Lunes, 6 de marzo de 2006 | Hoy
DIALOGOS › RICARDO PIGLIA HABLA SOBRE EL LECTOR Y LA LECTURA DEL ESCRITOR
Ricardo Piglia traza el itinerario que llevó al lector de ser un mero apéndice externo a la literatura a un lugar de notable consideración. De él se ocupa en su libro El último lector, y sobre él debate en esta entrevista, en la que también desmenuza la lectura de los propios escritores y de la crítica literaria.
Por Carlos Alfieri *
–En la apreciación crítica del último medio siglo, el lector ha pasado a ser, de un mero apéndice externo a la literatura, el coprotagonista de ella. El último lector se ocupa intensamente de él. ¿Podría trazar el itinerario que ha llevado a tan alto puesto la consideración del lector?
–Es difícil contestar, porque existen varias respuestas posibles. Una de compromiso sería: “Bueno, en realidad el lector siempre ha estado presente”. En efecto, el interés y la intriga por el lector nunca dejaron de estar presentes, más allá de que con frecuencia han protagonizado el debate literario otro tipo de cuestiones, como las experimentaciones lingüísticas, la energía de la trama, la ruptura temporal. Me parece que la idea de interrogarse sobre el lector está ligada al fin de la noción de que la literatura tendría una esencia que permitiría identificarla en el objeto mismo. Se trata de esa gran tradición anclada en los formalistas rusos y otros, que designaban como literaturidad a aquello que hace de un texto un texto literario. ¿Qué es lo que hace que un texto sea un texto literario? Esta pregunta en un momento dado intrigó poderosamente a los críticos, preocupados por determinar la cualidad específica por la cual la literatura podía ser identificada. Ocurre que la literatura tiene una particularidad que no poseen otras artes y es que, como utiliza el lenguaje natural, siempre se está preguntando por su esencia (raramente un pintor se pregunta qué es la pintura o un músico qué es la música, porque se sabe que son artes que están articuladas sobre un lenguaje diferente). Pues bien, esto generó una serie de respuestas que fueron derivando después, creo que por obra de los propios escritores, en el planteamiento de que la definición de literatura tiene mucho que ver con la forma en que quien lee construye el texto.
Este es un modo de contestar a su pregunta de manera general: todos los debates sobre el lector vendrían a superponerse a la interrogación sobre qué es la literatura. Por otro lado, los escritores siempre hemos padecido una pregunta envenenada, aquélla de “¿para quién escribe usted?”. Ante ella nos hemos sentido siempre incómodos, porque pareciera que tiende a hacernos pensar en una estrategia oportunista, del tipo “yo escribo para mujeres divorciadas de entre cuarenta y cincuenta años”, o “yo escribo para los jóvenes”, etcétera. Y también las respuestas de transacción, que siempre resultan antipáticas, como “yo escribo para mí mismo”.
En un momento dado, empecé a tomar notas acerca de cómo aparecían los lectores en las obras literarias, para ver si podía encontrar no digo una respuesta, pero sí las maneras en que el acto de leer estaba narrado. Era como hacer un experimento antropológico-arqueológico sobre una civilización perdida de la que sólo quedaban rastros en las novelas. De alguna forma, es un modo de responder a esa pregunta imposible de contestar –“¿Para quién escribe usted?”–. Si uno pudiera contestarla, sabría qué cosa es la literatura.
Dicho esto, debo reconocer que hoy está estabilizada una gran tradición crítica que podríamos identificar con Roger Chartier, ese notable historiador de los hábitos de lectura formado en la escuela francesa de los Anales, que ha realizado aportes extraordinarios al respecto. Esto, por un lado. Por otro, ha habido muchas teorías sobre el lector, como la teoría de la recepción. Y además, me parece que los escritores han reflexionado acerca de esta cuestión de un modo un poco lateral, pero siempre interesante. Por ejemplo, allí está la novela de Nabokov Pálido fuego, sobre ese tipo que lee de manera delirante un poema. En fin, creo que los escritores siempre hemos visto en el lector una figura menos neutra y menos trivial, más amenazadora, más loca que esa figura un poco plana que aparece cuando se habla estadísticamente de los lectores. ¿Dónde están los lectores? Bueno, los lectores son unos locos que están por ahí leyendo libros. Es la locura que ya está en Don Quijote, ¿no?
–Roberto Calasso afirma que los más grandes críticos literarios del siglo XX son generalmente escritores, como Gottfried Benn, Proust, Borges, Valéry, Auden o Mandelstam, y que no conoce ningún libro esencial que haya sido generado en el seno de alguna disciplina crítica. ¿Comparte este punto de vista?
–Sí, totalmente. En cierto modo, la conferencia que pronuncié en Barcelona, en el mismo ciclo en que intervino Calasso, que se llamaba El Escritor como Crítico, trabajaba sobre esas mismas hipótesis. Para la crítica, para lo que entendemos por crítica, en fin, las grandes tradiciones, como el formalismo ruso, Lúkacs, etcétera, la literatura es una suerte de saber sometido, diría yo. El crítico trabaja sobre la literatura a partir de un saber que aplica con la mayor o menor elegancia y fluidez con que esto pueda ser hecho. Estos saberes son, básicamente, la lingüística, el marxismo, el psicoanálisis; después surgen dentro de ellos diversas tendencias. Por lo tanto, la literatura es un campo de experimentación para ciertas hipótesis que son previas. En cambio, me parece que la crítica ejercida por los escritores tiende a ser al revés, es decir, toma la literatura como un laboratorio para, a partir de ella, entender lo real, para extraer hipótesis sobre el funcionamiento de la literatura, sí, pero también acerca de cómo funcionan el lenguaje, las pasiones, la misma sociedad. Se trata de un procedimiento inverso.
–Podríamos decir que para los escritores la literatura es el punto de partida, mientras para los críticos es el lugar de llegada.
–Exactamente. Entonces, creo que esa tensión debe señalarse. Yo traté de plantear algunos de los rasgos con los que uno podría identificar el tipo de crítica que los escritores practican, tanto esos autores que mencionaba Calasso como otros que a mí me gustan especialmente –Ezra Pound, Joseph Brodsky–. De manera que yo veía ahí algunos rasgos que podrían ayudarnos en estas hipótesis delirantes de clasificación. Uno de ellos es el tipo de escritura crítica, que tiende a ser muchas veces marginal, es decir que se trata de prólogos, de diarios, de conferencias, de cartas; son intervenciones muy puntuales y a la vez tienen efectos de iluminación notables. En este terreno, hay algunos textos verdaderamente extraordinarios, como el de Mandelstam sobre Dante, y siempre con un resto que a mí me parece muy interesante y que es una especie de posición pedagógica. Así es, existe un tipo de intervención de los escritores que trata siempre de modificar un cierto estereotipo: por ejemplo, El ABC de la lectura, de Pound. En definitiva, consiste en redactar un manual, en erigir el manual como modelo. Pienso que los escritores están más interesados en hacer un manual –pero hablo de esos manuales extraordinarios (Borges se la pasaba haciendo manuales)– inspirado en la idea de llevar la pasión por la literatura lo más lejos que se pueda, incluso más allá de su propio ámbito. Y esto a diferencia de los críticos, que me parece que trabajan en función de discusiones muy cerradas, que responden a ambientes muy restringidos.
En general, la crítica que hacen los escritores es muy clara. No suele haber en ella una jerga técnica, es muy coloquial; son textos escritos con mucha fluidez, y esto también es una virtud. Por ejemplo, el Diario de Kafka es una excepcional reflexión continua sobre la literatura.
Después, habría determinados rasgos que podríamos considerar al examinar esta cuestión de los escritores como críticos. Uno es la idea de estar más interesados por la construcción de las obras literarias que por la interpretación, es decir, el estar más preocupados por cómo está hecho un libro antes que por lo que significa. Sería como si alguien mirara esta mesa y se preguntara cómo está hecha, y buscara el lugar donde están las junturas, para ver si es posible hacer otra igual o distinta.
–Aspectos específicos del oficio, podríamos decir.
–En cierto modo. Hay una fértil tradición en esta clase de crítica: Henry James, pongamos por caso. Se pueden considerar los prólogos de James como paradigmas de una manera de pensar cuestiones inherentes a la narración, como el punto de vista, qué sabe el que narra, cómo se construye un relato, todos esos temas sobre los que James ha reflexionado con notable lucidez.
Otro elemento importante, me parece, en la lectura que hacen los escritores es algo que una vez me dijo Manuel Puig y que me pareció muy revelador: “No puedo leer novelas de otros porque cuando las leo las corrijo”. Esto es, la idea de que un libro nunca está terminado y de que uno siempre puede encontrar en él algo susceptible de ser modificado. Es ese concepto del work in progress, entendiendo toda la literatura como un work in progress: no existen obras estabilizadas, en todos los textos puede abordarse siempre un punto de modificación. Estimo que es un criterio muy interesante, porque le otorga fluidez a la literatura y le quita ese aire de jerarquización frecuentemente excesivo. Yo ponía el ejemplo de Gombrowicz, que fue uno de los mayores lectores que uno pueda imaginar y que hizo algo increíble con La Divina Comedia: la reescribió. Ungaretti, indignado, le envió un telegrama y casi lo hace poner preso. A Gombrowicz le encantó la reacción de Ungaretti; claro, el escritor polaco lo hacía como una provocación, pero en el fondo lo que enseñaba era a no tomarse demasiado en serio ni hacer un acto de contrición frente a un texto, ni siquiera ante el más perfecto que se haya escrito en el mundo, como puede ser la Comedia, sobre el que todos han escrito (Mandelstam, Borges, Eliot).
Hay otra característica que me parece pertinente para identificar este tipo de lectura que llevan a cabo los escritores: es lo que llamo la lectura estratégica. Un escritor, cuando hace crítica, no está por encima de la literatura, como el crítico, que mira desde arriba, sino que está metido dentro mismo de ella, de los enfrentamientos, de las tensiones, de las genealogías, de las diferencias. Entonces, ahí tomo la metáfora de otro gran escritor-crítico, que es Forster, quien en su libro Aspectos de la novela imagina a todos los novelistas ingleses escribiendo al mismo tiempo en una biblioteca, como diciendo “no hay tiempo, no hay historia, los escritores están todos al mismo tiempo usando lo que pueden, es como una mesa común”. Y un poco es eso, y en esa mesa unos roban el bolígrafo a otros, algunos se espían, los hay que se sientan en una punta porque no quieren estar al lado de otro. Con esto intento expresar la idea de que la lectura de los escritores está siempre situada, es una toma de posición, y que eso es una virtud. En cambio, el crítico procura siempre hablar desde un lugar ajeno a esa lucha.
Por fin, encuentro un rasgo que estaría ligado a este último libro mío y es la noción de que existe una lectura ficcional. Es decir, que uno podría hacer una historia secreta de la literatura según el modo en que las cuestiones literarias aparecen en algunas novelas o relatos. Hay una serie de textos –por ejemplo, Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway, El Aleph, de Borges, y empezando por el Quijote, naturalmente– en los que las cuestiones de escritores, críticos, lectores, aparecen narradas, ficcionalizadas, así como aparecen otras figuras: el mecenas, aquel que le proporciona dinero al escritor para que pueda ejercer la literatura; el escritor que no puede escribir, etcétera. ¿Cómo decirlo? Hay una especie de representación imaginaria de la literatura que encarna un género de imaginación que hace a cuestiones de crítica. Como hace Borges en El Aleph: en ese cuento él está diciendo también que el universo puede hallarse en un irrelevante barrio de Buenos Aires y que uno puede descubrirlo mientras pasea por sus calles. Lo que Borges formula explícitamente en alguno de sus ensayos –“Nosotros también tenemos acceso a lo universal desde el margen”–, en El Aleph lo está narrando: “Nosotros también podemos mirar el universo, no tenemos que estar atados a narrar el color local”, vendría a decir. Este registro me parece muy atractivo, porque ofrece la posibilidad de trazar diversas historias ficcionales de la literatura, por ejemplo una historia de los escritores imaginarios que aparecen en las novelas a lo largo de los años.
–Se ha comentado con frecuencia que sus textos de ficción logran el milagro de aunar la experimentación lingüística con la capacidad de captar la atención del lector como lo haría, digamos, una buena novela policial. ¿Cuál es su procedimiento? ¿Ha tenido como modelo, de alguna manera, a Manuel Puig?
–Admiro mucho la obra de Puig. Leí La traición de Rita Hayworth casi en el manuscrito y tal vez uno de los mayores méritos de que puedo enorgullecerme es haber escrito mi primer ensayo de crítica, en 1968, sobre esa novela. Inmediatamente me di cuenta de que ahí teníamos un escritor extraordinario. Y creo que él sí es un ejemplo muy claro de voluntad experimental, porque todas sus novelas son distintas y de enorme pulsión narrativa.
En mi caso y, en rigor, yo no puedo decirlo porque no soy capaz de describirme, siempre ha sido muy importante –y quizás aquí me distanciaría de la experiencia de Puig, porque es diversa– la narración como investigación. Suelo decir en broma, un poco en el tono Renzi, que sólo existen dos grandes historias básicas: o contamos un viaje o contamos una investigación. Así, el escritor es Ulises o es Edipo. O uno se va y luego cuenta lo que vio en su viaje, o hay un misterio, un enigma que trata de descifrar. Por ejemplo, nos hallamos en esta habitación de hotel y de pronto sale una voz rara de la grabadora que está registrando nuestra conversación. Nos preguntamos: ¿pero de quién será esa voz? ¿De dónde sale realmente? ¿Es un amigo suyo? No, no, es una amenaza. Y empezamos a dar vueltas en torno de este asunto sin movernos de aquí. Esta forma de narrar, de trabajar sobre la existencia de un enigma o de un secreto, a mí me sale naturalmente. Diría que todos los libros que he escrito tienen como eje común el hecho de que en algún lugar se narra una especie de investigación que se está realizando. Ese es tal vez el elemento que me articula con el género policial, desde luego: eso es lo que aprendemos en el género policial, la trama construida como algo que hay que reconstruir a partir de unos datos, de unos indicios o rastros a partir de los cuales es preciso contar la historia para saber qué pasó. Cada vez que me pongo a escribir una historia, lo que me sale es un enigma, un interrogante, algo que hay que investigar. No me valgo de un detective para hacerlo, claro, pero siempre hay alguien que está investigando, o incluso mucha gente. Esta forma constituye el nudo de la estructura de una novela policial: hay que reconstruir una historia de la que sólo se dispone de vestigios. Y esto crea una tensión interesante.
–Si el Facundo es un texto fundacional de la literatura argentina, ¿qué representan los de Macedonio Fernández?
–Son la fundación secreta de la literatura argentina. Macedonio es la fundación invisible. Suelo decir en broma que del mismo modo en que Sarmiento llegó a presidente de la República, Macedonio fue candidato a presidente. O sea que la relación entre ambos también podría establecerse por ahí. Macedonio tenía una teoría genial: afirmaba que era más fácil ser presidente de la República que farmacéutico, porque mucha gente quería abrir farmacias y muy poca quería ser presidente. Entonces empezó una campaña con amigos suyos, entre ellos Borges, que consistía por ejemplo en escribir “Macedonio Presidente” entre las páginas de una edición de las obras de Schopenhauer que había en una biblioteca de Almagro. El comentaba que, en cuanto alguien abriera el libro y leyera esa proclama, se iluminaría. Era una gran broma anticipatoria sobre los procedimientos de construcción de las figuras “mediáticas”.
Lo cierto es que creo que Macedonio es también un escritor de una dimensión difícil de evaluar todavía, porque su escritura es muy hermética y eso ha dificultado su acceso. Renzi diría que Borges no ha hecho otra cosa que domesticar a Macedonio y que el éxito mundial de Borges deriva de haber tomado sus cosas y haberlas puesto en el lugar adecuado para que circularan. Macedonio Fernández es un acontecimiento de la lengua, es un escritor del que aún tenemos mucho que aprender. Todavía se están por terminar de clasificar sus archivos, sus cuadernos, hay muchísima obra inédita suya. Mucha de la obra inédita se ha conseguido por el formidable trabajo de Adolfo de Obieta, pero aún falta una edición completa de sus cuadernos, que son excepcionales. Mezclaba en ellos de todo: en medio de la escritura de una novela anotaba una receta de cocina –era vegetariano– o un comentario de una lectura de Schopenhauer. Parecen los Diarios de Kafka, ¿no? Y al mismo tiempo todo eso se va combinando. También en ese aspecto es muy contemporáneo no sólo de los Diarios de Kafka sino de los de Musil.
Las cuestiones que suscitan las obras de Macedonio Fernández son múltiples. El primer obstáculo que presentan es su hermetismo lingüístico. Era un hombre muy ligado al Siglo de Oro español y, además, un finísimo lector de Cervantes –yo diría incluso que es el gran lector de Cervantes en nuestra lengua–; extrajo del Quijote conclusiones notables. Por lo demás, poseía una poética anarquista. En verdad, es un personaje entrañable para todos nosotros, un verdadero ejemplo de ética de escritor que deberían tener en cuenta otros escritores: se pasó la vida escribiendo una novela que nunca publicó.
* De La Jornada, de México. Especial para Página/12.
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