Sábado, 30 de julio de 2011 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Raúl Dellatorre
Paradójicamente, los temas que en Argentina no pudieron resolverse por un debate de ideas sino a través de una demasiado extensa lucha política, con enormes costos económicos y sociales, hoy aparecen reflejados en la vidriera del mundo, con Argentina en el rol de cómodo espectador y crítico. La crisis griega y los créditos condicionados a una salvaje política de ajuste, el adelanto de elecciones en España como consecuencia de otra crisis que al gobierno se le ha vuelto indomable, el derrumbe de economías sometidas al predominio de los capitales financieros por sobre los productivos, son escenas que hoy se repiten como en cámara rápida frente a los ojos de los argentinos. Sucesos que ocurren en tierras lejanas, pero que rememoran dolorosas experiencias propias del pasado. Y, como si todo aquello fuera poco, ahora el show de la economía mundial presenta su número más fuerte: el probable default de la economía estadounidense.
Creer o reventar. Algunas frases de la disputa entre demócratas y republicanos en el Congreso estadounidense parecen extraídas, sin adaptación siquiera, de los archivos de diarios de la Argentina del 2001. El título del conflicto en Washington es la ampliación de la autorización de endeudarse para el gobierno federal, pero el eje político del conflicto está en otro lado: cómo será el ajuste de las cuentas públicas que deberá aplicar el gobierno de Barack Obama para que los representantes (diputados) de la oposición le otorguen la mencionada autorización.
“Recorte de gastos”, “reducción de partidas para la seguridad social”, “cumplir con los compromisos de deuda para no perder credibilidad”, son algunas de las frases que las crónicas ponen en boca de congresistas o funcionarios del gobierno en esta disputa, generando una rara sensación de mal recuerdo pero a la vez ajenidad, a los oídos de los argentinos. Quien observa la crisis estadounidense desde la Argentina podría decirse, autocomplaciente, “nosotros ya la vivimos pero pudimos superarla”, o plantearse un objetivo más exigente y analizarla con el fin de sacar conclusiones. Ver si las medidas que allí se discuten hoy, y que aquí se aplicaron con consecuencias nefastas, también las “pudimos superar”, sacando las conclusiones correctas en cuanto a su efecto de daño. O, por el contrario, todavía acechan desde algún lugar y amenazan volver a plantearse en cuanto las condiciones se lo permitan.
Por este segundo camino, lo primero a observar es que la derecha estadounidense, el Partido Republicano (considerado en su conjunto), ya ganó la primera batalla: en el debate político ya se impuso como verdad absoluta que “lo que todos quieren” es que el gobierno federal se ajuste el cinturón, reduzca “gastos excesivos”, busque “equilibrar las cuentas”. Tan impuesto está este criterio que ni Obama ni el Partido Demócrata lo enfrentan. Se hacen cargo de que el déficit presupuestario de 1,5 billón (millones de millones) de dólares debe ser intervenido quirúrgicamente en lo inmediato. Y llevan la discusión a “de qué forma” y “en qué partidas”. Tan ostensible es el triunfo político en este plano de la derecha que hasta la propuesta “progresista” de los demócratas en el Congreso incluye una reducción de partidas de gastos sociales, “pero no tan abrupta” como la que proponen los republicanos.
Lo que quedó relegado a segundo plano es que Estados Unidos aún no salió de la depresión que le produjo el pico de la crisis financiera y arrastra con una enorme masa de habitantes que vive de subsidios del Estado. Cualquier recorte del gasto social tendrá un efecto recesivo sobre la economía. Cualquiera de los proyectos en danza (republicano, demócrata o uno consensuado) recortará, en mayor o menor medida, el gasto social. Si no hay acuerdo y se declara el default, la primera medida que deberá adoptar el gobierno federal es postergar pagos de beneficios sociales (el miércoles 3 tiene vencimientos de la seguridad social por 23 mil millones de dólares). En todos los escenarios, los gastos sociales pierden. Primera batalla ganada por la derecha.
En la Argentina de 2011, ¿podría afirmarse que el gasto social sería prioritario e intocable para todos, si existiera riesgo de déficit fiscal, aunque más no fuera de forma temporaria? Habrá que admitir que, aunque hoy el tema esté apartado del debate, si se tratase entraría en el terreno de la disputa.
Lo segundo que debe observarse de esta particular crisis estadounidense es que el tema que da título a la disputa, el monto autorizado de endeudamiento, en realidad no le importa a nadie y es una simple excusa para debatir otra cuestión, que es el uso de los recursos del presupuesto. La elevación del tope de deuda por el Congreso ha sido un trámite durante décadas, sin que por lo general se planteara que era eso “o el default”. En 78 ocasiones se subió el tope de deuda desde 1960 a la fecha, 49 veces bajo gobiernos republicanos. Para los republicanos, 14,3 billones de dólares de deuda no es hoy mucho ni poco, sino la excusa perfecta para dejar a Obama sin autorización presupuestaria para seguir aplicando su política. Y plantar una discusión acerca de en qué medida debe hacerse el recorte presupuestario.
Pero como no se discute el porqué del monto de la deuda, tampoco se debate en Estados Unidos acerca de las razones que llevaron a este nivel de endeudamiento. Obama asumió en enero de 2009 con una deuda pública de 10,6 billones de dólares, que ya venía creciendo en forma aritmética en los últimos dos años de la administración Bush. En 30 meses la llevó a 14,3 billones, es decir con un crecimiento del 35 por ciento. ¿Por qué? Tanto el actual presidente como su antecesor utilizaron ingentes recursos públicos para salvar a corporaciones industriales y financieras, seriamente comprometidas por el desbarranque de la economía dominada por la lógica financiera. Habían sido los líderes de la economía especulativa, fueron los beneficiarios del rescate pero no serán ahora los que paguen los costos, que recaerán sobre las espaldas de los beneficiarios de planes sociales.
De la crisis a la que llevó el modelo neoliberal en la Argentina de los ’80 y los ’90, ¿se planteó un debate sobre quiénes fueron los beneficiarios y quiénes pagaron los costos cuando estalló? El corralito a los depósitos y la megadevaluación de 2001 y 2002 no fueron, precisamente, medidas neutras ni equitativas al repartir los costos.
Naomi Klein, una reconocida ensayista norteamericana, concluye en su trabajo La doctrina del shock que las elites financieras aprovechan los estados de conmoción por la crisis para suprimir conquistas sociales. Y hacerles pagar a las clases ajenas a la cúpula dominante los costos de la crisis. ¿No fue ése el caso para salir de la convertibilidad? Pero también podría plantearse el interrogante, ¿será el actual “peligro de default” en Estados Unidos otro ejercicio de cargar el costo de la crisis sobre las espaldas de las clases sociales medias y bajas?
Si hubiera acuerdo para un recorte presupuestario o saliera votada cualquiera de las propuestas de los dos partidos con representación parlamentaria, como ya fue dicho, en todos los casos habría reducciones en las transferencias a las clases más vulnerables en los rubros de salud (tanto en prevención como en atención sanitaria), seguridad social y educación. La diferencia es que la poda demócrata es un poco menos directa y reparte con gastos militares y eliminación de exenciones impositivas a corporaciones y grandes fortunas. Pero como estas últimas propuestas no pasarán, la orientación general del ajuste va en el mismo sentido que el de la oposición. El gobierno obtendría el permiso para ampliar en 1,2 billón de dólares su endeudamiento y continuaría aplicando el presupuesto, pero en su versión recortada.
Si no obtuviera dicho permiso, entonces la administración federal debería empezar a ajustarse a pagar, día por día, con los fondos disponibles. Los cheques de la seguridad social, las transferencias al sistema de salud o los subsidios a los más pobres se darían en la medida del dinero “que entre”. La población dependiente de la prestación pública, en general, vería precarizado aún más su nivel de vida. La segura baja de la calificación de los bonos de la deuda estadounidense provocaría una suba en las tasas de interés, lo que afectaría a los consumidores usuarios de tarjetas de crédito (en Estados Unidos, la gran mayoría) y a los créditos en general para compras de bienes durables (autos, casas, electrodomésticos). La clase media vería resentida su demanda. Frente a este panorama, muchas decisiones de inversión serían revisadas, por prudencia, ante un mercado que ya será menos demandante de lo anteriormente imaginado. El mercado laboral pagará las consecuencias.
El actual estado de cosas en Estados Unidos y la postura de los grupos dominantes en el Congreso sugieren que otra vez el postulado de Naomi Klein se verifica en la práctica. Para la Argentina, quizá valga la pena sacar una conclusión más valiosa: las crisis pasadas pueden ser una experiencia útil para no repetirla, siempre que se saquen de ella las conclusiones correctas. Si se perdió la oportunidad tras el 2001, ahora Estados Unidos y Europa nos dan la posibilidad de volver a pensarlo con el beneficio de la distancia. Sería imperdonable dejarse acorralar por viejas muletillas y verdades absolutas a las que son tan afectos ciertos políticos y economistas, con tanta experiencia a la vista.
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