ECONOMíA › TEMOR EN LA INDUSTRIA POR LA ESTRATEGIA COMERCIAL DEL PAIS
Cancún tronó, pero la alarma sigue
Tras el sonoro fracaso de la reciente reunión de la Organización Mundial de Comercio, la Argentina y el Mercosur deberán afrontar, sin un marco multilateral, una pulseada no menos brava con Washington y Bruselas.
Por Julio Nudler
Aunque para algunos observadores argentinos el fracaso de Cancún tuvo sabor a éxito, porque “esta vez al menos no se perdió nada” (como no hubo acuerdo alguno, tampoco se efectuaron concesiones), otros temen que ahora los peligros que acechan en la Organización Mundial de Comercio se trasladen, redoblados, a las negociaciones del Mercosur para la constitución del ALCA (iniciativa estadounidense) y con la Unión Europea para la formación de un área de libre comercio entre los dos bloques. Tanto en uno como en otro caso, el resultado conduciría a una licuación relativa del Mercosur, sin certeza de que la Argentina gane con ello más de lo que pierda. Un documento de la UIA, por ejemplo, expresa el temor de que “el sector industrial sea la pieza a intercambiar”. Desde estas posiciones se advierte que, incluso ganando en volumen de intercambio y en crecimiento económico gracias a acuerdos tan vastos, la Argentina pueda en realidad perder. En este sentido, los años ‘90 instruyeron cómo comerciar más y expandir el tamaño de la economía no es por sí mismo algo bueno.
No todos valoran como un logro político de la Argentina haber sido uno de los protagonistas –es cierto que desde una butaca de segunda fila– del G-21 o G-22 (la denominación cambia según se incluya o no a la vacilante Turquía), pelotón de países sub o semidesarrollados que lideran China, India y Brasil. Hay cierta aprensión causada por tanto énfasis en la cuestión agrícola, como si la Cancillería –el curioso tándem integrado por los apuestos Rafael Bielsa y Martín Redrado– hubiese hecho demasiado suyos los intereses del lobby rural y de las llamadas MOA (manufacturas de origen agropecuario). “Lo que esos sectores buscan son más cuotas Hilton, que habrá que pagar con mayor apertura industrial”, supone una fuente.
En la brutal franqueza con que muchos actores del enfrentamiento comercial se expresaron en las últimas semanas, más de un europeo negó que el agro argentino, junto al australiano, pueda levantar las mismas banderas que el africano: mientras éste es de subsistencia, aquel –al igual que el estadounidense– se basa cada vez más en grandes explotaciones, que ya superan las 200 hectáreas promedio, mientras expulsa productores que terminan quedando a cargo de los programas sociales. Difícil hallar un plano de acuerdo con una Unión Europea que protege a 7 millones de agricultores y que con la inminente ampliación incorporará a 9 millones más.
La debilidad negociadora esencial de los países rezagados, respecto de los alimentos, es que los avanzados pueden en general prescindir de importarlos porque están en condiciones de abastecerse internamente de ellos. Aunque los produzcan a mayor costo, son suficientemente ricos como para afrontar la factura. Japón, por caso, ampara su producción de arrozcon aranceles de hasta 700 por ciento, que suben hasta 1000 por ciento en el caso de la fruta. Todo depende de la decisión política de asignar los recursos necesarios. Pero muchos de los productos industriales, los bienes de capital y la tecnología que producen y exportan los países centrales no tienen sustitutos locales en los países retrasados. No importarlos, o encarecer con barreras su importación, puede implicar para ellos renunciar al desarrollo o retardarlo.
Sin embargo, la enorme expansión del comercio en las décadas recientes no generó por sí sola el crecimiento esperado, con lo que el impulso a la liberalización y la apertura multilateral perdió su sustento ideológico. Ante esto, se abren dos caminos. Uno consiste en enderezar la cancha del intercambio internacional, para que los mayores mercados de consumo se abran a la producción –primaria, o de poca elaboración y contenido tecnológico– proveniente de la periferia, que incorpora salarios muy inferiores. Este es el camino que por ahora, por realismo político, descartan los expertos. No están dadas las condiciones para que Washington, Bruselas ni Tokio renuncien a su estrategia de protección.
Lo que se vislumbra como probable es un abandono, al menos temporario, del multilateralismo, con avance hacia fórmulas bilaterales –típicamente estadounidenses– o de ampliación regional. Este contexto favorece relativamente a los países que, por su certificada pobreza, cuentan con preferencias comerciales dadas por los ricos, en general acotadas por cupos. La multilateralización, que hubiese implicado una reducción generalizada de aranceles, ya no amenaza esas cicateras ventajas. También pueden festejar relativamente los países emergentes que aceptaron la vía de los acuerdos bilaterales, como hizo Chile.
La Argentina, que estando así las cosas no queda bien parada, tiene al menos la suerte de haber entregado tanto en los ‘90, en relación con la agenda de Singapur, que hoy le queda menos para perder que a Brasil. En la conferencia de la OMC que tuvo lugar en ese país en 1997, los países rectores del capitalismo establecieron un temario que incluía exigencias en materia de compras gubernamentales (facilitar la participación de empresas foráneas; o sea, nada de compre nacional), brindar seguridad jurídica a las inversiones extranjeras, etc. La Argentina aprobó casi todas esas asignaturas, aunque ahora muestre intenciones de girar hacia reglas menos neoliberales. De hecho, en Cancún los países subdesarrollados rechazaron la exigencia de incluir el índice de Singapur junto a la discusión de la liberalización agrícola.
En realidad, el planteo de Estados Unidos y la Unión Europea no podía tomarse como serio porque se sabe que no están dispuestos a ceder verdaderamente. Basta para ello analizar el Farm Bill de George W. Bush y la reforma de la PAC (Política Agraria Común), que extiende hasta 2013 el presupuesto agrícola de la UE. O, como alternativa, atender a lo que dicen y escriben Robert Zoellick, representante comercial norteamericano, y Pascal Lamy, comisario europeo de Comercio. Por el otro lado, para un país débil, incluir una determinada cuestión en la agenda –por ejemplo alguna vinculada a los trips, como las patentes–, aunque no se convenga nada específico, es por sí mismo un acto comprometedor e irreversible por la inercia de estos mecanismos. En este sentido, hay analistas preocupados por las ofertas que ya realizó el país respecto de diversos sectores y a gigantes como los del Norte.
Así es que, con suma prudencia, la OMC –como recuerda en un reciente informe el equipo de economistas del Bapro– no ha incluido como un “tema” en las negociaciones comerciales la vinculación entre el endeudamiento de un país y sus exportaciones, aunque esa relación mida la solvencia del deudor para hacer frente a sus obligaciones. Es, como se sabe, un “aporte” argentino, con más valor testimonial que práctico. Se ignora, en todo caso, qué le resultará más fácil a la Argentina: si abrir los mercadoscomerciales para sus productos o los financieros para sus angustiosos pedidos de crédito.