Sábado, 8 de enero de 2011 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
El vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Linera, anunció a fin de año un aumento del 83 por ciento en las naftas. Evo Morales asumió la responsabilidad del decreto que eliminaba el subsidio a los combustibles. El Estado subvencionaba la nafta y el gasoil a un precio equivalente de 27 dólares el barril de petróleo en el mercado interno. En la plaza internacional cotiza cerca de los 90 dólares. El gobierno boliviano afirmó que esos valores estimulaban el contrabando hormiga a países vecinos y estimó que por esa vía sufría una pérdida de unos 150 millones de dólares en las cuentas públicas. Esa decisión de Evo Morales de reducir subsidios es la política que en Argentina es alentada por economistas y analistas ortodoxos y no pocos heterodoxos. El resultado fue una revuelta popular y el deterioro de la imagen positiva de Evo, quien en forma oportuna dio marcha atrás con ese fuerte ajuste de tarifas. Esta traumática experiencia boliviana es un ilustrativo antecedente al momento de considerar propuestas sobre tarifas y subsidios en el país.
Existe un concepto básico en ese debate que en general no se expone: cualquier nivel de tarifas es político. Es una definición básica que brinda un marco conceptual más nítido para comprender la dinámica de los precios de servicios públicos. Son decisiones políticas fijar tarifas altas para financiar la expansión del sistema energético o la red de transporte, o bajas subsidiadas con el objetivo social de proteger el poder adquisitivo de la población financiando las inversiones necesarias con recursos públicos. En esta cuestión ha sido bastante absurdo, una contradicción en los términos, pretender que existan tarifas no políticas cuando son definidas por la acción del Estado.
En muchas ocasiones representantes de la corriente conservadora, con estrechos lazos económicos con grupos privados interesados en el sector, sostienen la necesidad de tarifas “justas y razonables”. Afirman que éstas deberían asegurar la prestación del servicio al mínimo costo compatible con una tasa de rentabilidad acorde con el riesgo del negocio para incentivar las inversiones. Pese a esa seductora definición de marketing, tarifas más altas no implican necesariamente mayores inversiones: por caso, en Santa Fe y en Córdoba las tarifas eléctricas son bastante más elevadas que las de Capital y eso no se traduce en expansión y estabilidad de la red. Tampoco se verificó ese comportamiento virtuoso en la década del noventa, cuando tarifas caras sólo sirvieron para que los grupos privados recuperaran rápido los fondos destinados a la compra de las compañías públicas, así como también para acelerar el giro de utilidades a sus casas matrices.
“Justas y razonables” es una idea bastante gaseosa que no reconoce la complejidad estructural, coyuntural y política involucrada en las tarifas, puesto que esa propuesta de consigna fácil sólo encierra la meta de incrementar la rentabilidad privada. Además de suponer que el volátil precio internacional de commodities, activos atrapados de movimientos financieros especulativos, debe definir el precio doméstico. Es una obviedad que esta cuestión no es igual para un país importador de petróleo, que no tiene otra opción que aceptar el precio internacional aunque puede no trasladarlo en su totalidad a su población mediante subsidios aportados de fondos públicos, que un país productor, que tiene más margen para definir qué tipo de estructura de tarifas pretende según objetivos de desarrollo económico y social.
Existen varios aspectos relacionados con el impacto de las tarifas y los subsidios en la economía. Uno de ellos merece una consideración especial para luego avanzar en otros también importantes, como mejorar la transparencia de la asignación de ese dinero, la eficacia para evitar el despilfarro y la captura por sectores sociales y grupos económicos que no los necesitan. El punto clave de los subsidios en tarifas de servicios públicos desde 2003 fue que ha contribuido a mejorar el poder adquisitivo de los salarios. En un informe de agosto del año pasado de la consultora del economista Miguel Bein se presentaron elocuentes datos que muestran la relevancia de esa estrategia. Se precisa que los precios de las tarifas de energía eléctrica, gas y transporte público de pasajeros incluidas en el Indice de Precios al Consumidor aumentaron en promedio 31 por ciento desde fines de la convertibilidad, cuando el resto de bienes y servicios lo hicieron en mucha mayor magnitud. Bein realiza un ejercicio hipotético de actualizar las tarifas a los precios relativos de 1993, previos a las privatizaciones de los ’90. Esto implicaría un ajuste promedio de 65 por ciento, alza que ubicaría el salario real promedio de la economía 2 por ciento por debajo de los niveles de fines de 2001. También efectúo otro cálculo de actualización tomando en este caso la eliminación de los subsidios a la luz, el gas y el transporte: el aumento de tarifas debería alcanzar el 180 por ciento, por lo que el salario real resultante sería 7 por ciento más bajo que antes del estallido del régimen monetario 1 a 1. En una o en otra situación, toda la recuperación de los ingresos de los trabajadores se esfumaría por esa hipotética suba de las tarifas en búsqueda de un supuesto equilibrio de la ecuación económica pretendida por un difuso saber técnico.
Con criterio, en ese documento se destaca que se trata de una simple cuenta matemática que establece el precio que debería pagar el consumidor eliminando los subsidios y manteniendo todas las otras variables de la economía estables. Condición de imposible cumplimiento puesto que provocaría alzas en cadena en el resto de los precios y demandas salariales de compensación por esos ajustes. Bein lo considera al mencionar que “es evidentemente inviable políticamente ya que implica aumentos de 190 por ciento en el pasaje de colectivo, 170 por ciento en subtes y 500 por ciento en el de trenes”. Para la energía eléctrica y gas, sin considerar los gastos de capital realizados directamente por el Estado, ni la deuda acumulada con las generadoras, ni los menores precios que perciben los productores locales en relación al precio de importación, “se requerirían aumentos de 160 por ciento en la tarifa eléctrica y 100 por ciento en la tarifa del gas”.
Resulta llamativo que los analistas que más cuestionan el esquema de tarifas subsidiadas son quienes señalan la ausencia de una política antiinflacionaria. Si existe una estrategia oficial exitosa en ese frente conflictivo de domar la inflación se encuentra precisamente en el capítulo de las tarifas de servicios públicos. Bein estimó que el impacto sobre el IPC de un ajuste por la eliminación de subsidios a la energía y al transporte ascendería a 15 puntos porcentuales. Recuerda que el aumento de la carne, con una incidencia de 3,6 puntos porcentuales en la inflación de 2010, concentrada en el primer trimestre del año, espiralizó la evolución del resto de los precios de la economía. Las tensiones registradas por los aumentos durante el año que acaba de terminar se multiplicarían por cinco, con un desenlace político y social fácil de imaginar.
La política de tarifas subsidiadas es una medida antiinflacionaria e implica recursos equivalentes al 3,3 por ciento del PIB. Eugenia Aruguete indica en un documento publicado en Entrelíneas de la Política Económica (Nº 23, diciembre 2009, del Ciepyc), que es “una política que tiene un impacto directo sobre el ingreso real de la población, especialmente de aquellos sectores en los que los bienes y servicios subsidiados tienen un peso relevante en sus canastas de consumo, e indirecto sobre el Producto, en la medida en que mejores ingresos posibilitan un mayor consumo, operando sobre la demanda agregada”.
La relevancia de tarifas subsidiadas sobre la recuperación del poder adquisitivo del salario y como medida antiinflacionario no significa que no se requiera mayor transparencia en la distribución, precisión en la asignación de recursos públicos y examinar el esquema que pueda estar privilegiando a un sector social acomodado o a grupos económicos. Pero esa necesaria revisión, además de revisar las evidentes limitaciones de un modelo híbrido de gestión estatal-privado, exige partir de que el cuadro de tarifas es una decisión política y que los subsidios son una potente herramienta de redistribución de ingresos. En esa tarea no es sencillo eludir el bombardeo reduccionista de realidades complejas. Especialistas vinculados a conglomerados privados que manejan servicios públicos y economistas de la ortodoxia ocultan o desprecian los efectos positivos de tarifas subsidiadas. El antecedente reciente de la crisis padecida por Evo Morales ha sido bastante convincente para alejar consejos de una tecnocracia convencida que provocar convulsión social es un costo menor.
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