Cuando muere un contemporáneo del que se nos invita a hablar, lo primero que surge es una frase insospechada: “Lo conocí cuando...” Yo no lo conocí a Pasquini Durán y poco sabía de él. Pero lo conocí como lector de sus escritos sabatinos. No mucho más. Me entero de que trabajó con Walsh. El periódico de la CGT de los Argentinos. Como tantos, yo lo repartía en las universidades. Por lo tanto, hay un derecho necrológico, el de decir que lo conocí también por eso y allí. Creo haberlo leído lo suficiente, más de lo que puedo recordar, porque en realidad no se lee para recordar lo leído o saber algo más sobre las cosas. Se lee para tener un momento fugaz de diálogo con un desconocido que, sin embargo, se nos hace presente con la periodicidad de un cumpleaños o el vaivén de un reloj a péndulo.

Vagamente sabía algo de él, como de tantas vidas. Pero al leer que ha fallecido me sorprendo por la familiaridad con que puedo imaginarlo. Su estilo me agradaba mucho, difícilmente se me pasó sin leerlo un sábado, el día en que amenaza terminar la semana, pero sólo consigue una fusión equívoca con el domingo. En las crónicas de Pasquini los hechos más turbulentos venían envueltos en una trama reflexiva, con un dejo de pedagogía escéptica, expulsando totalmente cualquier manierismo sin dejar de darle estatura moral al drama público. Eran piezas clásicas y elegantes, que se dejaban ver como moderadas a pesar de su toma de posición explícita. Era la gran herencia del periodismo argentino, siempre en peligro, que Pasquini contribuyó a mantener viva: la opinión volcada a los hechos y enhebrada con discreción y sabiduría. Esa prudencia en la firmeza (y aun diría en el combate) es lo que conocía de Pasquini. Nos apersonábamos rápido a esa página entera del sábado, y el reflejo costumbrista de ir a ella ahora nos dará solamente la evocación del hilo frágil pero persistente que nos unía al cronista.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.