EL MUNDO › OPINIóN

Don Adolfo Sánchez Vázquez, in memoriam

 Por Atilio A. Boron

“Ser marxista hoy significa no sólo poner en
juego la inteligencia para fundamentar la
necesidad y posibilidad de esa alternativa
(al capitalismo), sino también tensar la
voluntad para responder al imperativo político-moral
de contribuir a realizarla.”
Adolfo Sánchez Vázquez

Por qué ser marxista hoy
Discurso pronunciado al recibir el Doctorado
Honoris Causa de la Universidad de La Habana

Una triste noticia: ayer, 8 de julio, moría a los 95 años de edad don Adolfo Sánchez Vázquez, quien sin exageración podría ser caracterizado como uno de los más grandes filósofos marxistas de la segunda mitad del siglo veinte y cuya influencia se dejara sentir hasta nuestros días. Falleció en México, país que lo acogiera con su proverbial hospitalidad al finalizar la Guerra Civil Española, en 1939.

Por muchas razones, la desaparición física de don Adolfo me llegó a lo más profundo del alma. Fue él quien me invitó a introducirme a fondo en el campo de la filosofía política, instándome a completar mis análisis sociopolíticos y económicos del capitalismo con una mirada más filosófica que me abriera las puertas a una reflexión más integral, totalizadora y dialéctica de las sociedades contemporáneas. Eso ocurrió en México, en 1976, cuando en la Flacso –por ese entonces todavía un foco de pensamiento crítico– lo invitaron a dictar un curso de Filosofía Política en la Maestría de Ciencia Política que se dictaba en esa institución. Al aceptar, me solicitó que fuera su asistente de cátedra y desde ese momento su obra y su persona se convirtieron en una fuente constante de estímulo para mi pensamiento. Como diría otro español excepcional, Alfonso Sastre, don Adolfo se convirtió en mi sombra, con la cual habría de dialogar permanentemente desde entonces; sombra inquisidora y socrática, que me impulsaba a formularme las preguntas fundamentales, sorteando cualquier tentación facilista, las engañosas certezas de las apariencias o la comodidad del saber establecido. Por eso no exagero al decir que aquella experiencia de trabajo con él me cambió la vida y mi visión del mundo. Cuando gran parte de lo que en aquel entonces pasaba por marxismo era una indigesta colección de “manuales... estalinistas” o de confusos desvaríos estructuralistas o postestructuralistas –porque Gramsci todavía estaba a la espera de su relectura en clave comunista y no socialdemócrata, y porque Mariátegui, Fidel y el Che no habían logrado horadar el obstinado europeísmo y la colonialidad que aún prevalecía en las filas del marxismo–, con su valiente ejemplo Sánchez Vázquez me enseñó a descartar tanto las imposiciones teóricas de una burocracia pseudorrevolucionaria como a desconfiar de las modas intelectuales de la época, por más seductoras que fueran. Esas modas, decía, eran los señuelos que la burguesía alentaba con astucia para captar y extraviar a los espíritus rebeldes pero ingenuos, desviando su potencial contestatario hacia los estériles campos de las pequeñas disputas en la intrascendente “república de las letras”, lejos, bien lejos, de los cruciales frentes en donde el capital libraba sus cruciales batallas contra los trabajadores.

El de don Adolfo era un marxismo abierto, antidogmático, fresco y, por lo tanto, en permanente renovación, sintonizado constantemente –al igual que Marx, Engels, Lenin– con el desenvolvimiento de las contradicciones del capitalismo, en cuyos entresijos se internaba con audacia para descubrir, desde allí, la ruta hacia la nueva sociedad. No lo arredraban ni la feroz crítica de la derecha, ni su sistemático “ninguneo”, ni la furia de las momias de la ortodoxia, a cuyo cargo estaba la custodia de un dogma que nada tenía que ver con el marxismo. En esta empresa su sabiduría le permitió distinguir con precisión la necesidad de una continua reactualización de la gran herencia de la tradición marxista del “liquidacionismo” posmoderno, en virtud del cual los supuestos “renovadores” del marxismo lo “renovaron” con tanto entusiasmo que terminaron pasándose a las filas del pensamiento burgués. Por eso, con su muerte se nos ha ido un grande de la filosofía marxista, aunque, al releer estas líneas –aclaro– para ser fiel a sus enseñanzas, que don Adolfo fue, como buen marxista que era, filósofo, pero también sociólogo, economista, historiador y politólogo, aparte de poeta. Esas fronteras disciplinarias sólo tienen sentido en el interior del pensamiento fragmentador y fetichizado, por eso siempre profundamente conservador, de la burguesía. Quien nos ha abandonado fue un intelectual de una sabiduría y erudición deslumbrantes que enalteció como pocos la palabra “maestro” y que jamás abjuró de sus convicciones revolucionarias ni le hizo concesión alguna al capitalismo, al cual nunca se cansó de denunciar por su incorregible esencia predatoria, explotadora y antihumana que hacía de la revolución socialista una imperiosa necesidad. Fiel al legado marxiano, sabía que si la humanidad no se sacudía el yugo del sistema capitalista, en todas sus formas y manifestaciones, su futuro sería la barbarie. Sus enseñanzas, recogidas en más de veinte libros e infinidad de artículos, seguirán siendo fuente perdurable de inspiración, arrojando un potente haz de luz en medio de las tinieblas que genera la sociedad burguesa en su lenta pero inexorable putrefacción. ¡Hasta la victoria siempre, don Adolfo!

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