Lunes, 28 de marzo de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Emir Sader
Todavía en los años 1960, Richard Nixon creó la expresión “mayoría silenciosa”. En contraposición a los grandes sectores emergentes que participaban de la campaña por los derechos civiles, en contra de la guerra de Vietnam en los Estados Unidos, esa mayoría sería silenciosamente conservadora. Sería el “país profundo”, que ejercería en las urnas su voto a favor de la derecha, en contra del bullicio de las calles, restringido a una minoría de activistas. Como si se confirmara su hipótesis, el mismo Nixon sería elegido presidente, finalmente, cortando la racha de gobiernos demócratas y la agitada década de 1960.
Tiempo después, cuando Ronald Reagan despuntaba para ser gobernador de California y después candidato a presidente de EE.UU, mucha gente decía que sería imposible que un pésimo actor de películas de cowboys se ganara la presidencia. Pero él se hizo elegir y reelegir presidente del país más importante del mundo, consagrado por la victoria norteamericana en la guerra fría y la desaparición de la Unión Soviética.
Más recientemente, frente a George W. Bush, Reagan parecería un intelectual, pero Bush fue presidente de los Estados Unidos durante dos mandatos. Todo parecería confirmar la tesis de Nixon.
Ahora, en pánico, mucha gente se pregunta si Donald Trump puede llegar a ser elegido presidente de los Estados Unidos en las elecciones de este año, a pesar de sus posiciones ultraconservadoras que él, de forma temeraria, defiende en las primarias del Partido Republicano, volviéndose favorito para ser el candidato del partido.
Desde 1980, con el inicio de primer gobierno de Reagan, Estados Unidos fue gobernado 20 años por los republicanos y 16 por los demócratas. Durante ese lapso los republicanos han controlado el congreso por un período aún más largo. Y algunos demócratas, como fue el caso con Clinton, ha dado un viraje conservador en las orientaciones del Partido Demócrata. Así, el conjunto del sistema político se ha vuelto más conservador en las últimas décadas.
El mismo Partido Republicano pasó por el Tea Party, hasta llegar a la avalancha de Donald Trump, que puede que no gane las elecciones de noviembre, pero seguramente va a empujar el centro político más hacia la derecha.
Pero no es sólo un fenómeno norteamericano. En Europa, a pesar de la profunda y prolongada crisis neoliberal del capitalismo, las corrientes que más crecen y se fortalecen son las de extrema derecha, que ya estaban enraizadas en Francia y ahora llegan a Alemania. Pero se reproducen en toda Escandinavia, así como en casi todos los países del este europeo.
Así como con el discurso de Trump, el tema de los inmigrantes es central en todas esas corrientes, donde exhalan todo su odio, su discriminación, su egoísmo. Porque el inmigrante es “el otro”, “el extranjero”, “el bárbaro”, mientras que ellos se asumen como “los civilizados”. Blancos, religiosos, violentos, van construyendo una nueva derecha, todavía más conservadora, de más exclusión social, étnica y cultural.
Los fundamentalismos islámicos surgen en el campo político contrapuestos a esas corrientes, pero componen un movimiento similar de intolerancia, odio, violencia exacerbada. Contribuyen a componer el cuadro de nuevas corrientes conservadoras emergentes en el mundo.
En América latina, las sucesivas derrotas de la derecha en los países con gobiernos antineoliberales, ha conducido a procesos de radicalización de la derecha. Desconocimiento de los resultados electorales, intentos de desestabilización política mediante campañas mediáticas de reiteradas denuncias y a través del terrorismo económico, busca de descalificación personal de los líderes populares, acciones violentas de grupos terroristas, que han tenido, como una de sus consecuencias, la radicalización de sectores más o menos amplios de la clase media. Se buscan reinstaurar climas ideológicos de Guerra Fría, con la intolerancia, la discriminación. Se valen del control monopólico de los medios de comunicación para generar climas de desestabilización política, con perdida de legitimidad de gobiernos, desprestigio de sus líderes, denuncias de corrupción generalizada de los políticos y de los partidos.
Todo produce procesos de despolitización, de desplazamiento de los grandes temas y desafíos de fondo que tienen esas sociedades, hacia temas como los de la corrupción, que es utilizado para criminalizar al Estado, que sería la fuente de la corrupción, según esa versión, que absuelve a las grandes empresas privadas. Es, a la vez, una operacion de bajar la autoestima del pueblo de cada país. Porque sin un pueblo desmoralizado, la derecha no puede imponerse.
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