EL MUNDO › OPINION
Una revolución reaccionaria
Por Claudio Uriarte
Es una pereza del saber convencional el presumir que todos los procesos revolucionarios son inherentemente progresistas en términos políticos y sociales. En realidad, abundan las revoluciones reaccionarias, como la que produjo Hitler en Alemania en 1933 o la que alumbró el ayatolá Jomeini en Irán en 1979. Y esta última contra un régimen, el del derrocado y difunto sha Mohammed Reza Pahlevi, que se había propuesto instalar la modernidad en la antigua Persia a través de métodos stalinistas. El atraso le respondió y se le vino encima, y tiene hoy su cristalización en una dudosa “República Islámica” sin división de poderes, o mejor dicho donde todo el poder real (control de las fuerzas armadas, policía, paramilitares, fuerzas de seguridad, milicias, política exterior y Justicia) radica en un puñado de religiosos (el Consejo de Guardianes), que también tiene el poder de revocar leyes en el Parlamento o Majlís (como ocurrió sistemáticamente cuando los reformistas tenían mayoría allí), aprobar o reprobar candidaturas (como se hizo masivamente antes de estas elecciones) y en definitiva por el autodenominado Guía Espiritual de la Nación, en este caso el ayatolá Alí Jamenei. Es, en definitiva, una teocracia de hoja de parra parlamentaria y absolutamente resuelta a situar a una sociedad en que dos tercios de la población tienen menos de 30 años de edad en el lecho de Procusto de una ley islámica originada en el siglo VI de nuestra era, en que las mujeres son discriminadas y obligadas a usar un velo, el alcohol y las drogas están prohibidos y el adulterio puede penarse con la muerte.
Pero si es así –se dirá–, ¿por qué los iraníes salieron a votar masivamente por Mohammed Ahmadinejad, alcalde conservador y fundamentalista de Teherán y un seguro revocador de las políticas de “vista gorda” que había dejado proliferar el saliente presidente reformista, Mohammed Jatami, durante los ocho años de sus dos mandatos? Posiblemente por la economía, una monstruosidad estatista dominada por una sola rama (el petróleo, del que el Estado controla el 80 por ciento y del que obtiene el 80 por ciento del valor de las exportaciones, aunque el país, segundo productor dentro de la OPEP, debe importar parte del combustible que consume porque no tiene suficientes refinerías), donde un 25 por ciento de los jóvenes está desocupado y en que Ahmadinejad puso un fuerte énfasis al prometer un ingreso fijo a todos los iraníes y “beneficios a los pobres y los descalzos”, y al llevar un estilo de vida modesto que contrastó con el del millonario clérigo y ex presidente por dos veces Alí Akbar Rafsanjani –amigo de los empresarios–, todo lo cual le permitió retratarse bajo las ropas de un “Robin Hood islámico”. Es posible que, como a Hugo Chávez en Venezuela, los altos precios actuales del petróleo lo ayuden a cumplir estas promesas a los pobres. Pero también pesó el desencanto con los ocho años de Jatami y el hecho de que su experimento reformista fue bloqueado en cada instancia clave por los clérigos. A su vez, el reformismo puede ser popular entre las clases medias de Teherán, que miran al Occidente consumista y liberal –y, específicamente, al “Gran Satán” EE.UU.– como el patrón según el cual les gustaría moldear sus vidas, pero –parece– ha dejado de serlo en los sectores populares. A lo que Ahmadinejad aporta una fuerte dosis de bravuconería patrioterista, al reivindicar las ambiciones nucleares del país más sospechado de ayudar al terrorismo internacional y hablar de una ayuda a las empresas petroleras nacionales que todavía nadie sabe exactamente qué es. Bajo él, se ha dicho, Irán marcha camino a convertirse en un nuevo Afganistán talibán. Es difícil saberlo a esta altura, pero dos cosas son seguras: el nivel de tensión internacional va a aumentar y los altos precios del petróleo están aquí para quedarse.