Miércoles, 16 de marzo de 2011 | Hoy
EL PAíS › REFLEXIONES SOBRE MARIO VARGAS LLOSA
La presencia del escritor peruano-español en la Feria del Libro sigue alimentando el debate: Mario Goloboff apela a la historia de la visita a Buenos Aires en 1926 de Filippo Tommaso Marinetti, un vanguardista que terminó en el fascismo. Eduardo Grüner desarma el maniqueísmo de Vargas Llosa sobre intelectuales K o anti-K para clausurar la polémica.
Por Mario Goloboff *
No bajo la presidencia nacionalista y populista (según dicen) de don Hipólito Yrigoyen sino bajo la del atildado Marcelo Torcuato de Alvear (1922-1928), se produjo la visita a nuestro país de Filippo Tommaso Marinetti, que desató una inmensa batahola entre la muy culta y cultivada (también dicen) sociedad porteña.
No se trataba de cualquiera: Marinetti había gestado el Futurismo, uno de los movimientos más precoces y audaces entre los que constituyeron las vanguardias artísticas y literarias de principios del siglo XX y que trastocaron para siempre la obra de arte, la concepción del arte, la idea de la función del arte como motora de los cambios en la vida de la humanidad. Desde su ángulo, el Futurismo contribuyó, y mucho, a esas transformaciones, especialmente en el dominio de la pintura, de la escultura, de la arquitectura, de la música, de la poética y de la lingüística. Impugnó como ninguno la vieja cultura, sobre todo la de las bibliotecas y los museos en tanto depósitos de ella, las ciudades históricas, turísticas (“la Venecia pasatista”, especialmente), con palabras que no toleraban los cenáculos: “podrida de romanticismo”, “vieja rufiana” y voces semejantes.
Las vanguardias estéticas y literarias del siglo XX nacieron como protesta al arte precedente, que encontraban anquilosado, pero también contra un estado de cosas en la sociedad, al que consideraban perimido. Estas vanguardias, por eso, son las primeras y las únicas que se plantean no solamente cambios en las formas estéticas sino que afirman la colosal idea de que, a través de ellos, se producirán cambios en la vida cotidiana de los hombres.
Los vanguardistas se incorporan, por eso, casi en masa, a todos los movimientos revolucionarios de la época. Se vuelven, o ya lo eran de antes, anarquistas, socialistas, comunistas. Estarán contra la Primera Guerra Mundial, con los movimientos maximalistas y con las revueltas en Alemania, en Hungría, con la Revolución rusa (de cuya deformación stalinista muchos terminarán siendo víctimas), derivarán hacia diversos movimientos comunistas o trotskistas. Una de las pocas excepciones, entre los más notables vanguardistas, será la de Filippo Tommaso Marinetti: él se proclamará amigo de Benito Mussolini, fascista sin carnet, “orgulloso de haber colaborado en la grandeza de la Italia de hoy” (Carta a La Nación, Buenos Aires, 19 de junio de 1926).
Ese año, Marinetti inicia una gira por América latina sostenido por un potentado ítalo-brasileño, de apellido Viggiani, y viene desde Brasil, donde ha provocado tumultos y estallidos de cólera en Río de Janeiro y en San Pablo, que la prensa argentina reproduce con alarma. Por eso, la primera pregunta que, en respectivas entrevistas, tanto La Prensa como La Nación formulan al entrevistado es sobre la índole eventualmente política de su visita. Al igual que la revista de la vanguardia argentina, Martín Fierro, que después de subrayar el rupturismo de Marinetti, se muestra preocupada y señala que ella “por su espíritu y su orientación, repugna de toda intromisión de esta índole /.../ Y acaso no sea innecesario declarar, para evitar alguna molesta suspicacia, que con Marinetti, hombre político, nada tiene que hacer nuestra hoja” (Nº 29-30, del 8 de junio de 1926). (Fundada a iniciativa de Evar Méndez y Samuel Glusberg, Martín Fierro convocó a un grupo inicial formado por Ernesto Palacio, Conrado Nalé Roxlo, Pablo Rojas Paz, Luis Franco, Cayetano Córdoba Iturburu, y a partir del más celebre Manifiesto de toda la literatura argentina –Nº 4, mayo 15 de 1924– los muchachos de entonces que la capitanearon fueron Jorge Luis Borges, Norah Borges, Oliverio Girondo, Eduardo González Lanuza, Leopoldo Marechal, apoyados por los menos jóvenes Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes.)
Ante tan poco hospitalaria recepción (el diario Crítica, el de mayor tiraje de la época, asentaba el 7 de junio de 1926: “Es un mensajero del fascismo, disimulado bajo un ropaje literario”), apenas desembarca en Buenos Aires, Marinetti se apresura a advertir en Radio LOZ (perteneciente a La Nación) que aquí solamente tratará asuntos de naturaleza artística y no política. Sin dejar de subrayar, por cierto, que en Italia “el orden es admirable, las industrias son florecientes, todo el país progresa cada día más. Es el inmenso resurgimiento de una raza que no ha perdido nada de su vigor proverbial” (La Prensa, 8 de junio de 1926).
En realidad, Marinetti era mucho más que un simpatizante del fascismo: puede ser considerado uno de sus fundadores. En medio de la guerra, después del desastre de Caporetto, creó los Fasci politici futuristi, junto a Settimelli y Mario Carli. La segunda asociación de arditi (grupos de choque) se constituyó en su propia casa; fue candidato del movimiento en las elecciones de 1919, participó arrojando explosivos a una manifestación de socialistas y anarquistas tras el fracaso electoral, y en la posterior destrucción del local de ¡Avanti!. Y finalmente fue arrestado junto a Mussolini cuando se descubrieron bombas y armas en la redacción del Popolo d’Italia. Luego de este viaje por América latina fue nombrado Académico Real de Italia (1929), volvió a la Argentina en 1936 como delegado al Congreso del PEN Club e integró la comisión del Index Fascista en 1939, encargada de censurar publicaciones, especialmente de autores judíos.
Pese a las normas de seguridad que se tomaron y a la vigilancia que estableció Orden Social, hubo temores de que la primera conferencia en el teatro Coliseo no pudiera iniciarse, y tanto La Protesta (anarquista) como La Vanguardia (socialista) alentaron el enojo. Pero Marinetti se cuidó de hablar solo de Futurismo y todo transcurrió en paz. La Prensa y La Nación destacaron que hubo un público “selecto y numeroso”, mientras que para La Vanguardia y La Fronda no llenó medio teatro. Varias conferencias más (en la Asociación Wagneriana, en Amigos del Arte y en el interior: La Plata, Córdoba, Rosario) se celebraron en el mismo clima.
Luego, una calma inusitada comenzó a rodear la gira, y hasta cierto aburrimiento ante la falta de novedades futuristas y la repetición de lo que Marinetti venía diciendo sobre la materia, por lo menos desde 1909. Hasta que se suscitó un debate, ya puramente estético, con un joven antifuturista en el diario La Nación (16 de junio de 1926): Lucas Ayarragaray (quien, con los años, habría de ser uno de los fundadores, en el ocaso del primer peronismo, de la Democracia Cristiana, convencional en la reforma constitucional del ’57 y candidato a la presidencia de la República por ese partido en 1958) hizo un análisis ideológico, estético y espiritualista del Futurismo y lo acusó de empírico, materialista y vulgar. Marinetti respondió fieramente, sosteniendo que, en la práctica, desde Giotto y Miguel Angel a (Enrico) Prampolini todos habían sido futuristas, y eso atizó, aunque en tono cada vez menor, las polémicas. Hasta La Fronda (nacionalista, conservador) asentó: “La faz revolucionaria de Marinetti, su personalidad profundamente dinámica, originadora de grandes escándalos, nos está resultando un mito. Hasta ahora no encontramos nada futurista en su persona ni en sus declaraciones”.
El balance fue más sabroso: Martín Fierro, en su Nº 30-31, del 8 de julio de 1926, tras reprochar a la gran prensa (a la que siempre habían tratado de acartonada y “adocenada”) que nunca se ocupara de la vanguardia argentina, decía que ese silenciamiento, contrapuesto a toda la bambolla armada acerca del personaje Marinetti “es el recurso de los imbéciles y los ignorantes para tratar de salvar medianamente su atraso y la ausencia de información”.
Lo menos que puede decirse de estos acontecimientos es que la intelectualidad argentina (aunque todavía no se llamaba así) no lo recibió con agrado. Y que, parece, tenía sus razones.
* Escritor, docente universitario.
Por Eduardo Grüner
Uno duda, mucho, antes de darle más “largas a Vargas” –para retomar la feliz expresión radragasiana de Horacio González–. Muchos amigos dicen: Vaya, ya basta, ¿van a alargar la lata hasta la sanata? Argumento atendible. Es un riesgo, sí: hay cosas más dramáticas, Libia, Japón (a lo mejor tiene razón Rep y viene el tsunami final antes de la Feria). Y, aun admitiendo quedarse entrecasa, dicen, no será darle demasiada manija al plumífero (alguien debe recordar ese epíteto del colorado Ramos), no será darle demasiado pastito a las fieras, dale, largá, que venga, diga lo que quiera y se vaya, y a otra cosa, total, estas pavadas pasan, igual ni tirios ni troyanos van a cambiar de opinión por lo que diga ninguno de ambos bandos. El propio Vargas debe estar pensando eso, en su nuevo papel de “primer sorprendido”. Pero, no, mire, Vargas, el tema es otro, no es usted, no sólo usted, por lo menos. El tema es, justamente, ese de los “dos bandos”, de los tirios y troyanos. Así que usted sabrá disculpar, usted comprenderá, porque es un hombre de textos, que lo usemos como pre-texto para discutir eso. Vea, lo voy a decir, para empezar, con un apólogo. Viñas se nos fue prematuramente –como pasa siempre–. Voy a ser completamente egoísta, y hasta un poco brutal. Pero es que me atrevo a pensar que más de uno habría alquilado balcones –parece que en una época los balcones se alquilaban– para escuchar qué le respondía David. ¿Quiero decir con esto que lo habría hecho mejor que González? Claro que no: lo habría hecho de otra manera, seguro, pero la respuesta de Horacio –la habrá leído, imagino, ya que leyó las anteriores– es impecable (como dicen los uruguayos). No, Vargas, la ventaja de Viñas es que usted no habría podido tan a la ligera tacharlo –porque usted lo usa como tachadura: como anulación y descarte– de intelectual “K”. O sea: usted se hace el distraído, o, como se dice, “finge demencia”, dando por descontado, con un plumazo, que todo el que se atreve a objetar lo que usted piensa y dice es un intelectual “K”. Es una doble operación –hábil, pero hay otros hábiles, créame, que han adquirido habilidad de lectura leyéndolo a usted entre muchos–: paso uno, todos los que se le oponen son “K”; paso dos, a los que son “K” –usted no necesita explicar esto, lo da por sobreentendido– los descalifica como intelectuales. Su lógica, en este punto, me hace acordar a la de los muchachos de la Liga del Norte italiana, que llaman “africanos” a los de Sicilia, dando por sentado que “africano” es un insulto. Pero, Vargas, usted sólo está insultando a su propia inteligencia: usted sabe, es un hombre de letras, que no puede usar una letrita para tapar una maniobra ideológica tan ramplona. Y si se la cree en serio, permítame, con toda humildad, que le corrija su doble error: paso uno, no todos los intelectuales que lo discutimos –perdone que me incluya pedantemente en esa magna categoría, es para ir rápido– somos “K”; paso dos, no todos los intelectuales que ademáss son “K” actúan como “funcionarios”, aunque desempeñen alguna función: como diría una psicóloga amiga, “no proyecte, Vargas”: si algún “funcionario” hay en este debate, no es precisamente González. Pero no hay, en verdad, tales errores (tal vez sólo algún exceso): todo esto usted lo sabe perfectamente. Sigamos –como dijo otro intelectual argentino– con el “paso a paso”: paso uno, usted les da letra fina a sus amigos de la nación (de cualquier nación, puesto que usted se precia con justicia de ser cosmopolita) para que “tachen” a los intelectuales discutidores de “K”, es decir de peleles de alguna voz “oficiosa”; paso dos, ya que estamos, usted alimenta –porque a sus amigos les conviene– un lamentable sentido común que viene creciendo como una fatalidad desde el lío aquel de la 125 (usted estaba casualmente aquí, se debe acordar): a saber, que todo el que piensa diferente –no digamos ya en contra– de lo que piensan sus amigos es una suerte de fundamentalista “K” irracional, troglodita, un poco fascistón, o estalinistón, vaya a saber. Vale decir: una especie de alambicada, retorcida, bizantina teoriita de los dos demonios, con usted trabajando de ángel componedor. No sé bien cómo logró imponerse ese gigantesco (e interesado) malentendido de que aquí todo es “K” o anti-K”, pero usted, Vargas, bien que lo aprovecha. Y, mire, no, no hay ángeles y demonios tan fácilmente etiquetables, al menos por fuera de extremos sobrehumanos. En la tierra firme hay otras cosas: hay luchas políticas e ideológicas, por ejemplo, que implican toda clase de complejos matices, alineamientos “coyunturales” dentro de las estrategias “estructurales”, todo eso que no facilita esos acantonamientos simplotes que sus amigos (y no solamente: a algunos “K” también les sucede) nos quieren vender. Usted eso también lo sabe, Vargas, o lo sabía. En los años ’60 –supongo que no lo ha olvidado– usted firmó la famosa carta de protesta ante el gobierno de Cuba por el caso Padilla. ¿Lo hizo porque ya entonces era de derecha? No, al contrario: lo hizo porque era de izquierda, y le pareció (no hace falta ahora abundar sobre las complicaciones del asunto) que había cosas que no se podían hacer en nombre de la izquierda. Un gesto bien consistente. ¿Y necesito recordarle que aquel manifiesto lo encabezó nada menos que Sartre (a quien, dicho sea de paso, usted destrató tan peyorativamente en su prólogo a Madame Bovary. Qué nos esperará a los demás...)? Es decir: hubo un tiempo en que usted sabía discriminar sin ser un discriminador. Por supuesto, después usted cambió de idea. Nada tenemos que objetar a eso, entiéndase. Todo intelectual tiene el derecho –y hasta la obligación, si ese vuelco lo siente honestamente en su “fuero interior”, como se dice– de defender sus cambios de ideas. Pero una cosa es cambiar de idea, y otra cambiar de posición. Me explico, o trato: una cosa es, sea de izquierda o de derecha, ejercer el deber intelectual de criticar lo que se juzgue criticable también en el propio “bando”, y otra cosa es escamotear detrás de la crítica al otro bando las perversiones del propio (eso se llama “parte por el todo”, “fetichismo ideológico”, y en el límite clínico “psicopatía”). Porque, caramba –no, empezamos esto como pequeño homenaje a Viñas, así que no digamos “caramba”–, carajo, Vargas, usted sabe bien, ha leído a Shakespeare, que hay más cosas entre el cielo y la tierra que las que nuestras filosofías pueden explicar. Sabe bien que no le basta anteponer la letrita “K” para ocultar, como quien tapa el sol con el pulgar, que hay muchas posiciones que oponerle (suponga que le digo: yo no soy “K”, Vargas; entonces, ¿qué hacemos? ¿Se niega usted a discutir conmigo? ¿O alucina que estoy de su lado?), así como sabe bien que no le basta citar su oposición a Videla o a Pinochet para ocultar su apoyo a las masacres de Irak o Afganistán, perpetradas por los mismos, o equivalentes, mandantes de Videla o Pinochet. Y, con todo respeto por las proporciones, sabe bien que no le basta tildarlo a González de “funcionario” para invalidar sus argumentos. Y sabe bien que la crítica intelectual, que usted tanto ha ejercido bien o mal, no es censura, ni llamado a la prohibición, ni linchamiento. Y si usted sabe todo eso, Vargas, ¿está entonces jugando el jueguito de la “razón cínica” (con perdón de esa notable escuela filosófica de la Antigüedad)? Lo hemos leído mucho, como dice Horacio, y nos cuesta creer semejante cosa. Claro que el aprecio literario tampoco es garantía de nada, y –aunque me gustaría insistir en que este es un debate político, no poético– Américo Cristófalo, en alguna de estas mismas doce páginas, pudo arriesgar no que usted no “escribe bien” –no conozco una definición infalible de qué significa eso– sino que, junto con su ética, usted había cambiado su literatura. No sé, tal vez los liberales, y para colmo un poco ingenuos, seamos nosotros: todavía creemos que un intelectual tiene deberes. Consigo mismo, para empezar. En todo caso, para volver al principio, no se me ofenda, pero usted es una simple excusa, que “cayó como peludo de regalo” (habrá leído, casi seguro, nuestra poesía gauchesca). La anécdota feriante, en sí misma, carece de mayor trascendencia; hablamos de otra cosa. No hace falta que gallee, pues, que patotee con que entonces ahora sí va a venir a hablar de política, etcétera. ¿Qué quiere que le repliquemos? ¿“Que se venga el marquesito”? No, Vargas, no vamos a usar ese lenguaje de bravucón entorchado para darle el gusto de que siga ciniqueando con la pavada de que lo tratamos del mismo modo que la dictadura. Usted puede venir cuando quiera, no hace falta que se lo digamos ni que nadie le dé permiso. Ni siquiera que lo inviten. Sepa, sí, que respecto de este tema, “estamos en otra”. Diga lo que le plazca, donde le cuadre. Ni la ciudad ni los perros argentinos lo van a maltratar. Lejos de ello, usted puede, si quiere, tener con nuestros intelectuales, sean o no “K”, una buena conversación. En la Catedral, incluso, si gusta. O en la vereda de enfrente: desde allí también se puede hablar en serio.
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