Lunes, 1 de febrero de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Pablo Bonaparte *
A la salida del cine, Guillermo comentó, como para sí: “Cómo les cuesta a los yanquis entender las conexiones simbólicas. Si no hay cables, no hay conexión...”.
Avatar, el nuevo tanque americano, reproduce la conquista de nuestro continente, representando la ocupación de una luna con nativos “buenos”, sin desarrollo tecnológico, por parte de terrícolas ambiciosos con toda la tecnología. El personaje principal es un terráqueo que nos recuerda a Juan Martín de Abújar, el único de los sobrevivientes de una de las primeras expediciones en busca de El Dorado durante el siglo XVI, quien de prisionero de los indios pasó a chamán de la comunidad. Pero, en el caso de Juan Martín, la historia siguió. Cada vez que una expedición de españoles pasaba por su nuevo pueblo, se lo llevaban a la “civilización” y de allí se escapaba una y otra vez para retornar a su vida en la selva. Si mal no recuerdo, terminó sus días en prisión por loco.
Pero hoy no vamos a conectar con la historia sino con ciertos imaginarios occidentales que están presentes en Avatar.
De ninguna manera Avatar roza el etnocentrismo de Tarzán, ese bebé blanco que en el continente negro sobrevive a todo para convertirse en rey de la selva. Ningún negrito perdido había jamás logrado tanto. De todas formas, Tarzán no fue rey sólo por ser blanco sino por descender de un lord inglés. Para conducir lunas de otros planetas a nuestro cine alcanza hoy con un cabo de la marina norteamericana. Hay una razón también en privilegiar el músculo y el corazón sobre la cabeza, tanto en Tarzán como en Avatar: es en ella donde reside el mal de la civilización.
Sin embargo, otro viejo libreto europeo está presente en Avatar: “El que tiene mayor tecnología está condenado a invadir al que menos tiene”. Esa es la razón por la cual los marcianos nos conquistaban en las películas del siglo XX y los terrícolas, a los marcianos en el XXI. Y qué decir de la vieja oposición tecnología-naturaleza como cosas irreconciliables que nos hacen ver futuros salvajes o tecnocráticos. ¿Tenemos posibilidad de pensar desde acá una tecnología en armonía con la naturaleza? La película tiene un sentido en EE.UU. y otro acá. Aquí no se puede combatir la ausencia ni generar odio a lo que precisamos para crecer... ¿Se imaginan una Argentina industrial y tecnológica? Impensado. Por suerte, lo nuestro es la soja y las vacas. Ellos tienen que cargar con el peso de Caín y nosotros con el de Abel.
Seguimos leyendo la realidad a la forma y modo en que los europeos se/nos domesticaron. El poder tecnológico y la razón siguen separados del afecto, de la responsabilidad para con el otro y del compromiso con los que vendrán. Mientras tanto, el cine alimenta que los invasores pierden y los pobres ganan mágicamente... En una investigación que realizamos junto a Mariano Garreta, financiada por el Conicet, obtuvimos en tres encuestas a lo largo de diez años que los estudiantes universitarios representan a las clases altas como inteligentes pero poco afectivas, y a las clases bajas como afectivas pero poco inteligentes, sin variación. La opción de estos chicos en el futuro estará determinada por esa representación social: “¿Voy a ser una persona rica pero fría, o un tipo bueno pero pobre?”. Avatar, además de una película “impresionante”, no termina de ser más que otro ladrillo en la pared.
* Antropólogo, director del Mercado Nacional de Artesanías Tradicionales Argentinas (Matra).
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