Lunes, 5 de octubre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Repasemos una historia sencilla para pensar si en Argentina sería imaginable.
El miércoles pasado, el primer ministro británico presentó su programa ante el Congreso laborista. Al día siguiente, como reportó el corresponsal de Página/12 en Londres, The Sun, el diario de más tirada en el Reino Unido y el más influyente entre la clase trabajadora y las capas medio-bajas, anunció en su portada que dejaba de apoyar a Gordon Brown. El Grupo Murdoch –uno de los más poderosos del mundo– advertía así sobre su virtual pase a las filas del Partido Conservador, que lidera cómodamente las encuestas de cara a las elecciones del próximo mayo. Fenece de este modo el respaldo que el diario y la corporación le prestaron al laborismo, siempre de manera abierta, desde 1997. Brown, obviamente en preaviso de lo que ocurriría, dijo que “los diarios no ganan las elecciones”. Y su viceprimera ministra señaló que no hay que dejarse patotear. “Hay que salir a la calle y ganar la batalla”, agregó Harriet Harman. Así de fácil, si se quiere, el líder y el partido gobernante de los ingleses fueron explícitamente contestes de que el mayor de sus emporios periodísticos les quitaría el saludo. Y en efecto, se lo pusieron en la tapa. Algo similar sucede en España con El País, del Grupo Prisa, que está en guerra abierta contra el gobierno de Zapatero porque éste osó afectar los negocios multimediáticos de la corporación al abrir la oferta de la Televisión Digital Terrestre: los derechos de retransmitir el fútbol por suscripción nunca estuvieron en manos que no fueran las de una sociedad controlada por Prisa. Y es así que El País aparece arrojado poco menos que en brazos de los conservadores del Partido Popular cuando, desde el fondo de la historia posterior a Franco, el diario llegó a ser definido como la Biblia de los socialistas. La guerra alcanza el extremo de que un dirigente del PSOE apuntó, literalmente: “O el gobierno se carga a Prisa o Prisa se carga al gobierno”.
¿Alguien es capaz de ensoñarse con que aquí podría suceder algo similar? No nos referimos a la guerra entre medios y Gobierno, sino a su sinceramiento expreso en cuanto a los apoyos políticos concretos que eso significa. No es chuparse el dedo. Es eso de la sinceridad, nada más o nada menos. De la misma forma en que los grandes grupos de prensa de Estados Unidos y Europa, y también de Brasil y buena parte de América latina (aún comandados, como en Argentina, por la agenda que trazan sus diarios, revistas y periódicos), no tienen empacho en desnudar no ya sus inclinaciones político-electorales, sino, directamente, para quiénes volcarán su bajada de línea. The New York Times, Le Monde, The Washington Post, O Globo, Le Figaro, todo lo que en Italia no cooptó Berlusconi y lo que sí, las publicaciones uruguayas, chilenas incluso, tienen un “contrato” histórico con sus consumidores por el cual advierten no sólo que hablan desde equis lugar ideológico, sino que en procesos electorales o frente a episodios específicos dicen editorialmente con quiénes juegan. ¿Qué diferencia hay con la obviedad de para quién tuercen sus informaciones y opiniones Clarín y La Nación, por caso? Es cierto: semántica, ninguna. Pero ética, sí. Quizá se trate de otro estilo de cinismo. Sin embargo, el periodista interpreta que hay un mínimo respeto por ciertos códigos elementales del ejercicio de la profesión, que consisten en dejar cristalino el sitio desde el que se dice tal o cual cosa. No aparecer arrastrados, en una palabra. Si tomamos nota de esas firmas y esas voces y esas caras que por aquí, abordado el punto de la ley de medios audiovisuales y amparados en la defensa de la libertad de expresión, insisten en hablar de la necesidad de un “periodismo independiente”, hay una distancia marcada con quienes no se permiten usar ese artilugio, esa falacia, esa hipocresía.
Todos sabemos –los que pertenecemos al ambiente y los que están fuera pero no comen vidrio, porque basta con no ser un analfabeto ideológico– que la bestial campaña de prensa en contra de la ley responde a negocios afectados. ¿Qué tiene que ver eso con la dichosa libertad de prensa? ¿Hace falta resguardarse ahí para criticar el proyecto? No. Podrían hacerlo cuestionando aspectos técnicos dudosos e, incluso, fugando hacia delante mediante el señalamiento de cuestiones socioeconómicas, del tipo de cómo apoyará el Estado a nuevos actores mediáticos que sin el respaldo de las arcas públicas no tienen chance de ingresar al mercado. Pero hagamos lo siguiente, porque cuando una coyuntura es tan ardorosa andan todos sensibles por lo que regla la discusión: saquemos la ley del medio y veamos otras expresiones.
La Iglesia Católica, mediante su jefe, Bergoglio, volvió a arremeter contra el escándalo de la pobreza y no hay forma de desmentida objetiva. Pero como el desafío es de subjetividad, esperanzado uno en que lo anterior haya quedado claro, también es objetivo preguntarse cómo es que los príncipes católicos descubrieron la pobreza recién ahora. O por qué dan cuenta con tanta fruición. ¿En la dictadura y en el menemato no había un escándalo de pobres? Pues parece que no, si se comparan los documentos y manifestaciones oficiales de los monseñores con la cantidad, calidad y –sobre todo– entusiasmo de los que hacen circular en este momento. ¿Cómo se hace para estar en misa y a la par en una procesión que favorece, o intenta beneficiar, a un bando determinado?
El largo conflicto en la ex Terrabusi pone furioso al establishment: revela, como con los trabajadores del subte, la terrible incomodidad que le producen unas bases que desbordaron a la patronal burocrática. Y carecen de prurito para meter la cuña de La Embajada. Y avivan el fuego de los automovilistas perjudicados como si el tema central fuese ése y no lo impune de una multinacional que insiste en perpetrar cuanto le venga en gana. La gran prensa sigue invicta en eso: la culpa final es inevitablemente de los laburantes, nunca de sus socios de libertad de mercado.
¿Y cómo hace la patota agraria para asimilar su interés al de la Patria? Su principal construcción simbólica continúa pasando por un carácter de apoliticidad, que se pretende con la exclusiva intención de que los dejen producir para generar el derrame de sus buenas intenciones. Es decir, que el Estado sea un estúpido observador incapaz de tocarles el bolsillo.
En definitiva, no se trata de mejores o peores, sino de la claridad del reglamento. Carrió, por la derecha, es lo único de la oposición que verbaliza sus favoritismos con nombre y apellido. Supo decir que prefiere los monopolios o grandes grupos económicos de la prensa a cualquier alternativa propuesta por el oficialismo. Y los Kirchner, aun cuando se arguya que hay dudas sobre sus intenciones últimas, trazan un relato de centroizquierda por el que también nominan a quienes tienen enfrente. Todo el resto se presenta cual gran otario de la vida.
Y la pregunta es cuánta gente está dispuesta a creerles.
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