Lunes, 5 de octubre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Diego Fischerman
La figura del “cantante popular” es, desde ya, compleja. Sus posturas personales, la vida privada, la coherencia entre ese territorio supuestamente íntimo y la actividad pública no son sólo un acompañamiento, un condimento de la música sino, a veces, parte de la propia música. Hay, en todo caso, una ilusión de autobiografía. Se supone –y el cantante en muchas ocasiones juega a ello, conscientemente o no– que el artista canta su propia vida.
A diferencia de un novelista, que podría contar muchas historias, el cantante sólo cuenta la propia. Y funciona, en ese sentido, como símbolo de pertenencias sociales y afinidades culturales. Que para la última dictadura militar argentina fuera un dato significativo el hecho de que algunos de sus perseguidos tuvieran en sus casas discos de Mercedes Sosa o que el ser parte de su público bastara para la condena ideológica dice, a su pesar, mucho acerca del valor y de la capacidad de representatividad cultural de la cantante. En efecto, ella cultivó un modelo de artista en que la mímesis con el público era fundamental. Su pensamiento, sus ideales, su postura ideológica eran hasta tal punto parte de la esencia de lo que hacía que resultaba inimaginable –y no sólo para la limitada capacidad intelectual de los dictadores– un público que no se le pareciera. Gustar de sus canciones, es decir de su manera de interpretar un conjunto de piezas tradicionales y de los más grandes compositores del género en las últimas décadas de la Argentina, era, sin duda, amarla a ella.
Si fuera necesario un solo ejemplo del peso simbólico de Mercedes Sosa alcanzaría con aquellos trece recitales en el Opera. Haber estado allí y, después, tener los discos, era una bandera. Esos recitales, como la marcha de la CGT en marzo de ese año, como los pronunciamientos de la Multipartidaria eran signos de que la fuerza de la dictadura se resquebrajaba. La cantante prohibida y exiliada volvía, pero no sólo para cantar. En primer lugar, estaba el propio significado de ese reencuentro con el público. Pero además estaba la naturaleza heterogénea del grupo que la acompañaba, de sus invitados: Mercedes Sosa ya no cantaba “folklore” sino que venía a representar la música popular en su conjunto, desde las melodías anónimas del Noroeste hasta el Cuchi Leguizamón y desde Cobián y Cadícamo hasta Gieco, Piero, María Elena Walsh o Charly García.
Desde entonces abundaron los cruces, pero hubo también una vuelta a las fuentes y al cobijo de ese mundo estético que a falta de una palabra mejor se sigue llamando folklore. Una trayectoria de más de cuarenta años que define por un lado a una intérprete única, con una voz de riqueza de matices y fraseo excepcionales y, por otro, a la explicitación más acabada y perfecta de la canción popular –y de sus artífices– como signo de su tiempo.
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