Mié 17.09.2008

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

Reforma y revolución

› Por José Natanson

Marco Aurelio García, brillante asesor de Lula en temas internacionales, suele resumir la situación de Bolivia en una frase: “el problema es que el país está viviendo un proceso de reformas, sin salirse del marco democrático, pero tanto la oposición como el gobierno actúan como si estuvieran frente a una revolución”.

Algo de esto hay, por supuesto, y es lógico que cualquier habitante de Brasil –un país que suele procesar sus cambios, desde la independencia a la transición democrática, de manera lenta y apaciguada– se sorprenda ante las bruscas oscilaciones del péndulo boliviano. Pero también hay que decir que no hace falta una revolución para despertar la resistencia activa de las elites tradicionales. Alcanza con el enorme efecto simbólico del ascenso al poder de un líder indígena, una nacionalización –por otra parte bastante negociada– de los recursos naturales, y una serie de políticas sociales ciertamente más amplias que en el pasado, pero que no han puesto en peligro la macroeconomía más sana de las últimas décadas.

Para evitar las visiones fáciles que tienden a explicar todo lo que ocurre en Bolivia en términos de acoso imperial o –en el extremo opuesto– excesos de populismo, digamos que el problema puede definirse a partir de un movimiento doble. En las últimas décadas, el poder político se ha ido afirmando en el occidente del país: el largo de proceso de construcción política que concluyó con la elección de Evo Morales comenzó en El Chapare, la zona cocalera de Cochabamba, y estuvo marcado por varios hitos de movilización popular: la “guerra del gas” del 2003, iniciada en Cochabamba y rápidamente trasladada a La Paz, y la “guerra del agua” del 2005, en la que los pobladores de El Alto, la metrópolis indígena más importante de América latina, forzaron la salida de Carlos Mesa y abrieron el camino para la llegada de Evo al Palacio Quemado.

En este largo camino, un nuevo bloque de poder popular fue construyendo un proyecto político situado geográficamente en el núcleo altiplánico del occidente. En el referéndum revocatorio de agosto, Evo obtuvo records de aprobación en estas zonas, como el 82 por ciento conseguido en La Paz o el 83 por ciento en Oruro.

Pero mientras el poder político se afirmaba en el occidente, el poder económico se trasladaba al oriente. Hasta hace medio siglo, Santa Cruz era una provincia alejada del centro de las decisiones nacionales, una zona rural despoblada que recién comenzó a despegar luego de la Revolución Nacional de 1952, con la construcción del ferrocarril que la une con la Argentina y una expansión de su producción agraria, últimamente volcada a la soja. Hoy es por lejos el departamento más próspero de Bolivia: según la Cámara de Industria y Comercio, origina el 30% del PIB, genera el 62% de las divisas, produce el 50% de las exportaciones y recibe el 47,6% de la inversión extranjera. Es además la región más integrada al Mercosur y la que ostenta lo más parecido a una industria manufacturera que hay en el país.

Como Cataluña en España, Santa Cruz es un centro de poder económico que reclama margen de maniobra político y que ha conseguido arrastrar en su reclamo a los departamentos contiguos, entre ellos el de Tarija, donde se sitúan la mayor parte de las estratégicas reservas de gas. Sumados, los departamentos de la Media Luna explican el 70 por ciento del PBI nacional. Cuando lo entrevisté en La Paz, el vicepresidente boliviano, Alvaro García Linera, me dijo que la clave de la eficacia del reclamo cruceño fue haber logrado sintonizar su interés económico con una vieja demanda de autonomía, que no se inventó ahora pero que fue resignificada en clave de progreso material por las elites empresariales del oriente.

El movimiento, insisto, es doble. Por un lado, un occidente que se fortalece políticamente, pero que se ha debilitado en términos económicos como resultado de las reformas neoliberales y el hundimiento de la industria minera en los ’90. Y, por otro lado, un oriente económicamente muy potente, integrado a la región y crecientemente trasnacionalizado, pero que no ha logrado articular un proyecto nacional. Esto ha definido lecturas opuestas del drama nacional: para el bloque indígena, el declive es resultado de las reformas de los ’90; para las elites cruceñas, un efecto del centralismo asfixiante. Ahí reside el problema, más que en las operaciones desestabilizadoras de la derecha (que por supuesto existen) o las dificultades del gobierno para negociar y extender su influencia a todo el país (lo que también es cierto).

Y no es que sea algo nuevo. Luis Maira, especialista en política internacional y actual embajador de Chile en Argentina, sostiene que prácticamente desde el siglo XIX, Bolivia ha constituido un caso paradigmático de disputas y desacuerdos entre sus elites respecto de los objetivos del desarrollo nacional (Revista Nueva Sociedad Nº 209). Como ilustración, Maira recuerda que Bolivia es el único país sudamericano que ha cedido territorios a todos sus vecinos: a Brasil, el actual estado de Acre; a la Argentina, zonas de la Puna de Atacama; a Paraguay, sectores del Chaco tras la Guerra de 1932-1935, y a Chile, considerables territorios luego de la Guerra del Pacífico. En la actualidad, Bolivia tiene una superficie de 1.100.000 km2, menos de la mitad del territorio original en los diseños de Bolívar.

Estas tendencias centrífugas han hecho que Bolivia atraviese ciclos históricos similares a los de muchos de sus vecinos, pero viviéndolos de un modo particularmente dramático, con puebladas violentas, represiones feroces y un clima político de permanente crispación. Tal vez por esto, Bolivia ha parido en los últimos años una cantidad de académicos y pensadores, muchos de ellos dispersos por el mundo, cuyo peso intelectual no guarda relación con el modesto PBI de su país. Fernando Calderón, uno de los brillantes, suele responder con paciencia cuando sus amigos argentinos le preguntamos, en general con asombro, por el último drama de su país. Pero a veces, cuando está cansado o dolido o triste, prefiere dejar las explicaciones de lado y recurre a un viejo aforismo mexicano: “El que dice que sabe lo que pasa en Bolivia –explica– es porque está mal informado”.

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