Sábado, 27 de septiembre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Boaventura de Sousa Santos *
Escribo esta crónica desde Cuiabá, capital del Mato Grosso y también capital de lo que en Brasil se designa como agronegocio (agricultura de monocultivo industrial: soja, algodón, maíz, caña de azúcar), capital del consumo de agrotóxicos que envenenan la cadena alimentaria y capital de la violencia contra líderes indígenas y campesinos que defienden sus tierras de la invasión y la deforestación ilegales. Me reúno regularmente con líderes de los movimientos sociales, uno de ellos (del pueblo Xavante) llegó a la reunión en forma clandestina, porque está bajo amenaza de muerte. De este lugar y esta reunión surge con particular claridad lo que está en juego en las próximas elecciones en Brasil.
Las clases populares –el vasto grupo social de pobres, excluidos y discriminados que en los últimos doce años vieron mejorar su nivel de vida con las políticas de redistribución social iniciadas por el presidente Lula y continuadas por la presidenta Dilma– están perplejas, pero tienen los pies sobre la tierra y no parece que puedan ser engañadas fácilmente. Saben que las fuerzas conservadoras que se oponen a la presidenta Dilma están intentando recuperar el poder político que perdieron hace doce años. Conscientes de que la era Lula transformó ideológicamente al país, no pueden hacerlo a través de los medios y de los protagonistas habituales. Para poner fin a esta era necesitan recurrir a alguien, Marina Silva, que evoca esa misma época. En otras palabras, la derecha necesita de un desvío contra natura para llegar al poder. Poco a poco las clases populares van conociendo el programa de Marina Silva y van identificando tanto lo que es transparente como lo que es una mistificación. Es transparente el regreso a un neoliberalismo que permita ganancias extraordinarias como resultado de grandes privatizaciones (de Petrobras a la explotación del pre-sal) y la eliminación de la regulación social y macroeconómica por el Estado. Para eso, se propone la total independencia del Banco Central y la eliminación de las diplomacias paralelas (léase, total alineamiento con las políticas neoliberales de los Estados Unidos y la Unión Europea). Es una mistificación el recurso a conceptos como “democracia de alta intensidad” y “democratizar la democracia” –conceptos muy identificados con mi trabajo, pero usados de una manera totalmente oportunista–, como si fuese una novedad política cuando, de hecho, de lo que se trata es de continuar con lo que se viene haciendo en algunos estados, cuyo ejemplo más notable es Rio Grande do Sul.
A todo esto se añade que lo verdaderamente nuevo en la candidatura de Marina Silva significa un retroceso político y también civilizatorio. Se trata de la confirmación del avance político del evangelismo conservador. El grupo evangélico ya hoy es poderoso en el Congreso y su poder está totalmente alineado no sólo con el poder económico más depredador (la bancada ruralista), al que la teología de la prosperidad confiere un designio divino, sino también con las ideologías más reaccionarias del creacionismo y la homofobia. De ser elegida, Marina Silva llevará esos espantajos ideológicos al Palacio del Planalto, para que desde allí prediquen sobre el fin de la política, la ilusión de la diferencia entre izquierda y derecha, y la unión entre ricos y pobres. Quitando el barniz religioso, se trata, de algún modo, del regreso por vía democrática a una ideología que justificó la dictadura, en el año en que Brasil celebra el más largo y más brillante período de normalidad democrática en su historia (1985-2015).
Ante esto, ¿por qué están perplejas las clases populares? Porque la presidenta Dilma no hace ni dice nada para mostrarles que es menos rehén del agronegocio que Marina Silva. No hace ni dice nada para mostrar que es urgente iniciar la transición hacia un modelo de desarrollo menos centrado en la explotación voraz de los recursos naturales, que hoy destruye el medio ambiente, expulsa campesinos e indígenas de sus tierras y asesina a los que ofrecen resistencia. Bastaría un pequeño gran gesto para que, por ejemplo, los pueblos indígenas y afrodescendientes se sintiesen protegidos por su presidenta: promulgar los decretos de identificación, declaración y homologación de las tierras ancestrales, decretos que están listos, libres de cualquier impedimento jurídico y sólo cajoneados por decisión política. Lo que las clases populares y sus aliados parecen no saber es que no basta con querer que la presidenta Dilma gane las elecciones. Es necesario salir a la calle a luchar por eso. Por el contrario, los adversarios de ella lo saben muy bien.
* Doctor en Sociología del Derecho.
Traducción: Javier Lorca.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.