EL MUNDO › COMO ES VIVIR Y MORIR EN LA BAGDAD “LIBERADA” POR LAS FUERZAS INVASORAS DE BUSH
La “libertad” iraquí tiene rostro de caos
Bagdad sigue siendo un escenario de anarquía. Pero también de resistencia. Los saqueos no perdonan algunos de los tesoros más antiguos de la civilización. No hay agua, y salir a la calle es un peligro. Sunnitas y chiítas se hermanan en la indignación con las tropas de EE.UU. Y lo único seguro es la inseguridad.
Por Eduardo Febbro
El disparo sonó secó en medio del griterío de la gente que había venido a manifestar su hastío ante la vertiginosa degradación de las condiciones sanitarias y de seguridad que hicieron de Bagdad una navaja filosa. El hombre se desplomó por el impacto de la bala que le atravesó la cabeza. Las personas que estaban reunidas gritando “USA go home” corrieron en todas las direcciones. Una mujer se abrió paso entre la confusión y llegó hasta donde estaban los soldados norteamericanos a pedir ayuda. Los marines recogieron el cuerpo y lo llevaron, ya sin vida, hasta las inmediaciones del Hotel Palestine.
“Lo mataron los miembros del partido Baaz”, sentenció un hombre que no podía despegar los ojos del largo hilo de sangre que salía de la cabeza. La ejecución del desconocido en plena calle y delante de las narices de las tropas enviadas por la administración Bush es un acto trivial y testimonia la estrecha franja que separa la tensión creciente del desastre. Mucho más dramáticas que la muerte son las cotidianas escenas de desesperación que protagoniza la población. Con el correr de los días y la instalación del caos como modo de vida, la hostilidad hacia los norteamericanos crece. La falta de agua da lugar a escenas de una tensión extrema donde se llegan a oponer hasta los mismos iraquíes entre sí. Ayer, tres hombres que estaban sobre un camión lleno de botellas de agua mineral que ingresaba en la zona protegida, donde se encuentran los dos hoteles más importantes, estuvieron a punto de ser linchados por una población exasperada y sedienta. “Traidores, perros al servicio de los invasores, ustedes les dan el agua a los marines y matan de sed a los iraquíes”, gritaba la gente enardecida. Desde hace diez días, los 5 millones de habitantes de Bagdad no tienen agua corriente. La gente de la capital, en cuanto ve a un periodista en coche o a pie, lo primero que hace es pedirle agua.
El fin de semana, el descontrol no ahorró ni siquiera los símbolos de la cultura. Ayer, luego de ser desvalijada de su contenido, la Biblioteca Nacional fue incendiada. El sábado, el Museo Arqueológico de la ciudad fue salvajemente saqueado. La directora adjunta del museo donde estaban expuestos objetos que datan de los albores de la humanidad denunció una vez más la actitud pasiva de los norteamericanos que “ni siquiera se dignaron a poner un tanque en la puerta del museo para disuadir a los delincuentes”. Con lágrimas en los ojos, Nabhal Amine contó que la gente se llevó o destruyó unos “170 mil objetos antiguos que datan desde hace miles de años. Para mí, no hay duda alguna de que las tropas norteamericanas son responsables de lo ocurrido”. La tensión y la violencia que generan la inseguridad cotidiana llevaron a los líderes religiosos a establecer una suerte de milicia privada para proteger los barrios de los asaltantes. En algunas áreas de Saddam City, el populoso barrio de mayoría chiíta de las afueras de Bagdad, la población se turna en rondas permanentes. Lo mismo ocurre en los barrios cristianos y en los sunnitas. Paulatinamente, el poder religioso suple el espacio vacío dejado por el Estado. El barrio sunnita tiene la apariencia de una ciudad amurallada. “Hace 10 días que no salimos de la casa y no tenemos la intención de poner un pie afuera”, advierte desde la ventana un hombre del sector sunnita. Las puertas de la casa están trabadas con tablones desde adentro y las ventanas, tapadas con planchas de madera. Uno de los encargados de la guardia de esa manzana pide a los periodistas que se alejen rápidamente. “La situación es de peligro extremo, incluso de día”, dice de mala manera. Al cabo de unos cuantos regateos acepta hablar. Elhombre está lejos de ser un “combatiente”. Obrero antes de la guerra, ahora a empuñando un arma para defender los intereses de su comunidad. “No sabemos quiénes son ni por qué siembran el desorden, atacando a los iraquíes en sus propias casas, robando los comercios, desvalijando las propiedades del Estado. Pero le puedo decir una cosa: cuando vuelvan por acá, los esperamos en pie de guerra.”
En Saddam City el recibimiento es más caluroso. Un barbudo de cierta corpulencia levanta la barrera del check-point improvisado con unas latas y dice: “No nos quedaba otro medio para defendernos de los ataques y los saqueos. Bagdad vive una auténtica guerrilla urbana. Los agentes del régimen actúan en las sombras porque cuanto más caos haya, más les conviene”. Khadin tampoco había disparado un arma hasta hace una semana. Cocinero en un hotel del centro, la ofensiva norteamericana lo dejó sin trabajo y la anarquía que se abatió sobre la ciudad también cayó en su casa. “Se llevaron hasta las servilletas y los almohadones. Esto no es obra de gente hambrienta sino una provocación organizada.” Khadin dice responder con humildad a los lineamientos religiosos a fin de “mantener el orden en medio de un mar revuelto”. Uno de los imanes del barrio le echa la culpa a los norteamericanos. “¿Cuanto tiempo más vamos a vivir sin pan, sin agua, sin luz, sin carne y sin legumbres? Los norteamericanos tienen la obligación de restablecer la seguridad. Son ellos quienes provocaron el desastre.”
Sin embargo, esa defensa no parece justificada en un barrio como Saddam City, rebautizado Al-Sadr City. Los norteamericanos acusan a los vecinos de ese barrio de haber invadido Bagdad con el único propósito de destruir y robar todo lo que estaba al paso. Comparado con otras zonas de la capital, no hay dudas de que el ex Saddam City está intacto.
En el barrio cristiano, los sentimientos y los miedos son los mismos. “Los norteamericanos trajeron el desorden y ahora hacen como si no les concerniera”, dice Ismail mientras descarga el fusil Kalashnikov que lleva al hombro. El joven afirma que los cristianos asirio-caldeanos tuvieron que asumir la responsabilidad y optar por la autodefensa. Se sienten aislados dentro de una mayoría religiosa a la que juzgan hostil. Sin embargo, sus miedos son más exagerados que reales. Los saqueos perjudicaron sobre todo a los barrios musulmanes antes que a los cristianos. Sin embargo, para Ismail, “las armas son la única garantía de la seguridad”.
Sunnitas, chiítas o cristianos, las tres comunidades religiosas comparten el mismo sentimiento. Khadin asegura que no tiene ningún encono hacia los sunnitas o cristianos. Para él, las cosas son más simples: “Bush es igual a Saddam. Hay un solo Dios y los Estados Unidos son enemigos de Dios”. Una suerte de coordinación espontánea se formó el domingo. Muchos de los comercios que estaban cerrados reabrieron sus puertas mientras que grupos de benévolos empezaron ayer a levantar los muertos de las calles, a evacuar los autos calcinados y a quemar la basura acumulada. El restablecimiento de la seguridad está lejos de ser garantizada. Pese a los reiterados pedidos de lo que queda vivo de la policía local, las fuerzas norteamericanas se niegan a establecer una cooperación estrecha con un cuerpo al que consideran como un enemigo. Los oficiales estadounidenses sospechan que son precisamente los policías del régimen quienes colaboran estrechamente con los grupos fieles a Saddam Hussein que aún combaten en Bagdad. En el curso de algunas escaramuzas, los resistentes utilizaron las radios de la policía para organizar los ataques. Esa desconfianza provoca situaciones paradójicas. El hospital Al-Kindi de Bagdad sufrió pocos ataques y saqueos. En realidad, sólo “desaparecieron” las ocho ambulancias de la institución. “Es casi normal. Las ambulancias y los autobuses fueron los primeros en ser robados. Al principio, la gente creía que las ambulancias transportaban heridos y los autobuses, pasajeros. Pero no eraasí. Esos vehículos fueron robados para cargar mejor el producto de los saqueos”, explica uno de los milicianos que custodia el hospital. El hombre es un estudiante de Teología oriundo de Saddam City, está vestido como un médico “por una cuestión de imagen”, pero su portentosa Kalashnikov no permite ninguna equivocación. Forma parte de la milicia chiíta que desde el jueves pasado ha tomado el control del hospital. No es un médico quien dirige hoy la institución sino el sheik Abbas al-Zoubaydi, un dignatario chiíta de conocida influencia. “Los norteamericanos pueden ocuparse plenamente de restablecer el orden. Nosotros hacemos el resto”, dice el jeque. El caso del hospital Al-Kindi es muy especial. El sistema de defensa y administración organizado por Abbas al-Zoubaydi puede prefigurar lo que ocurrirá en el futuro. Este embrión de autodefensa y administración constituye un ejemplo inédito: es la primera vez desde la caída del régimen de Saddam Hussein que una fuerza político-religiosa chiíta se muestra al descubierto.