EL MUNDO › TRAS CINCO DIAS DE COMBATES, LAS TROPAS DE EE.UU. TOMARON LA CAPITAL IRAQUI
Miedo, festejo y caos en las calles de Bagdad
Los tanques norteamericanos entraron con tranquilidad en la zona oriental de Bagdad mientras desaparecía todo resto de autoridad iraquí en la capital. Varias personas salieron a la calle para festejar la caída del régimen, pero otras también expresaron su bronca por la destrucción hecha por los invasores.
Por Francisco Peregil *
Desde Bagdad
Llegaron los soldados de Estados Unidos por la tarde a la plaza del Paraíso, frente al hotel Palestine; amarraron un soga a un tanque, se la echaron al cuello de la estatua de Saddam Hussein, le pusieron una bandera de Estados Unidos, se la quitaron, y al cabo de media hora derribaron uno de los símbolos más grandes de un régimen obsesionado con los símbolos. Varias decenas de iraquíes entre los cuales abundaban los niños y adolescentes empezaron a saltar encima de ella.
Después unos la golpearon con mazas, otros se emplearon a alpargatazos, y alguno de los pocos ancianos que rondaban por allí le escupió. La mano derecha de Saddam, la famosa mano que alzaba en sus fotos, que empuñaba fusiles apuntados hacia el cielo, la mano tantas veces levantada en paralelo al suelo indicando el norte a seguir, la mano tantas veces reproducida en miles de estatuas de miles de plazas repartidas por todo el país, la mano con la que saludaba a las grandes multitudes desde los altos balcones, ahora yacía en el suelo, vejada por un muchacho que vestía una camiseta roja del club de fútbol Liverpool. Sólo habían pasado 21 días desde que comenzó la guerra.
“Mister, mister, una foto, hágame una foto”, decían niños y adultos. Algunas mujeres besaban a los marines. Algunos hombres les tendían un dinar para que ellos estamparan su firma junto a la cara de Hussein. Y ellos mismos, los marines, conscientes del momento histórico, se hacían fotografías y rodaban con sus propias cámaras de video la escena. De pronto, alguien esparció un buen puñado de dinares por el aire, un puñado que en total no llegaría a valer tres dólares, y buena parte de la concurrencia se olvidó de la estatua de bronce por unos segundos.
Los marines daban y recibían margaritas recién cortadas. Muchos de ellos eran muchachos imberbes de apenas 18 o 19 años, como miles de los milicianos que se paseaban estos días atrás por Bagdad armados de Kalashnikovs. Fue un camino fácil el que les llevó ayer desde las afueras de la ciudad a la plaza del Paraíso. Las trincheras de sacos terreros llevaban todo el día abandonadas. Pero los estadounidenses no se fiaban de nadie. Miraban con prismáticos desde sus tanques todas las avenidas, las esquinas y balcones. Se comunicaban por teléfono, de tanque a tanque, cada movimiento en la calle de cualquier persona.
Llegaron a la ciudad atravesando una calle recta de unos cinco kilómetros de larga. No dejaban que ningún coche ni de periodista ni de civil se les acercara. “En el camino sufrimos dos ataques suicidas con coche. Por eso ahora sólo dejamos que la gente se acerque caminando”, comentaba un soldado.
En el camino hacia los hoteles de los periodistas encontraron gente que rompía algún retrato público de Hussein, gente que entonaba los mismos cánticos de apoyo a Hussein que se escuchaban por todas partes hasta ayer, pero ahora, Bush era el ensalzado y Saddam el defenestrando. Salían al camino padres que alzaban a sus hijos en brazos para que los soldados los tocaran. “Tengo 62 años. He aguantado a este régimen criminal durante 32. Saddam era un criminal, metía a la gente en la cárcel sin causa. Y a mi hermano lo mataron por su culpa”, comentaba un ciudadano. Sus policías secretas, sus soldados golpeaban a la gente en plena calle, maltrataban al pueblo”, comentaba el muchacho de la camiseta del Liverpool.
Pero no salieron multitudes al encuentro de las tropas. Sólo racimos de 20 o 30 personas. Otros curiosos miraban desde sus casas y saludaban. Por el camino se cruzaban los tanques con los coches que aún andaban desvalijando la ciudad. El saqueo había comenzado por la mañana, muytemprano. Los funcionarios del Ministerio de Información no comparecieron ante los periodistas en el hotel Palestine.
Y en la calle, a lo largo de todo el día, se pudo ver gente con carretillas que transportaban sofás, otros con una silla de rueda que había tomado de algún edificio oficial, alguno con un caballo, otro con dos ruedas que transportaba haciéndola rodar con las dos manos por la calle. Y en medio de todo eso, la violencia incontrolada. Apenas había milicianos por las calles. Y por supuesto, ni rastro de la Guardia Republicana. Varios periodistas de la televisión portuguesa fueron sacados del coche en plena calle. “Nos quitaron todos los documentos y unos treinta mil dólares. Empezaron a golpearnos y sacaron cuchillos y ya parecía que querían vengar sobre nosotros la entrada de los norteamericanos. Menos mal que había una oficina del partido Baaz, y aunque no estaban armados, ellos se impusieron a la horda y pudimos escapar”, señaló el corresponsal portugués Carlos Fino.
Pasados la mañana y el mediodía, los tanques estadounidenses avanzaban en silencio en dirección al hotel Palestine. Muchos bagdadíes miraban en silencio. Otros sonreían a los soldados que no podían ocultar la tensión. “Es una recepción muy calurosa si se compara con las dos últimas semanas que sólo hemos recibido tiros”, comentaba el soldado B.P., de Oklahoma.
Entre un grupo silencioso que miraba desde la puerta de un hotel, el encargado del local se sinceró: “Por un lado me siento bien porque ya se acaba el régimen de Hussein. Pero por otro me siento mal porque esta gente ha entrado aquí por la fuerza y van a financiar ahora los gastos de la guerra con nuestro petróleo. Claro que nos gusta la libertad, pero la que nosotros nos ganamos, no la que nos imponen por la fuerza”.
Más adelante, Fadi, una joven de 18 años, se quejaba también: “¿Cómo puedo estar feliz viendo esto si ellos han destruido mi país? ¿Ésta es la libertad que traen?”, preguntaban señalando el acero que soltaban los tanques sobre el asfalto. “Aquí vivíamos en paz, no había necesidad de esto”. Y unos metros más adelante, un grupo de mujeres de religión cristiana lamentaba también la entrada de los norteamericanos: “Con Saddam había un respeto a las religiones minoritarias. Ahora habrá agresiones de los musulmanes contra los cristianos, seguro”. Una de estas mujeres reprochaba al ejército iraquí no haber luchado lo suficiente: “Nuestro ejército es muy fuerte y muy bravo. ¿Por qué no ha peleado? Sólo espero que Saddam esté vivo”.
“Ya me gustaría a mí llevar un chaleco donde diga ‘prensa’”, decía sonriente un soldado. Ninguno de los que llegaba no sabían nada de los periodistas que murieron el día anterior a manos de un tanque estadounidense. Tampoco parecían saber que en proporción han muerto en esta guerra más periodistas que soldados norteamericanos.
A la entrada del hotel Palestine había una pancarta de los escudos humanos que insultaba a las tropas y las conminaba a marcharse a Estados Unidos. El sargento Smith entró armado con otro soldado en el hotel, preguntó en la recepción por el director. Querían saber dónde podrían estacionar sus vehículos. En el salón algunas familias iraquíes parecían velar un entierro. En el ascensor del Sheraton, una empleada lloraba. Algunos iraquíes que habían trabajado como conductores con los periodistas querían hacerse fotos con ellos antes de despedirse para siempre, pero que no se viera al fondo a ningún norteamericano.
“Lo importante es que la opresión para ellos ya se ha terminado, es over. Y la guerra para nosotros es over también, podemos volver a casa”, señalaba el marine Tomás Mongo, de ascendencia mexicana. Cuando la multitud dejó de golpear la estatua y los marines se fueron a dormir, un capítulo de la historia parecía cerrado y otro empezaba a abrirse.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.