EL PAíS › OPINIóN

La Gallega de la Zona Norte

 Por Vicente Romero

La Madre de Plaza de Mayo Dionisia López Amado falleció el sábado pasado.

Estas líneas fueron escritas pocas horas antes de su muerte.

Dionisia López Amado agoniza en la cama de un hospital bonaerense. Esta española Madre de Plaza de Mayo se nos va tras haber luchado incansablemente durante más de treinta años por la memoria de su hijo desaparecido y contra la impunidad de su asesinos. Apodada “Niza” por sus amigas y conocida como “la Gallega de la Zona Norte”, supo ganarse el respeto de todos por su carácter indómito, su serenidad y su valentía, cuando tuvo que echarse a la calle desafiando a la dictadura militar junto a otras madres de detenidos políticos, cuyo rastro se perdió en las mazmorras castrenses.

Dionisia había emigrado de la Galicia mísera y aterrada de la posguerra, en 1952, con su marido y su hijo de cinco meses. Lo crió en Argentina y lo perdió 24 años después, secuestrado junto a su esposa por los verdugos de la Junta Militar. Dionisia lo reclamó en comisarías y cuarteles, infructuosamente. Después, a lo largo de los años, nunca ha dejado de exigir verdad y justicia. La conocí en los momentos más duros del terror militar y desarrollamos un profundo cariño. La última vez que la vi fue en mayo, en la Feria del Libro de Buenos Aires, cuando Baltasar Garzón y yo le firmamos un ejemplar de El alma de los verdugos. Un trabajo que le está dedicado junto a Chicha Mariani, Elsa Pavón, Matilde Artés (Sacha), Cecilia Viñas y Mirta Baravalle que, como Dionisia, dieron generosas lecciones de dignidad y coraje.

En 2006, cuando rodamos el documental La máquina de matar, la Gallega recordaba el terror de la dictadura con estas palabras: “Aquellos años se vivían con miedo a la noche, terror a la noche. Se escuchaban los tiros y carreras en la calle... era un bum bum constante en el corazón. Amén del sufrimiento, porque un hijo es irreemplazable; puede haber 20, pero cada uno es irreemplazable. El terror fue muy grande. Y mucha gente fue muda, ciega y sorda por miedo también. Pudieron haber hecho más cosas, pero no hicieron nada porque el miedo era muy grande”.

Dionisia repetía siempre que en su corazón no había odio. Que no quería venganza y sólo necesitaba justicia. Lo decía orgullosa de no ser como sus enemigos. Ahora se está muriendo con más dignidad de la que jamás tuvieron los asesinos castrenses que destrozaron su vida. Se irá sin saber qué fue de su hijo y su nuera. Pero no derrotada, porque su voz, su fuerza y su perseverancia contribuyeron primero a la derrota de la dictadura y, finalmente, a acabar con la impunidad de los genocidas uniformados. Para enterrarla tendrán que ponerle el pañuelo blanco, con el nombre de su hijo desaparecido bordado, con que tantos centenares de jueves desfiló en la Plaza de Mayo.

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