SOCIEDAD › OPINIóN

El mercado no mata a balazos

 Por Fernando D´addario

Fueron necesarios 25 balazos para sustraer a Facundo Cabral del silencio mediático que lo envolvió en las últimas dos décadas. La despedida de sus restos, transmitida ayer prácticamente en cadena nacional, consolidó la idea de que ya no alcanza con los pergaminos artísticos para asegurarse minutos de televisión. Para algunos, ni siquiera alcanza con la muerte. Es necesario un asesinato espectacular, ambientado en paisajes exóticos, rodeado de especulaciones sobre mafias centroamericanas y ajustes de cuentas del submundo criminal.

Si de visibilidad mediática se trata, Facundo Cabral ya estaba muerto desde hacía rato. Su arenga juglaresca y su retórica heterodoxa habían quedado obsoletas para el estándar 2.0 que rige las comunicaciones actuales. El trovador autodidacta hablaba demasiado, se iba por las ramas pero no era hipertextual, no tenía glamour, no daba ni para Showmatch ni para YouTube. Era pura historia. Necesitaba una muerte violenta, de película de Oliver Stone, para que esa historia fuera contada otra vez.

Y ayer, entonces, Facundo Cabral volvió a ser el gran cantautor que a principios de los ‘80 cautivó a miles de argentinos con su oferta sincrética de misticismo y melancolía barrial. Llegó a ser inclusive –hasta dentro de unas pocas horas, cuando el caso policial languidezca y el olvido, entonces sí, sea irreversible– uno de los grandes referentes de la música popular argentina. Sus canciones sonaron en las radios. Los figurones de turno ensalzaron su riqueza poética y su compromiso con la humanidad sufriente. Pasó a ser el profeta incomprendido que –valga el cinismo– eligió caminar en silencio para desparramar su sabiduría por todo el continente. Un outsider que se desligó del corset de la industria cultural para transmitir mejor su mensaje.

Nunca se sabrá si ese nomadismo romántico que cultivaba era producto de su filosofía existencial o de la imposibilidad de anclar su propuesta en el sistema. Lo que sí se sabe es que las discográficas, las productoras y los medios le cerraron el camino hace muchos años, incorporándolo a una lista negra que no respondió esta vez a la intolerancia política sino a la libertad de mercado. Vaya paradoja: en el caso de Cabral, “la mano invisible” del mercado fue más cruel que la censura tangible sufrida en los años de plomo; así como la prohibición explícita ayudó sin querer a cimentar su leyenda y terminó potenciando su figura, el sistema se valió luego de una herramienta más sutil –el marketing– para bendecirlo con la invisibilidad. La industria cultural modeló otro arquetipo de “cantautor”, televisable, progre y políticamente correcto. Cabral no podía competir en ese terreno con los Kevin Johansen y los Jorge Drexler. El mercado no mata a balazos: excluye, ningunea y condena a la errancia como última estrategia de supervivencia. Genera cartoneros de la cultura.

Sin embargo, el azar y la necesidad terminan alterando esa normalidad aparentemente inexorable. Una muerte espectacular, regada en sangre, le devolvió a Facundo Cabral la centralidad que había perdido su música. Fue un ratito, nomás, porque enseguida el caso Solange lo volvió a postergar. Pero el asesinato le concedió el raro privilegio de revivir sus días de gloria.

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