Martes, 25 de mayo de 2010 | Hoy
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Por Martín Granovsky
La casa es sencilla. Típica del siglo XVIII. Blanca, alargada en el terreno, con techo a dos aguas, piso de cerámica color ciruela, galería con vista a la arboleda. La casa y el parque están encerrados entre algarrobos de un verde intenso. Selvático. En esa parte de Salta ya no hay Puna y llueve. Hay que apartarse de esta construcción que fue un casco de estancia para ver el horizonte al sur. O caminar hacia el este cruzando el pasto mientras las chicharras suenan como bocinas en el algarrobal. La pared con las placas de homenaje está ahí, a unos metros bajo el sol. Diez metros por dos de placas. De presidentes, del Ejército, de la Marina, de la Aeronáutica, de un Concejo Deliberante, de un intendente, una escuela, una delegación extranjera. Lo que corresponde. Para eso es la Posta de Yatasto, donde la tradición dice que se encontraron Manuel Belgrano y José de San Martín en enero de 1814. “Y también estaba Güemes”, informará el cuidador, tan salteño como Martín Miguel.
Una sola placa desentona de la solemne presencia de las demás. Está hacia el norte de la pared, la escribieron con letra cursiva y dice así: “1810-1910. El Centro Obrero de San José de Metán dejan este humilde recuerdo de la Independencia a donde descansaron los generales San Martín y Belgrano, que nos dieron Patria y Libertad. Yatasto, 25 de Mayo de 1910”.
Metán está muy cerca de Yatasto. Hoy es un centro sojero, de cereales y de porotos. ¿Qué trabajadores estaban tan organizados como para agruparse, así fuese para un homenaje, en el Metán de 1910? Anarquistas no eran. Los anarcos no suelen cantar a la patria y estaban preocupados, más bien, por aguar la fiesta del Centenario en Buenos Aires. ¿Será cierto que el 25 de mayo de 1910 la Avenida de Mayo no tuvo sus luces a pleno por un sabotaje? Indicios hay. Seguro es cierto que la aristocracia prohibió hasta el circo y cerró preventivamente La Batalla y La Protesta, los periódicos anarquistas, antes del 25 de mayo. Para que ni una letra enturbiara el orden del festejo.
En la placa no hay, tampoco, referencia de que fueran trabajadores socialistas.
¿Sería alguno de los centros de obreros construidos por la aristocracia del noroeste junto con los obispos de la zona para compensar la fuerza de anarquistas y socialistas? ¿Esos mismos centros que, por fuerza de la realidad, a veces terminaron dándose vuelta con sacerdote y todo contra la oligarquía salteña?
Una rareza. En Yatasto, frente a la pared de placas de bronce, es difícil resistir la tentación de curiosear hilando datos e imaginando hipótesis. En 1910 San Martín no era, todavía, un objeto de culto. Ricardo Rojas publicó El Santo de la Espada recién en 1933. Es verdad que los restos fueron trasladados de Francia y colocados en un terreno junto a la Catedral en 1880. Es cierto que Bartolomé Mitre publicó su Historia de San Martín y la emancipación Sudamericana en 1887. Pero el culto a los próceres se institucionalizó más tarde, en los años ’40. Yatasto, por ejemplo, fue declarada monumento histórico en 1942.
Pero además, ¿por qué los obreros de Metán eligieron a San Martín y Belgrano para el centenario de la Revolución de Mayo? ¿Qué asociaron para romper la previsibilidad burocrática de 1910 en relación con 1810 y colocar allí innovadoramente a San Martín?
¿De qué trabajaban esos obreros de Metán que un día fueron hasta Yatasto y dejaron su placa? ¿Eran “las gentes que llevan impresos los síntomas de un paludismo agotante y matador”, como escribe Juan Bialet Massé en su “Estado de las clases obreras argentinas de 1904”, sin duda uno de los trabajos más importantes de la historia de este país? ¿Tendían las vías del ferrocarril? La palabra Metán aparece en el maravilloso libro de Bialet Massé, el republicano catalán que Joaquín V. González, el ministro del Interior de Julio Roca, contrató para que escribiera una descripción certera de la situación laboral en la Argentina. Los obreros habían pasado de trabajar diez horas y media a emplearse nueve horas. Preguntó Bialet Massé por qué no ocho. Le contestaron que si los trabajadores del Ferrocarril Central Norte pasaban más tiempo en el trabajo, se emborrachaban menos. Y el catalán registra que trabajo no falta: dos trenes diurnos de pasajeros y cuatro nocturnos de carga. El trato patronal es bueno. El problema, que se extiende más al norte hasta Perico, en Jujuy, es el paludismo. Los jefes de estación mueren antes de cumplir cinco años de servicio.
Cuenta Bialet Massé que el Central Norte tiene una sociedad de socorros mutuos. “Pero mal entendida”, escribe. Y explica: los propios obreros tienen que hacerse cargo de la quinina contra el paludismo y de pagar a los médicos, y la sociedad entra con frecuencia en quiebra.
En la zona, la mayoría de los obreros del ferrocarril es criollo. “Sólo el criollo del interior puede aguantar tan miserables sueldos”, razona el investigador.
“Cierto que adolece de defectos y tiene vicios arraigados, pero no es su obra ni es responsable de ellos”, dice. “No se tiene en cuenta que durante ochenta años se le ha pedido sangre para la guerra de la Independencia, sangre para guerras extranjeras, sangre para guerras civiles, y a fe que ha sido pródigo en darla.”
Las máquinas, los trenes y los talleres del ferrocarril mezclaron a los obreros criollos y a los europeos.
¿Cuántos de los que llevaron la placa hasta Metán eran descendientes de guerreros de la Independencia? Todavía hoy, en Perú, se usa la frase “más terco que mula tucumana”. Eran tucumanas las mulas para las minas de Potosí y Huancavelica que desde el siglo XVI fueron llevadas por el mismo camino que antes habían usado los pueblos originarios. El mismo camino apretado en la Quebrada de Humahuaca que recorrerían a fines del siglo XIX y durante el siglo XX los trenes, hasta que Carlos Menem los convirtió en baldíos polvorientos. El mismo camino que cabalgaron y por donde marcharon a pie soldados y guerrilleros de la emancipación.
Siempre vale la pena imaginar los primeros años del siglo XIX desde el Noroeste. No es para oponer tontamente la historia de una región. Es para completar. Ningún otro lugar de la Argentina tiene esa tradición oral y geográfica tan fuerte, igual a la de Bolivia. En ningún otro sitio, a uno u otro lado de la frontera, se sienten con tanto realismo las guerras de independencia. La bandera blanquiceleste de Vilcapugio está en la Casa de la Libertad de Sucre, la antigua Chuquisaca. También el retrato de Juana Azurduy, que “por acciones heroicas nada comunes a su sexo” fue nombrada por Belgrano con el grado de teniente coronel de Milicias Partidarias de los Decididos del Perú. En la Universidad de Chuquisaca se recibieron de abogados Moreno, Castelli y Bernardo de Monteagudo. A 200 metros de allí comenzó la Constituyente que convocó Evo Morales y terminó produciendo la Constitución del Estado plurinacional boliviano.
Los caminos siempre fueron los mismos.
Vuelto como jefe militar a Chuquisaca, Castelli prohibió la servidumbre indígena y propuso conceder el voto a los humillados. Hizo redactar los decretos en castellano, aymara, quechua y guaraní. Y festejó el 25 de mayo de 1811 en Tiahuanaco.
Cada nombre de Salta o de la Quebrada de Humahuaca es una zamba. Y si no es zamba, fue batalla. Y fue sangre, como descubrió Bialet Massé con una perspectiva histórica que se envidia más de un siglo después en este Bicentenario, frente a tanta discusión módica.
Una obsesión módica es preguntarse qué proyecto tenían los miembros de la Primera Junta exactamente el 25 de mayo de 1810. ¿La independencia? ¿La autonomía? ¿La recuperación transitoria de soberanía? Rara la obsesión. El 25 de mayo de 1810 sucedió hace 200 años. Se trató de un día, claro, y por eso tiene su valor de símbolo y conmemoración. Pero pensar es otra cosa distinta a ubicarse como si uno estuviera el 26 de mayo de 1810 y debiera imaginar el futuro en caliente. ¿Acaso hoy no disfrutamos de la perspectiva histórica suficiente como para destilar la reconstrucción de un tiempo que fue de independencia y de autonomía, localista y a la vez internacional, rioplatense y americano, con raíces en el incario y también en Londres, con toques de Haití y de la batalla de Ayacucho? ¿Es tan difícil pensar la historia como un proceso más rico que un reportaje al paso?
Otra obsesión es 1910. Circula un elogio rudimentario: en 1910 sí que había proyecto de país (hoy no), sí que había clase dirigente (hoy no), sí que había inserción económica en el mundo (hoy no), sí que la Argentina figuraba entre los principales países del planeta (hoy no). El elogio intenta comparar un país en pleno proceso migratorio, con obreros e industrias apenas en estado de espermatozoides y habitantes todavía sin derecho al sufragio universal, con la compleja Argentina de 2010. Y, como en el caso anterior, prefiere el fetichismo de un día a la historia de tranco largo. Con un agregado: muchas de las realizaciones de los conservadores de aquel tiempo fueron destruidas no por socialistas, anarcos, yrigoyenistas, peronistas de cuño laborista o izquierdistas de todo linaje sino por los neoconservadores que se reclaman herederos de la elite de 1910.
El pasado tiene una ventaja y una desventaja: así fue. No tiene vuelta. Se puede ser nostálgico, como el tango. O tierno, como los obreros de Metán con su “humilde recuerdo”. Pero quedarse en el pasado es melancolía, y la melancolía mata. La Argentina vive hoy injusticias horribles. Queda mucha construcción social pendiente. Sin embargo, desde los primeros años del siglo XIX que los argentinos no estaban envueltos en una ola de transformación en sintonía con muchos de sus vecinos. Una ola de transformación, entonces y hoy, heterogénea, contradictoria y diversa pero tan cálida y maciza como una placa de bronce junto a los algarrobales.
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