EL MUNDO › OPINION

La sonrisa del emperador

Por Atilio Boron

La sabiduría popular asegura que no hay bestia más peligrosa que la que está malherida. El imperialismo está malherido. Proclamó su victoria en el ridículo discurso que pronunciara George W. Bush disfrazado de piloto militar en la cubierta de un portaaviones sólo para convertirse en un conspicuo sepulturero de casi mil soldados, mercenarios, guardias privados y civiles norteamericanos a manos de quienes supuestamente los habían recibido con los brazos abiertos. Hoy, la preocupación excluyente de la Casa Blanca es salir de Irak ya: los nativos aprendieron rápido lo que palabras tales como “derechos humanos”, “libertad” y “democracia” significan cuando las pronuncian Bush o Blair, y están despidiendo a sus liberadores con un indigesto cóctel de metrallas. Se impone entonces una retirada. El sirviente español ya es un cadáver político. El mayordomo inglés siente que se le mueve el piso bajo sus pies y no sabe cómo bajarse del auto suicida. El escándalo de las fotos y videos tomados en la cárcel iraquí está carcomiendo aceleradamente el frente interno. Como en Afganistán, tierra arrasada no es igual a tierra conquistada.
La voz de orden es huir cuanto antes del infierno, pero es preciso disimular la derrota y hacerla aparecer como una aplastante victoria. Para eso nada mejor que apelar a esa incomparable sonrisa eternamente dibujada en el rostro de George W., enigma que supera al que suscita la sonrisa de la Gioconda. Si en ésta podría conjeturarse que la misma delata una sensualidad reprimida por los castradores cánones morales de la época, la crónica sonrisa del presidente norteamericano, en cambio, es de otro tipo. Es la misma que exhibía Mark David Chapman, el infame asesino de John Lennon cuando lo sorprendieron con el arma todavía humeante luego del magnicidio. Es la del sujeto cuyas pocas luces le impiden adquirir conciencia del desastre que producen sus acciones, y entonces sonríe; sonríe porque el mundo le resulta demasiado complejo para su simplicidad intelectual y demasiado tentador dada la impunidad que le otorgaba, en un caso, el del magnicida, su anonimato y, en el del emperador, su poder.
Pese a sus limitaciones, éste sabe que necesita un enemigo externo para ganar las elecciones. Irak ya no sirve porque entre los muertos y las fotos la carta de triunfo se ha convertido en un salvavidas de plomo. Por eso el emperador, con su característica sonrisa, vuelve sus ojos hacia América latina y endurece aún más el criminal bloqueo practicado contra el pueblo cubano, en una vil maniobra motivada por sus necesidades políticas y con total indiferencia ante los sufrimientos que ella va a provocar. Y también sobre Venezuela, que según algunos recientes informes albergaría más reservas de petróleo que la mismísima Arabia Saudita, excitando la codicia sin fin del imperialismo. Aquí el bloqueo no es posible, pero con la ayuda de los paramilitares colombianos, la “prensa libre” controlada por la mafia terrorista de Miami y la derecha más atrasada del continente tal vez la Casa Blanca pueda ayudar a olvidar el desastre iraquí. Pero los estrategas del imperio saben que Cuba, que resistió cuarenta y cinco años de bravatas y provocaciones, dará cuenta del hijo como ya lo hizo con el padre; y que Venezuela, con Chávez o sin él, ya nunca volverá a ser lo que era antes. Por eso, malheridos y temerosos, pueden llegar a ser más peligrosos que nunca.

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