ECONOMíA › OPINION
Las razones y los azares
Por Mario Wainfeld
Traje azul, corbata azul al tono (uniforme replicado por los integrantes de su equipo que presentaron la propuesta) Roberto Lavagna desgranó la oferta del canje de deuda privada. El ministro de Economía se ciñó a un texto escrito, dio poca rienda a su ánimo sarcástico y discutidor, aunque no se privó de repartir algunos mandobles contra los que compartieron los desvaríos argentinos de los ’90. Su designio esencial no era polemizar sino dar cuenta con pompa y circunstancia del inicio de un hecho histórico, la propuesta de mayor quita de deuda externa que se conozca. El final es abierto, el presente magmático, nada de lo cual indica que el gobierno argentino se haya movido sin una estrategia más o menos precisa.
La palabreja “sustentabilidad”, cara al vocabulario de Lavagna, domina el pensamiento del Gobierno todo y no alude apenas a la economía, también a la política. Desde los albores de su gestión el tándem Néstor Kirchner- Lavagna compartió una convicción: el Gobierno necesitaba tiempo para beneficiarse con los frutos del crecimiento económico. Circunstancia que el oficialismo previó con mucha más precisión que sus contrapartes en la negociación y que sus opositores en la política local. La recuperación sostenida, apuntaban la Rosada y Economía, mejoraría al unísono la imagen pública presidencial, la adhesión del PJ (tributaria del consenso que iba recogiendo Kirchner) y la capacidad de pago. Creyeron que el andar del tiempo mejoraría su posición y por meses (básicamente en 2003 y principios de 2004) jugaron al truco con negociadores foráneos, dándoles largas. Después decidieron que había llegado la hora y, paradojas del destino, un traspié con el Banco de Nueva York (¿error forzado por el adversario, error justificable en una negociación compleja, chapucería?) dilató la fecha de cierre.
Otra pata de la estrategia fue pagarles a los organismos internacionales de crédito, en la inteligencia de que no era posible sumarse más enemigos. También se especuló, aunque nadie lo admita, con que el Fondo Monetario Internacional mientras estuviese bien pagado actuaría como mediador entre los privados y el gobierno argentino. Esta hipótesis oficial fue la más desmentida por los hechos o (como poco) la más rápidamente desmentida. El FMI embolsó sus acreencias y rápido se transformó en portavoz de los acreedores.
Por último, los negociadores dividieron “el campo de los acreedores en tres grupos según su potencial de intransigencia”: los fondos buitres, los ahorristas individuales y los inversores institucionales (Héctor Valle y Mercedes Marcó del Pont, “Crisis y reforma económica”. Edit. Claves para todos). Respecto de los fondos buitres, la táctica fue enfrentarlos, no tomarlos especialmente en cuenta partiendo de la base que con ellos se terminaría pleiteando, de un modo u otro.
Con los inversores de piné se urdieron surtidas tácticas que bascularon entre la seducción y la imposición (las AFJP locales) para ir persuadiéndolas de que aceptar lo que hay y mirar para adelante era el mal menor. Ayer sus representantes locales acompañaron la presentación del ministro, en plan de aliados.
Por último, se apostó al cansancio o a la resignación de los bonistas individuales (objetivo para el cual podía ser funcional la dilación de los trámites) una miríada de individuos esparcidos en todo el globo terráqueo. Este colectivo, a fuer de heterogéneo, fue el considerado menos predecible y a la vez el menos dotado para negociar.
Hoy y aquí los negociadores piensan que conseguirán vasta aceptación de los inversores institucionales, locales o foráneos. Que el campo popular de los ahorristas está dividido. Y, en general, siguen creyendo que los fondos buitres rechazarán el envite, aunque hay algunos optimistas que aseguran que hasta ellos entrarán. La estimación acerca de posibles porcentajes de aceptación de la oferta tiene mucho de timba, de cara a un escenario inédito que no habilita precedentes dignos de comparación. Por añadidura, la titularidad de los bonos cambia permanentemente de manos lo que hace difícil determinar con exactitud la composición del universo acreedor. Con todas esas prevenciones, en el Gobierno prima la sensación de que la aceptación será mayoritaria y oscilará entre la mitad y los tres cuartos de los acreedores. Es un diagnóstico a ojímetro que se ha convertido en una suerte de sentido común de profetas de toda laya, oficiales o neoliberales.
El Presidente suele ser quien emite en la intimidad las profecías más cautas, dándose por satisfecho con un 50 por ciento. Justo, justo el guarismo que ayer hizo público Lavagna como cota de la satisfacción oficial en lo que fue la mayor novedad de la velada. Eso significa, entre otras cosas, que el Gobierno acepta como hipótesis futura más o menos virtuosa que una porción importante de los acreedores seguirá impaga, litigando con saña tenaz ante cortes internacionales de postín. Si así ocurre será una circunstancia tan inédita como la magnitud de la quita cuya gravedad (impredecible, por tanto) sólo se terminará de medir con el correr de los años.
El Gobierno ha apelado a una cierta racionalidad, procurando deslindar una tipología de acreedores y tratando de interpelar su sensatez, su avaricia, su fatiga, su temor según los casos y las correlaciones de fuerzas. Pero puestos los acreedores en la instancia de decidir todo sugiere que hay mucho de albur, de indeterminación y de azar en lo que vendrá. Los negociadores han alimentado sus bolas de cristal tanto con textos de teorías de los juegos cuanto con los libros canónicos de la economía. La imitación, sospechan, puede desempeñar un rol importante. El “efecto manada”, la tentación imitativa de los indecisos, engrosa el kit de ilusiones oficiales.
Nada es seguro salvo que el futuro de un par de generaciones de argentinos está en juego. Y que uno de los talladores es un gobierno que supo acumular poder pero que también llegó a la Rosada merced a una conjura de azares.