Lunes, 17 de agosto de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Desde hace al menos tres días los ojos de los políticos brasileños –tanto del gobierno como de la oposición– estaban concentrados en las calles. O, más exactamente, en lo que ocurriría ayer en las calles de unas 400 ciudades del país. Movimientos que oscilan de la derecha a la extremaderecha, sin liderazgos fácilmente reconocibles, sin que se sepa cuáles son sus fuentes de recursos, y con gran movilidad a través de las redes sociales, convocaron manifestaciones “por todo el país” para exigir la inmediata destitución de Dilma Rousseff, reelecta el pasado octubre y que apenas cumplió siete meses y medio de su segundo mandato presidencial.
Para el gobierno, la gran preocupación era que se diese una repetición de las marchas similares realizadas en marzo, cuando alrededor de un millón 500 mil personas copó calles en más de un centenar de ciudades. En aquella ocasión, había de todo: pedidos de destitución de Dilma, protestas contra la corrupción y hasta los que pedían la vuelta de los militares. En abril las marchas se repitieron, pero su poder de convocatoria fue menor: los manifestantes no superaron los 750 mil, en unas 200 ciudades. Claro que son cantidades impactantes, aun si se considera la población brasileña (200 millones de personas) y el número de municipios existentes (más de 5 mil).
La disminución del volumen de gente reunida en las calles se debió principalmente a la divergencia entre las consignas (hubo fuerte resistencia, por ejemplo, a los pedidos de vuelta de los militares) y también a la ausencia de líderes opositores en las convocatorias. Anoche, el gobierno pudo respirar un poco más aliviado: hubo mucha menos gente que lo anunciado por los organizadores. Un poco más que en abril, pero mucho menos que en marzo.
Agosto, como estaba previsto, fue –al menos hasta la semana pasada– un mes muy duro para Dilma. Pero como en un pase de algún misterioso prestidigitador, súbitamente surgieron brechas de alivio. El renitente presidente del Senado y del Congreso, Renan Calheiros, que venía ejerciendo un juego duro frente al gobierno, accedió a firmar un pacto de paz. Hay muchas y muy justificadas dudas sobre hasta cuándo esa paz logrará sobrevivir, pero ha sido un alivio. Además, Lula da Silva parece haber decidido dejar claro que no está dispuesto a ver el gobierno de la sucesora inventada por él naufragar estrepitosamente, barriendo el PT del mapa político brasileño.
El partido sigue en situación muy grave, pero todavía no está moribundo del todo. Al menos Lula cree que es ésa la situación. Sabe que la recuperación es extremadamente difícil, sabe que es casi imposible recuperar el aura de antes, pero algo se salvará. Y cuanto más sustantivo sea, mejor. Dilma, a su vez, vio nuevos bolsones de alivio en tres instancias judiciales: la Corte Suprema, el Tribunal Superior Electoral y en el Tribunal de Cuentas de la Unión. Nada está solucionado, nada está decidido, pero hay indicios concretos de que el peligro mayor fue neutralizado. Y, una vez más, cabe la pregunta: ¿hasta cuándo?
Al anochecer de un domingo de sol y temperaturas agradables en casi todo Brasil, un balance inicial y sumario de los protestas indicaba que menos de un millón de personas salió a las calles. Los organizadores, como de costumbre, inflaron inmensamente ese número, calculando en “por lo menos dos millones”. Ni ellos mismos creen en esa cuenta irreal.
Sin ninguna sorpresa, las mayores concentraciones se dieron en el eje San Pablo (la ciudad más anti-PT del país, núcleo de los movimientos que defienden la destitución de Dilma y de la derecha más furiosa), Brasilia (la ciudad con la mayor renta per cápita de Brasil) y Río de Janeiro. Preocupa al PT la adhesión significativa de manifestantes en capitales del noreste, región que concentra el grueso del electorado del partido.
Al no repetirse el número de manifestantes de marzo, el gobierno obtuvo un nuevo espacio de alivio, que seguramente ayudará a consolidar la nueva alianza con el presidente del Senado. Al menos, ésa es la intención de Lula da Silva y del vicepresidente de la República y articulador político del gobierno, Michel Temer.
Hay una “Agenda Brasil” presentada por Calheiros, integrada por una serie de propuestas polémicas. Dilma Rousseff ya dijo que tiene resistencia a algunos puntos. El problema número uno es que su gobierno tiene muy escasas condiciones de oponerse a lo que sea. El problema número dos es que Calheiros, jugador de larga experiencia, seguramente incluyó propuestas que sabe que difícilmente serían aceptables por el gobierno justamente para poder negociar. Resta saber ahora su precio.
Con relación a la oposición, ha sido un domingo desinflado. El PSDB, principal partido opositor, sigue dividido entre los que defienden la deposición inmediata de Dilma y los que defienden que la mejor estrategia es dejarla desangrar hasta el último día de su mandato. Esa división interna impide que se avance en cualquier dirección. Y mientras tanto, algunas de las voces más poderosas del sector empresarial y de la banca piden, con determinación, que se termine de una vez con ese clima de confrontación peligrosa y que se dediquen todos a buscar soluciones para los problemas existentes, que no son pocos.
Por fin, queda por ver qué hará la derecha más descabellada, ampliamente instalada en radios, emisoras de televisión, diarios, revistas semanales y en blogs vinculados a los principales medios.
Ayer, la primera reacción fue clara: no importa que fue mucho menos gente de la esperada. Lo que importa es seguir presionando: Fuera Dilma, Fuera Lula, Fuera PT.
Luego se verá quién llega, si es que queda algo del país.
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