EL MUNDO › VALENCIA, GOBERNADA POR EL PARTIDO POPULAR, ES LA CIUDAD QUE MáS PADECE LA DEBACLE

El paisaje que deja la crisis en España

Bronca hacia el inmigrante, falta prolongada de empleo, aumento de los sin techo. Son los efectos de la crisis económica que azota la península después de que se desvaneciera la burbuja inmobiliaria.

 Por Oscar Guisoni

Desde Valencia

De todas las grandes ciudades españolas, Valencia es la que más padece los efectos de la crisis económica que azota la península. Con un índice de desempleo superior al 23 por ciento, uno de los más altos del país, la ciudad ha visto cómo se desmoronaba el boom inmobiliario que durante años trajo prosperidad a las orillas del Mediterráneo. Epicentro del urbanismo salvaje que terminó por destruir las costas del sur español, la capital de la Comunidad Valenciana comienza a mostrar un paisaje humano desolador.

Hace apenas unos días que aparecieron los carteles en las paredes: Zapatero y Rajoy = desempleo, delincuencia e inmigración. Mándalos a casa. Firma: España 2000, un grupo fascista que desde hace años monta manifestaciones para provocar a los inmigrantes en el barrio de Ruzafa, la zona en la que se concentra la mayor cantidad de población extranjera de la ciudad. Cada vez más activos, gracias al descontento, la rabia y la frustración que ha traído la crisis, los militantes del grupo alquilan furgonetas con altoparlantes y pasean por las calles de la ciudad: “No hay trabajo y se lo dan a los inmigrantes. No hay servicios sociales y sobra inmigración. Que se vayan. Expulsión ya. Ni legales ni ilegales. Que se vayan”. “Estos –dice con evidente antipatía una vecina del barrio de Mestalla– antes eran un grupúsculo al que se lo miraba casi con curiosidad, pero ahora hay cada vez más gente que dice lo mismo que ellos.”

En la calle Artes Gráficas al número 3 hay una oficina del Instituto Nacional de Empleo, el organismo del Estado que concede los subsidios a los que se han quedado sin trabajo. La furgoneta de España 2000 sabe bien dónde detenerse a desparramar sus consignas. La oficina, que en épocas normales era apenas un edificio más del barrio, moderna, con sillas para que el público espere su turno con comodidad, ahora es un atolladero de gente que va y viene y afuera hay una cola que llega hasta la otra manzana. La mujer que otorga los turnos no puede disimular su cansancio. “Es que así no podemos –dice–. Nos hace falta personal.”

Cuando comenzó la debacle de la ciudad, a mediados de 2008, las colas frente a las oficinas del INEM no tenían el aspecto que ahora tienen. La gente sabía que tenía al menos un par de años de subsidio y creía que ésta era una crisis que, como afirmaba sin cesar el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, se iba a acabar pronto. Pero ahora los desocupados no tienen la misma cara. La mayoría ya perdió el derecho al subsidio completo, unos 930 euros en gran parte de los casos, y sólo les queda solicitar los 426 euros extras que aprobó el gobierno por seis meses para las personas que se han quedado sin cobertura. “Nada –dice Miguel–. ¿Me va a explicar usted qué hago yo con 426 euros? 100 euros me vino sólo de luz en el invierno... Y mi mujer está igual que yo.”

En el paisaje urbano la crisis dibuja otras novedades. En las puertas de los supermercados comienzan a aparecer diariamente personas que piden limosna. “Antes te encontrabas de vez en cuando una viejecilla gitana en la puerta de una iglesia” dice Consuelo, que acaba de dejarle un paquete de pasta a un inmigrante sahariano que se para cada tarde frente a la puerta del súper donde ella hace la compra. “Sabe Dios que irá pasar...” reflexiona y agradece que ella tiene trabajo y su marido también. “Nosotros somos funcionarios, lo peor que nos puede pasar es que nos congelen el sueldo, pero despedirnos no.”

Por las noches otros espacios urbanos reflejan la crisis. Son los cajeros de los bancos donde se refugian los sin techo durante el invierno. Los servicios sociales de la ciudad tenían identificados un puñado de vagabundos antes del comienzo de la crisis, pero ahora se encuentran desbordados. Tanto en Cáritas como en Cruz Roja reconocen que ha aumentado el número de personas que se acercan a pedir comida y que cuentan cómo han perdido su hogar. La mayoría son inmigrantes africanos, los que llegaron a trabajar en la industria de la construcción o en la cosecha de la fruta, una de las áreas donde han vuelto los españoles que antes rechazaban este tipo de trabajo. “Y los patrones los prefieren a ellos” dice Ibrahim, un nigeriano sin papeles que lleva cinco años viviendo en España y que sobrevive a duras penas con changas que hace un día sí, otro no. Junto con un grupo de compatriotas Ibrahim se ha instalado a vivir bajo uno de los puentes del cauce seco del río Turia, que atraviesa el centro de la ciudad y lleva meses ahí.

La desesperación que produce el desempleo se observa en lugares menos tangibles, como las páginas web que publican anuncios de trabajo. “Basta fijarse en Infojob –cuenta Beatriz, una inmigrante argentina que “por suerte” está legal porque tiene la ciudadanía italiana y que ahora también está desempleada–. Antes en un anuncio donde se pedía un comercial, algo que a muy poca gente le gusta hacer, se inscribían 70, 80 personas. Ahora suelen ser más de 1000.” Cuando se anuncian plazas vacantes para cargos más deseados, como es el caso de los funcionarios del Estado, la avalancha humana es difícil de describir. “La última vez –dice Lola, que también aguarda en la puerta del INEM para realizar su trámite– para una sola plaza en Correos había 25 mil personas inscriptas. Es más difícil conseguir ese tipo de trabajo que te toque la lotería.”

Pero si alguien resume a la ciudad es María Dolores, que pasa arrastrando su bastón frente a la cola de los “parados”, como se conoce popularmente a los desempleados. “Así como me ve –dice–, tengo ochenta años. Y usted me pregunta sobre la crisis... A mi edad, ¿qué quiere que le diga? Yo no veía algo así desde la Guerra Civil.” Y cuando parece que va a seguir su camino a paso cansino se da vuelta y agrega con desenfado: “Usted pensará que soy una vieja exagerada, pero pregúnteselo a mi hija si no me cree. Tiene tres hijos grandes ya. El mayor tiene 38. Y vivían todos fuera de casa, pero ahora han vuelto. No tienen trabajo, no tienen ni para comer, hasta yo los he tenido que ayudar.” “Ya lo ves –me dice Lola, que ha seguido la conversación con atención–, las crisis. decía mi madre, son como el tiempo. Para saber qué tan grave son hay que preguntarles a los abuelos.”

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La mayoría de los desocupados perdió el derecho al subsidio completo.
Imagen: AFP
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