DISCOS
Sabina encontró un nuevo truco: el que sobrevivió para contarlo
“Dímelo en la calle”, que está apareciendo aquí, presenta sus primeras canciones después de sus problemas con la salud, el año pasado.
El andaluz Joaquín Sabina se ganó con prepotencia de trabajo un lugar en el parnaso de los más grandes autores de canciones de la lengua castellana. Llegó tarde a un espacio que ya ocupaban Joan Manuel Serrat y Luis Eduardo Aute, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Víctor Manuel y Patxi Andión, y para construir su carrera se inventó antes un personaje, como en el palo del rock hizo Carlos García Moreno, más conocido por Charly García. Ese personaje fue el del cantautor tóxico, con un pie en el mundo de la música y la poesía y otro en el de los excesos, de químicos, sexo y destilados. La clave del personaje es que subrayaba algunas de sus características, diluyendo otras, aquellos que menos servían al arquetipo. No se construye una leyenda por haber leído los sonetos de Góngora y las églogas de Garcilaso, o haberse divertido a mares con Quevedo.
Borrachín, mujeriego, contestatario, alcohólico, cocaínico, nocturno, marginal, juerguero, indisciplinado, el personaje-Sabina le permitió al artista-Sabina componer, cantar y actuar desde un punto de vista por demás diferente al de aquellos que ya estaban en el parnaso, amigos desde siempre de un esquema de virtudes públicas y vicios privados. Sabina jugó a ser entonces el hermanito descarriado de Serrat, el tío soltero de las buenas conciencias progresistas, el amigo poeta de los dealers y ladrones de bancos, el cuarentón en busca de adolescentes y jovencitas con ganas de aventuras. Cuando desembarcó en Buenos Aires, a fines de los ‘80, su primer show en un teatro de la calle Corrientes sirvió para patentizar que aquí aún no tenía un público: sus rocks eran muy elementales para los rockeros, sus canciones inteligentes venían envueltas en un formato que espantaba a los consumidores de cultura.
Sabina supo, sin embargo, cambiar para crecer, una vez que descubrió que a su mercado español podría agregar el amplio mercado latinoamericano, un camino transitado desde principio de los ‘70 por Serrat. Apareció entonces un Sabina que sin perder su toque español se convirtió en coleccionista de postales latinoamericanas, capaz de escribir y sentir a lo mexicano en “Y nos dieron las 10” y tocar, con una dama de por medio, el tema del exilio político argentino en España en “Mentiras piadosas”. Un Sabina amigo de Mafalda, hincha de Boca, admirador del Sub y el Ché, un Sabina con un manual de progresismo sudaca siempre a mano, amigo del tango y las rancheras. Y de Chabuca Granda y el cajón en Perú, y de Víctor Jara y el pisco en Chile, y de Gabo y el vallenato en Colombia, y así sucesivamente.
Este Sabina, más previsible pero también más simpático que el anterior, cambalachero aunque querible, fue el que se volvió un artista de masas, un número puesto en las agendas de shows internacionales, una influencia para docenas de compositores en busca de maestros accesibles. Hasta que el año pasado, algo hizo crac en su salud, en lo que desde la perspectiva del tiempo parece mucho más una consecuencia de un estilo de vida que una fatalidad. El calavera no chilla, dice el refrán, y Sabina no chilló. Siguió los consejos de Antonio Escohotado, que afirma que no hay stress físico que no se calme con muchas horas de sueño y un buen caldo, descansó, cambió algunos hábitos, que otros se llevará a la tumba, engordó. Y luego comenzó a hacer canciones al respecto. Dímelo en la calle, desde su gráfica en adelante, inaugura otra etapa de su carrera, que funde las anteriores con una especie de tono elegíaco sobre el tiempo ido.
Esa nueva etapa no es la del arrepentido, sino la del que vivió para contarlo, aunque conserve el susto. “Frente al cabo de la poca esperanza arrié mi bandera/ si me pierdo de vista esperadme en la lista de espera/ heredé una botella de ron de un clochard moribundo/ olvidé la lección a la vuelta de un coma profundo”, dice en “La canción más hermosa del mundo”. “¿Que queréis?, aprendí a malvivir del cuento/ pintando autorretratos al portador/ si faltan emociones me las invento”, apunta certero en “Vámonos p’al sur”. El truco de la vulnerabilidad era central en el personaje-Sabina. Sólo que aquélla era la vulnerabilidad de un hombre sensible rodeado mujeres dispuestas a romperle el corazón y ésta es la vulnerabilidad, ay, del cincuentón al que el cuerpo le reclama cada vez que sube escaleras. Si está aprendiendo a vivir otra vez, en las canciones sigue siendo maestro. En las complejas y en las aparentemente fáciles. Baste como ejemplo “Lágrimas de plástico azul”, el tema 8 de este disco, con uno de esos estribillos por los que otros compositores pagarían.