Lunes, 13 de abril de 2015 | Hoy
DIALOGOS › ENTREVISTA AL INVESTIGADOR PARAGUAYO TICIO ESCOBAR, EX SECRETARIO DE CULTURA DE FERNANDO LUGO
Escobar señala que, tras el golpe contra Fernando Lugo, lentamente se van reconstruyendo formas de participación popular, al tiempo que se mantienen logros alcanzados como la Ley de Lenguas, que institucionalizó el uso del guaraní.
Por Natalia Aruguete y Bárbara Schijman
–¿Cuál es el aporte de la cultura al cambio político y a la integración regional?
–Una de las cuestiones que definen lo contemporáneo es justamente su capacidad de revisar críticamente conceptos que ya habían sido dados de baja a finales del siglo pasado. Me refiero a conceptos que estaban formateados en clave metafísica y, además, sustanciados: libertad, Estado, emancipación. Esa versión metafísica los anclaba y les daba un sustento mayor, libre de las incertidumbres que tienen hoy pero, por otra parte, los volvía poco adaptables. De pronto, estos conceptos retornan con formatos más reducidos, pero con posibilidad de servir a las realidades de la gente y a las coyunturas políticas que los condicionan. “Emancipación”, por ejemplo, fue uno de esos términos que en un momento determinado estaba fuera de la agenda política; se lo consideraba terminado.
–¿Por qué?
–Porque discutir sobre emancipación era concebido como anacrónico. Algo interesante de la cultura contemporánea, justamente, es el hecho de que vuelve a revisar conceptos pasados, de momentos históricos distintos. La cultura contemporánea retrocede y busca en experiencias paralelas y pasadas el modo de recomponer términos. No es extraño, entonces, que volvamos a una cantidad de conceptos que ahora están desprovistos de sus perspectivas sustancialistas.
–¿Qué tipo de conceptos, por ejemplo?
–Conceptos como “pueblo”, “nación”, “Estado” e “identidad” han sido revisados. En este momento, el Estado mismo debe ser reinventado y repensado. Eso implica también una actitud crítica y alimenta la idea de transformación. Casi todos estos conceptos están vinculados a un pensamiento de izquierda o, al menos, no se los relaciona con un pensamiento no sustancialista, individualista, racionalista, no noeliberal. Esto permite que puedan ser usados como marcos reflexivos, teóricos y analíticos que encuadran procesos de transformación.
–¿Cómo es posible repensar al Estado en la coyuntura de globalización y regionalización actual?
–Justamente, el gran desafío reside en la posibilidad de crear tensiones entre lo particular y lo global, entre lo particular y lo universal. Ambas son realidades que no están terminadas ni fijas, sino que son definibles; están siempre en construcción, pero deben ser pensadas para su coyuntura concreta. Hay que pensar un Estado que sea independiente de la región, con límites locales y soberanía nacional, pero que pueda integrarse en entidades particulares en términos de una región pensada como una supranación que disuelva esas particularidades. Reinventar el Estado refiere a eso: ¿cómo hacer que pueda asumir una perspectiva en conjunto y una plataforma de desarrollo, pero entendiendo sus particularidades locales y su economía soberana? Eso es lo fundamental, aunque siempre existan tensiones cruzadas por intereses contrapuestos. Pensar en la Patria Grande no ayuda a enfrentar las tensiones que existen y que permanecen más o menos escondidas por hipocresía.
–¿Qué tipo de intereses contrapuestos tienen los países de la región?
–Son problemas comerciales, más que políticos y culturales. Problemas entre Brasil y la Argentina, también con Uruguay. Algunas de sus diferencias tienen que ver con la expansión de Brasil, siendo el resto países más chicos, con economías pequeñas y en situación de vulnerabilidad. Esto crea una tensión que debe ser trabajada y negociada por la vía del diálogo.
–¿Qué rol juegan las resoluciones regionales en este contexto?
–En el Mercosur, por ejemplo, vemos una asimetría que no puede ser ignorada. Es interesante que se tomen medidas compensatorias para equilibrar las grandes desigualdades y asimetrías que hay entre los países, y dentro de los países, también. Un Estado federado, como puede ser el caso de la Argentina o Brasil, tiene toda una serie de situaciones asimétricas en calidad de subdependencias internas, de choques entre lo metropolitano y lo provincial. El campo es profundamente conflictivo y político. Pensemos en una utopía pero, a la hora de trabajar, nombremos y pensemos en conflictos. Hay regiones que se configuran: Paraguay comparte una región con el Norte argentino y otra en Misiones, junto al Paraná en Brasil. Son regiones geopolíticas que cruzan las líneas de los Estados y crean situaciones interesantes de conflicto. Me refiero a tensiones, y no sólo a discrepancias.
–¿Usted cree que existe una “cultura latinoamericana”?
–Creo que la cultura tiene una gran ventaja sobre otras áreas, por ejemplo, sobre el campo económico e, incluso, sobre el político. El oficio de la cultura es encontrar ese juego de diferencias, alteridades, ese momento en que lo uno y lo otro pueden articularse y enfrentarse. Ese es el terreno cultural: la posibilidad de construir efímera o más permanentemente alianzas, articulaciones y comprensiones de imaginarios del Mercosur. Al mismo tiempo, hay imaginarios de cada uno de los países como los hay dentro de ellos mismos, en sus barrios o sus etnias. Cada vez hay más similitudes entre Asunción y Buenos Aires que entre Asunción y los pueblos indígenas. Esto vale para todos los países de la región. Ocurre que la cultura se especializa en trabajar esas diferencias y en volver conjunto el pensamiento entre lo heterogéneo y lo desigual. Dicho de otro modo, es posible hablar de una “cultura latinoamericanicista” toda vez que se conciba que se trata de una construcción histórica, política, pero que no traduce una realidad sustancial compacta, una identidad homogénea. La cultura erudita de la capital de cualquier país latinoamericano se encuentra más cerca de la cultura del mainstream euronorteamericano que de la cultura indígena de ese país. No existe una cultura latinoamericana, provista de notas esenciales que son anteriores a su propia constitución histórica.
–¿Cómo se relaciona esto último con su propuesta de recuperar la utopía ilustrada?
–No hablaría en términos de recuperación, sino de construcción y revisión de la cultura ilustrada, por fuera de sus marcos liberales, para entender la emancipación en otro sentido. Aunque en principio la utopía tenga los mismos resortes e impulsos, la lectura debe ser diferente de la liberal. La emancipación debe pasar por construcciones colectivas que no sean ideas caídas del cielo, sin formas fijas y sin garantías de que vayan a cumplirse. La utopía depende de subjetividades, del proceso político, de situaciones conflictivas, azarosas y sin garantías. Es como el concepto moderno de utopía, tanto la liberal como la marxista aseguran que el despliegue de la historia llevará a un punto de redención y conciliación. La cultura o utopía ilustrada suele arrasar con las diferencias.
–¿Cómo se compatibiliza la propuesta de recoger diferencias con una cultura ilustrada que se desprenda de su concepción liberal?
–Como sostiene Jacques Rancière, el momento utópico comienza cuando se inicia un desorden dentro de un campo de visibilidad de sujetos políticos en el cual los sujetos omitidos exigen su presencia en ese lugar. Rompe con la exclusión, hay una exigencia de presencia. Eso supone procesos concretos y específicos. Hay un afán emancipatorio, un impulso que nunca se ha cumplido ni estará garantizado, que puede abortarse, más aún podrían conseguirse avances emancipatorios que luego se pierdan. Justamente eso sucedió en Paraguay después del golpe de Estado (al ex presidente, Fernando Lugo). Había empezado una cantidad de procesos muy interesantes que, de pronto, se vieron abortados. Esto le da un carácter más azaroso. La coincidencia que podríamos encontrar con la emancipación ilustrada es que ambas vienen a universalizar por diferencia a lo global. Lo global es lo que homogeniza las diferencias –o trata de hacerlo– y las mantiene cuando le conviene. Creo que la utopía ilustrada, moderna, ha colapsado. Habría que reformularla. No planteada como un concepto universal y trascendente, sino en términos de una pretensión menor, adecuada a cada circunstancia, carente de componentes salvíficos y mesiánicos.
–Recién mencionó el golpe de Estado al gobierno de Lugo. ¿Qué retrocesos experimentó Paraguay luego de ello?
–Después del golpe de Estado, la institucionalidad cultural quedó absolutamente destrozada. En este momento, con el gobierno neoliberal y empresarial la institucionalidad cultural –en su forma orgánica del aparato cultural, por decirlo de algún modo– se está recuperando. Aunque no existan las mismas perspectivas que Lugo habilitaba, sí se puede trabajar en el ordenamiento de un campo de conquistas públicas, encontrando espacios en medio de esas contradicciones de los gobiernos neoliberales actuales que permiten resquicios en los que jugar decisiones.
–¿Cómo se da concretamente esa posibilidad?
–Durante el gobierno golpista se dio un desmontaje absoluto de la institucionalidad en materia cultural, que ahora se empieza a recuperar. Lentamente se empieza a recobrar todo el sistema de instancias participativas: la descentralización, los planes maestros. Quizá llegue un momento en el que un enfoque de derechos basado en una mirada de izquierda en un sentido amplio, un modelo cultural no depredatorio, un modelo no basado en la rentabilidad, pueda entrar en conflicto con el actual modelo de desarrollo. Es posible que este enfoque de derechos no pueda cambiar cuestiones fundamentales, estructurales, que son las que podrían mejorar la situación indígena y campesina. Eso supone reformas graves: propiedad de la tierra, presencia, respeto de tierras, sistemas representativos y políticos fuertes. Estas son medidas y acciones que el gobierno no va a tomar. Pero en términos estructurales, sí se podrá recuperar la institucionalidad y la participación, mientras no afecten determinados modelos de desarrollo.
–Esa ampliación de derechos fue el marco en el que se planteó la Ley de Lenguas. ¿Qué efectos concretos se dieron a nivel social a partir de su implementación?
–Las lenguas ocupan un lugar fundamental en la cultura. Constituyen el sostén del orden simbólico, articulan los códigos de significación y, por lo tanto, son las grandes procesadoras del sentido colectivo. Los países que tienen la suerte de poseer varias lenguas están provistos de una textura cultural más diversa y enriquecedora. En Paraguay, la Ley de Lenguas constituye un avance sobre el que no se puede retroceder; la ciudadanía alcanza conquistas y desarrollos que son irreversibles. La norma permitió un sentido de pertenencia muy fuerte de los guaraní-parlantes. El 85 por ciento de la población habla guaraní, se comunica, se expresa de esa manera y vive en él. Eso se respira como una conquista. Hace unos años, el guaraní era casi clandestino, era considerado un lenguaje bárbaro, inferior, poco educado. Hay una conquista muy fuerte y la posibilidad de que las personas puedan hacer trámites en guaraní, presentarse ante la Justicia, ejercer todo tipo derechos ciudadanos en guaraní. Eso amplió la lengua.
–¿En qué sentido la amplió?
–Si una persona quiere rendir un examen oral en guaraní lo puede hacer. Claro que es todo un proceso. El sistema escolar tiene una mala tradición de enseñanza del guaraní, porque se enseña como un idioma extranjero. Eso no tiene tanto que ver con una política pública sino con una realidad de estrategia pedagógica. Tiene que ver con la cultura, con eso que se aprende en las calles. El guaraní tiene una lógica diferente al español, no hay traducción. Es más poético, afectivo, como cualquier idioma es racional, pero las metáforas son más intensas y en ellas se juega mucho más. No es que uno sea mejor o peor, sino que tienen economías del lenguaje distintas.
–Hay quienes sostienen que la cultura debería ser más vanguardista. ¿Cuál es su posición al respecto?
–No sé si la cultura debe ser más vanguardista; la cultura contemporánea es antivanguardista en el sentido que no está pensando que existe un grupo de iluminados que van a llevar su verdad a los otros, que avanza por rupturas siempre. Sí creo que hay momentos en los que la cultura se ubica en el ámbito del arte en un lugar de discusión de los límites del orden simbólico. Es transgresora en ese sentido. Se está poniendo en jaque la estabilidad del orden simbólico y social. Pero no creo que deba ser necesariamente vanguardista en términos de la organización formal como se pretendía en el arte moderno, que uno debía estar al día de todo, abriendo camino; y eso suponía una mirada elitista. Creo que la vanguardia tiene dos momentos: uno de señalar caminos –estar adelante– y otro de anticipación. El arte mantiene esto último: el momento anticipatorio. El arte sueña con lo imposible, con cosas que podrían ser, y de este modo ayuda a la política a imaginar otros modelos.
–¿Qué significa que la cultura esté obsesionada por el significante?
–La modernidad cultural reivindica la autonomía del lenguaje. La cultura contemporánea recupera la preocupación por los efectos sociales del signo, por el empleo que hacen de él diferentes usuarios. La cultura moderna está obsesionada por el significante, el lenguaje, la forma, el orden. En la cultura contemporánea hay un retorno muy fuerte del significado, de los contenidos sociales, las narrativas, las literaturas. Justamente esa obsesión por el significante entra en crisis. Esa obsesión queda opacada frente a una irrupción de fuerzas que reivindican significación, las pragmáticas sociales dentro del arte. Es un proceso largo que comienza con una crítica a la modernidad y al concepto de autonomía del arte, que implicaba una separación del arte de todo el resto. Porque tiene sus propias reglas, su propia sintaxis, y privilegia el orden del lenguaje del significante por encima de sus significaciones sociales y su pragmática. La crítica más demoledora y brutal es cuando Walter Benjamin habla de la muerte del aura.
–¿A qué se refiere con ello?
–Esto último, justamente, se refiere a la puesta en crítica de un formalismo que mantiene al arte separado. Claro que es impensable un arte sin significante, no se podría pensar solamente en puro contenido porque entonces desaparecería la cultura, desaparecería todo. Es cuestión de énfasis: hoy, el significante ya no es el único parámetro, entra en conflicto con el significado y quizá lo inescindible es lo que brinda dinámica al arte contemporáneo, que a la vez lo vuelve contingente y azaroso. En un momento determinado, esa misma diversidad da una proliferación tan grande de signos que hace imposible ver las cosas, como si la significación estuviese tapada por capas de significante. En cierto tiempo el arte se volvió muy visceral y orgánico; necesitaba echar un cable a tierra y abrirse paso en el exceso de significante.
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