Miércoles, 13 de julio de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno *
Seis meses, cuatro escándalos de buen tamaño, dos ministros expurgados, otros dos trasladados dentro del gobierno para evitar que al menos uno de ellos volviese a casa, dos más al borde de la guillotina, otros dos ya con un pie en el catafalco, y una tensa, muy tensa situación junto a la base aliada en el Congreso. Ese es el balance inicial del primer semestre de Dilma Rousseff (foto) como presidenta de Brasil.
Hasta ahora, ella no pudo ejercer en plenitud aquella que se esperaba como su principal característica, la de una gestora dinámica y eficaz. Su conocido menosprecio por las triquiñuelas de las jugadas políticas de bajo nivel –el tradicional “te doy eso para que me dejes gobernar”– empieza a provocar cierta irritación en algunos de sus aliados. Ya hubo un brote de rebelión en la Cámara de Diputados, aumentan las voces de malestar por la demora en nombrar a paniaguados para puestos de segundo y tercer escalón, y algunos partidos aliados, no por casualidad aquellos que aparecen en tres de cada tres escándalos de corrupción, amenazan claramente con impedir que la presidenta nombre a los ministros de su elección. El líder de uno de ellos recordó, cándidamente, que Lula da Silva aguantaba las denuncias hasta no poder más, y que siempre despedía a sus auxiliares involucrados en escándalos con un gesto de cariño. Dilma, no: tan pronto surge una denuncia con indicios concretos, fulmina al auxiliar. “No es así que se juega ese juego”, dice ese líder aliado, mientras promete endurecer el discurso.
Ahora mismo, Dilma Rousseff pasó el fin de semana buscando a un nuevo ministro de Transportes, luego de que el anterior, Alfredo Nascimento, fuera “despejado” del puesto a causa de su poco respeto por la ética. Uno de los auxiliares de Nascimento, Luis Antonio Pagot, no tuvo ninguna duda en advertir que, en caso de que sigan presionado, abrirá la boca para cantar cada nombre involucrado en negociados. Y alardeó de que entre los nombres hay pesos pesados de la cúpula del gobierno. Al final, el lunes, Dilma logró nombrar al que había elegido, pese a la desgana del partido al que pertenece el contemplado. Porque ésa es otra característica del cuadro brasileño: aquí, es el partido aliado quien dice a la presidenta cuál será el ministro. Y Dilma insiste en implantar algo raro: decidir por cuenta propia con quién gobernará.
En medio de toda esa crisis, de todo ese malestar, y más allá del juego pesado de los aliados, lo que más pesa es la parte burda de la herencia dejada por Lula da Silva.
En la construcción de su gobierno, Dilma Rousseff poco pudo elegir a partir de su determinación personal. No por nada dos de los fulminados –Antonio Palocci y Alfredo Nascimento– fueron indicaciones personales, casi imposiciones, de Lula. Quedan otros legados problemáticos. El bizarro ministro de Defensa, Nelson Jobim, quien hace poco dijo que en tiempos de Cardoso (de quien fue ministro) no estaba obligado, como ahora, a convivir con idiotas, también fue imposición de Lula (de quien también fue ministro). El octogenario ministro de Turismo, Pedro Novais, pescado in fraganti al pedir reintegro de gastos por una fiesta realizada en un burdel, fue imposición de José Sarney, presidente del Senado y aliado incondicional de Lula. Es decir, hasta ahora Dilma no hizo más que verse envuelta en escándalos de diferentes calibres, todos ellos protagonizados por gente que no eligió.
Asesores cercanos e interlocutores de confianza de la presidenta resaltan que lo que existe de verdad es una mandataria que no logra encontrar el formato definitivo de su administración. Dilma Rousseff no pudo escapar de las trampas de una coalición armada al precio de distribuir cargos, puestos, ventajas, para no mencionar las intrigas palaciegas impulsadas por los insatisfechos de ocasión. Al mismo tiempo, trata de imponer un control más estricto sobre sus ministros, precisamente porque sabe que rigor ético es artículo que anda en falta en el mercado de las negociaciones políticas de Brasilia. Con Dilma, y al contrario de lo que ocurría con Lula, cada denuncia provoca una reacción casi inmediata. Es algo que los aliados jamás habrían esperado, de ahí el malestar que campea en el gobierno.
* Escritor y periodista.
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