Lunes, 7 de marzo de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Atilio A. Boron *
La inesperada rebelión en el mundo árabe tomó a todos por sorpresa. Las satrapías del Magreb y Medio Oriente quedaron tan pasmadas como sus amos imperiales por la eclosión que se originó en un incidente relativamente marginal, más allá de lo terrible y doloroso que fue en el plano individual: la autoinmolación de Muhammad Al Bouazizi, un graduado universitario tunecino de 26 años que no encontraba trabajo y que se entregó a las llamas porque la policía le impedía vender frutas y verduras en la calle. El terrible sacrificio de su protesta fue la chispa que incendió la reseca pradera de una región conocida por la opulencia de sus oligarquías gobernantes y la secular miseria de las masas. O, para decirlo con las palabras siempre bellas de Eduardo Galeano, lo que encendió “la hermosa llamarada de libertad” que prendió fuego al mundo árabe y que tiene al imperialismo sobre ascuas.
No es casual, entonces, que los acontecimientos del mundo árabe hayan sumido en la confusión a buena parte de la izquierda latinoamericana. Daniel Ortega apoyó sin calificaciones a Khadafi; el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, a su vez, se declaró amigo del gobernante, aunque por cierto que aclarando que tal cosa no significa –en sus propias palabras– “que estoy a favor o aplaudo cualquier decisión que tome un amigo mío en cualquier parte del mundo”. Además, prosiguió, “apoyamos al gobierno de Libia, a la independencia de Libia”. Con sus declaraciones Chávez tomaba nota de la precoz advertencia formulada por Fidel no bien estalló la crisis libia: ésta podría ser utilizada para legitimar una “intervención humanitaria” de Estados Unidos y sus aliados europeos, bajo el paraguas de la OTAN, para apoderarse del petróleo y el gas libios.
Pero de ninguna manera esta sabia advertencia del líder de la Revolución Cubana podría traducirse en un endoso sin reservas al régimen de Khadafi. No lo hizo Chávez, pero sí lo hizo Ortega. Como era de esperar, la descarada manipulación mediática con la que el imperialismo ataca a los gobiernos de izquierda de nuestra región torció el sentido de las palabras de Chávez y de Fidel haciéndolos aparecer como cómplices de un gobierno que estaba descargando metralla sobre su propio pueblo.
En una esclarecedora nota publicada pocos días atrás en Rebelión, Santiago Alba Rico y Alma Allende argumentaron que un erróneo posicionamiento de la izquierda latinoamericana –y muy especialmente de los gobiernos de Venezuela y Cuba– “puede producir al menos tres efectos terribles: romper los lazos con los movimientos populares árabes, dar legitimidad a las acusaciones contra Venezuela y Cuba y ‘represtigiar’ el muy dañado discurso democrático imperialista”. “De ahí la gravedad de la situación actual, que exige transitar un estrechísimo sendero flanqueado por dos tremendos abismos: uno, el de hacerles el juego al imperialismo norteamericano y sus socios europeos y facilitar sus indisimulados planes de arrebatarles a los libios su petróleo; el otro, salir a respaldar un régimen que habiendo sido anticolonialista y de izquierda en sus orígenes, en las dos últimas décadas se subordinó sin escrúpulos al capital imperialista y abrazó y puso en práctica, sin reparos, las fatídicas políticas del Consenso de Washington y los preceptos de la “lucha contra el terrorismo” instituida por George W. Bush.
El Khadafi de hoy nada tiene que ver con el de los años setenta: su “tercera vía” degeneró en un “capitalismo popular” y las nacionalizaciones comenzaron a ser revertidas mediante un corrupto festival de privatizaciones y aperturas al capital extranjero que afectó a la industria petrolera y a las más importantes ramas de la economía. Hoy Khadafi no es Nasser sino Mubarak: abastecedor seguro de petróleo a Occidente, buen cliente de las transnacionales europeas y norteamericanas y fuerte inversor en las economías metropolitanas.
¿Qué debe hacer la izquierda latinoamericana? Primero, manifestar su absoluto repudio a la salvaje represión que Khadafi está perpetrando contra su propio pueblo. Solidarizarse con quien incurre en semejante crimen dañaría irreparablemente la integridad moral y la credibilidad de la izquierda. El reconocimiento de la justicia y la legitimidad de las protestas populares, tal como se hizo en los casos de Túnez y Egipto, tiene un único posible corolario: el alineamiento de nuestros pueblos con el proceso revolucionario en curso en el mundo árabe. La forma en que esto se manifieste no podrá ser igual en el caso de las fuerzas políticas y movimientos sociales y, por otra parte, los gobiernos de izquierda de la región, que necesariamente tienen que contemplar otros aspectos y compromisos. Pero la consideración de las siempre complejas y a menudo traicioneras “razones de estado” y las contradicciones propias de la “real politik” no pueden llevar a los segundos tan lejos como para respaldar a un dictador acosado por la movilización y la lucha de su propio pueblo, reprimido y ultrajado mientras el entorno familiar de Khadafi y el estrecho círculo de sus incondicionales se enriquecen hasta límites inimaginables. ¿Cómo explicar a las masas árabes, que por décadas buscaron las claves de su emancipación en las luchas de nuestros pueblos y que reconocen en el Che, Fidel y Chávez la personificación de sus ideales libertarios y democráticos, la indecisión de los gobiernos más avanzados de América latina mientras que toda la canalla imperialista, desde Obama para abajo, se alinea –aunque sea hipócritamente– a su lado?
Segundo, será preciso denunciar y repudiar los planes del imperialismo norteamericano y sus sirvientes europeos. Y organizar la solidaridad con los nuevos gobiernos que surjan de la insurgencia árabe. Los propios rebeldes libios emitieron declaraciones clarísimas al respecto: si hay invasión de los Estados Unidos, con o sin la (poco probable) cobertura de la OTAN, los insurrectos volverán sus fusiles contra los invasores y luego ajustarán cuentas con Khadafi, responsable principal de la sumisión de Libia a los dictados de las potencias imperialistas. Lo que hoy se está jugando en el norte de Africa y en Medio Oriente no es un problema local, sino una batalla decisiva en la larga guerra contra la dominación imperialista a escala mundial.
El triunfo de la insurrección popular en Libia tendrá como correlato el fortalecimiento de las rebeliones en curso en Yemen, Marruecos, Jordania, Argelia, Barheim y la que hace tiempo se viene incubando en Arabia Saudita modificaría radicalmente la geopolítica internacional a favor de los pueblos y naciones oprimidas. Por eso, nuestra región no puede ni tiene el derecho a equivocarse ante un proceso cuyas proyecciones pueden ser aún mayores, y de otro signo, que las que en su momento tuvo el derrumbe de la Unión Soviética y cuyo desenlace revolucionario fortalecerá los procesos emancipatorios en nuestra región.
Abandonar a los pueblos árabes en esta batalla decisiva sería un error imperdonable, tanto desde el punto de vista ético como desde el más específicamente político. Sería traicionar el internacionalismo del Che y de Fidel y archivar, tal vez definitivamente, los ideales bolivarianos. No hay que perder esta oportunidad.
* Director del PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.
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