse sin dependencia de la provisión de materia prima importada (como es el petróleo) y en vías de agotamiento es, también, estratégica para el gran país del Norte. Sin embargo, el bio-etanol no es una solución mágica: sólo alcanza el 60 por ciento del rendimiento del combustible fósil, es más pesado, y tampoco es completamente libre de emisiones de dióxido de carbono, aunque se quema con más eficiencia que la nafta. Un motor a hidrógeno sería ideal por la ausencia total de emisiones, pero la tecnología para conseguir un coche de esas características y que además sea competitivo todavía está lejos. A fines de los ’80 el recordado Luis Di Palma preparó un Torino movido a gas natural comprimido (GNC), que no obtuvo resultados porque los tanques para almacenar el combustible lo hacían muy pesado y porque el rendimiento térmico del motor no era el mismo que los equipados a nafta. En 2004, un coche de las mismas características compitió en el campeonato inglés de autos de turismo (BTCC). El problema del peso estaba relativamente resuelto; el del rendimiento, no.