Lunes, 25 de febrero de 2013 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: LA POLíTICA DE TRANSPORTE PúBLICO EN LA POSCONVERTIBILIDAD
Los especialistas identifican los principales problemas y proponen alternativas para mejorar el servicio metropolitano, en un contexto que, a diferencia de los ’90, se caracterizó por el fuerte crecimiento económico.
Producción: Tomás Lukin
Por Alberto Müller *
Al contrario de otras áreas metropolitanas, el tema del transporte en Buenos Aires ocupó durante décadas un lugar subalterno en el escenario político y mediático. Hasta los ’90, se trataba de un sector que virtualmente “caminaba solo”; no había problemas acuciantes, por el lento crecimiento demográfico y económico de la región y por su ágil red vial. La pasividad estatal era la norma.
En los ’90, las reformas neoliberales repercuten sobre todo sobre los modos guiados. La novedad más relevante es una moderada expansión de la red de subtes; el ferrocarril opera sobre pautas similares a las de los años ‘70. Hay una inesperada inflexión en el caso del colectivo: luego de décadas de tráficos estables, un persistente incremento tarifario en plena convertibilidad monetaria produce, con la concurrencia del desempleo, una caída del 35 por ciento en sus tráficos. Pero todo esto ocurre entre bambalinas; aun la casi triplicación de la tarifa del colectivo pasa desapercibida.
La crisis de 2001-2 representa un cambio sustancial, en términos del involucramiento estatal, por la aparición del subsidio, algo que en el caso del colectivo no se veía desde la década de 1950. Una fuerte recuperación salarial, la holgura empresaria y la decisión de congelar tarifas llevan a que el subsidio represente hoy día cerca del 70 por ciento del ingreso del autotransporte (y más aún en el caso del ferrocarril y subte). Sin embargo, esto no se vio acompañado por algún despertar en el activismo estatal: el Estado subsidió pero poco intervino en el diseño del servicio. El transporte siguió mayormente ausente del escenario político, más allá de las promesas de extender raudamente la red de subtes.
Imprevistamente, llegó un cambio. Hoy día, el transporte es objeto de discusión pública, por parte de actores políticos que cinco años atrás poco se acordaban del tema. No podemos sino celebrar que el transporte metropolitano ocupe finalmente el lugar que le compete en la agenda pública. Pero debemos señalar que esta rentrée, por un lado, es el fruto de una pelea política que por cierto poco tiene que ver con cuestiones del sector; y por el otro lado, responde a una seguidilla de accidentes, donde sobresale la catástrofe ferroviaria de Once.
Se sucedieron acontecimientos al atropellado ritmo que suele verse cuando un tema “se politiza”: traspasos jurisdiccionales de subtes y colectivos que incrementan la fragmentación institucional; compras apresuradas de parque rodante; creación de la Agencia Metropolitana de Transporte como iniciativa unilateral; discusiones ambientalistas en torno de obras con no poco de oportunismo; discusión sin fundamento técnico acerca de la traza de una línea de subte; declaración de desinterés de la Nación acerca del subte por ser un tema meramente local, para luego descubrir que una parte no menor de sus usuarios reside en el conurbano.
Más allá de las razones que llevaron a esta nueva centralidad del transporte metropolitano en la discusión pública, es menester aprovechar la oportunidad para que esta cuestión sea debatida en sus justos términos. Las soluciones que debemos encarar distan de ser triviales; y las decisiones erradas en el pasado deberían ser una advertencia. La prolongación de las líneas B y E, la línea H y el Premetro atienden demandas que no justifican las inversiones realizadas, por ejemplo; estas obras no fueron precedidas por estudios de tráfico. Buena parte de los beneficios del metrobús de J. B. Justo podrían haberse logrado con la simple prohibición de estacionar y el distanciamiento de las paradas, sin inversión.
El propio debate en torno del metrobús en la Avenida 9 de Julio muestra mucha preocupación por especies arbóreas, pero no se detiene sobre otros aspectos que creemos bastante más importantes: se reduce en un 30 por ciento la capacidad de la Avenida 9 de Julio para el flujo vehicular, lo que promete más congestionamiento aún; y el desvío de la totalidad de los colectivos que hoy circulan por Maipú-Chacabuco/Esmeralda-Piedras hará que 50 manzanas en el microcentro carezcan de transporte público en su interior.
La región enfrenta un panorama de complejidad creciente, por la voraz expansión en el uso del automóvil. Hoy día entran a la Ciudad de Buenos Aires 3 veces más autos que 30 años atrás, mientras que el transporte público ha visto caer su demanda. La circulación en la Avenida General Paz diurna es un buen anticipo de lo que se puede venir: un colapso generalizado.
Se demandan soluciones nuevas, abandonando la tradicional pasividad estatal. De lo que podemos estar seguros es de que iniciativas tales como el exitoso Transmilenio de Bogotá, por ejemplo, no tienen cabida en este contexto político-institucional, por más que el transporte metropolitano sea hoy un protagonista del debate público.
* Cespa-FCE-UBA.
Por Santiago Urbiztondo *
Cuesta imaginar defensores acérrimos de la política ferroviaria post-2002. Quienes se animan a hacerlo típicamente señalan las falencias más graves de las gestiones previas o responsabilizan a gobiernos anteriores (y al neoliberalismo) por la situación actual. Si bien la tragedia de Once restó espacio a este discurso, hasta ahora no ha llegado a provocar una autocrítica profunda por los propios y groseros errores cometidos.
No caben dudas de que la historia argentina de las últimas décadas ha mostrado serios y reiterados déficits de gestión en materia ferroviaria, tanto en la era estatal como en las concesiones de mediados de los ’90, conduciendo finalmente a la calamitosa situación actual. Hay espacio para un debate extenso sobre virtudes y defectos de distintas políticas aplicadas, pero ello escapa al alcance de esta nota.
Lo que sí debo señalar es que, a mi juicio, no hay solución razonable a la vista si no se comprende que la política regulatoria post-2002 no hizo sino agravar seriamente una situación inicialmente insatisfactoria, eliminando los méritos parciales de un proceso de privatización imperfecto e instalando nuevos y mayores problemas. Los indicadores oficiales que se obtienen de la propia página web de la CNRT lo confirman: los tenues avances verificados entre 1996 y 2001 (en materia de cobertura, comodidad, velocidad, confiabilidad, etc.), adicionales a los obtenidos en los primeros dos años de la privatización, se revirtieron fuertemente a partir de 2002.
¿Cuál es el problema central de la política regulatoria post-2002? Sin dudas, el virtual congelamiento tarifario y el consecuente crecimiento de los subsidios (más de 4 mil millones de pesos en 2011) han excedido cualquier balance lógico para lograr una estructura tarifaria que contemple el carácter distintivo del servicio (alta incidencia de costos fijos, características distributivas, externalidades positivas, etc.) tendiente a justificar que parte de su costo sea pagado vía impuestos (con tarifas subsidiadas). En efecto, el subsidio pasó de representar el 10 por ciento de los ingresos de los concesionarios a fines de los ’90 a superar el 80 por ciento de los mismos en los últimos 3 años, y por ello prácticamente dejó de valer la pena fiscalizar el cobro del boleto (lo cual explica la fortísima caída de pasajeros pagos registrada en las estadísticas oficiales –el 41 por ciento entre 1999 y 2012, y 37 por ciento desde el último pico de 2008–).
Pero el problema regulatorio más grave ha sido la forma en que se definen esos subsidios. En 2002 el gobierno de Duhalde acordó subsidios compensatorios por el congelamiento tarifario dispuesto en la Ley de Emergencia, y desde 2003 éstos pasaron a definirse según fueran los costos de cada operador. Aumentos de costos (por cualquier motivo –mayor empleo, salarios, pagos de otros insumos, servicios, etc.–) conducen a un aumento de tarifas o de subsidios si lo aprueba el regulador. Así, como es bien sabido a partir de la experiencia regulatoria doméstica e internacional, los incentivos a minimizar costos desaparecen, máxime si ni siquiera los usuarios llegan a protestar por el mayor costo del servicio, dado que no perciben los mayores aportes indirectos que realizan vía impuestos a tal fin, situación que a su vez facilita la “captura regulatoria”. Y los incentivos –no sólo las obligaciones contractuales– son muy importantes: no hay forma más ineficiente, o incluso hipócrita, de regular el cumplimiento de alguna obligación que induciendo al obligado a hacer exactamente lo contrario.
Así, otra faceta saliente de este cambio regulatorio iniciado en 2003 fue el fuerte encarecimiento del servicio. En efecto, entre 2001 y 2011 los ingresos de los concesionarios por la venta de boletos cayeron a la tercera parte en términos reales (descontando la inflación mayorista que mide el Indec) pero sus ingresos totales (agregando subsidios) se duplicaron. Vale decir, el costo total del servicio pagado por usuarios y contribuyentes impositivos se duplicó en moneda constante.
En síntesis, en medio de una renegociación contractual trunca, los concesionarios tienen incentivos para maximizar sus ingresos pero, sin reglas que aseguren cierta estabilidad en la evolución de las tarifas y los subsidios en el tiempo, no están dispuestos a aplicar esos recursos a inversiones de lenta recuperación. La discrecionalidad del regulador para remunerar costos año tras año puede beneficiar a éste de distintas formas, pero lleva al fuerte encarecimiento de un servicio cada vez peor. Ello es conceptualmente obvio y lo confirman los datos. Sin corregir esto, cualquier intento difícilmente prospere de manera tangible y sostenible en el tiempo.
* Economista jefe de FIEL - Profesor de Economía y Regulación de los Servicios Públicos, FCE-UNLP.
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