EL MUNDO
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Alcances de un arresto
› Por Claudio Uriarte
La captura de Saddam Hussein no significa necesariamente un golpe letal a las capacidades de la resistencia: salvo en un punto: el dinero. Después de la muerte de sus hijos Uday y Qusay, es seguro que el autócrata árabe por excelencia retuvo las llaves maestras de la caja fuerte que alimenta las acciones. Pero, por lo demás, esas acciones no son muy sofisticadas, y ya es claro que Saddam no es la fuente directriz de todas las acciones: se trata de una guerra de baja intensidad y bajo costo –como disparar lanzagranadas contra helicópteros, o sincronizar la detonación de explosivos contra convoyes de transporte de tropas y vituallas largamente anticipados–, y muchos de los atentados de los meses recientes llevan la firma de los irregulares transfronterizos de Al-Qaida, un grupo ultrarreligioso que se aprovecha del colapso del régimen de Saddam pero no responde precisamente a su marca de neostalinismo árabe laico.
La administración Bush sale fortalecida, salvo en un punto: que la captura de Saddam Hussein llega demasiado pronto para las elecciones que recién ocurrirán dentro de 11 meses –como también, por otra parte, los signos de aparente recuperación económica–. El efecto positivo de la captura del tirano no sobrevivirá ese período si la economía no se recupera en serio, porque la economía es la llave de oro que garantiza la vigencia de todos los éxitos anteriores. La captura de Saddam es buena para Estados Unidos, pero, medida por su objetivo inicial, los resultados de la invasión parecen, hasta el momento, mediocres. El objetivo, crear una democracia árabe que derramara una inestabilidad pronorteamericana y benéfica sobre el mundo árabe, no se ha cumplido, y muestra pocos signos de avecinarse. El problema puede bien ser que EE.UU. no invadió un país, sino una construcción poscolonial hecha de tres países hipotéticos: la mayoría chiíta, la minoría sunnita –y gobernante– y la minoría kurda. En estas circunstancias, era previsible que cualquier intento de democratización llevaría al intento de la mayoría chiíta de establecer su supremacía. Esa mayoría es favorable a las prácticas de la República Islámica de Irán, con lo cual EE.UU. puede haber desatado un efecto perverso.
En general, está de moda caracterizar a Donald Rumsfeld, el jefe del Pentágono, y a Paul Wolfowitz, su segundo –quienes impulsaron la invasión–, como conservadores oscuros y pesimistas. Pero los resultados de la operación muestran algo distinto: son exponentes de una derecha revolucionaria y utopista, que puede estar fallando pese al éxito de ayer.
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