Dom 21.08.2011

EL PAíS  › OPINION

Los porqué del por cuánto

Saludos desde Brasil, una vieja costumbre. El supuesto aislamiento, desmentido de nuevo. El apoyo popular, de nuevo. El veredicto, para mirar y ver. Las derrotas, posibles reacciones. Las del kirchnerismo desde 2008, más allá de las palabras. Y otros detalles.

› Por Mario Wainfeld

Bendito el que hizo el porqué
pa’ disculpas de los males,
bendito el que hizo el porqué
pa’ disculpas de los males,
si te lo querés saber
preguntá y después contame.

José Larralde, “Canción del porqué”

En mayo de 2003, entre la primera y la (luego abortada) segunda vuelta electoral, Néstor Kirchner se reunió con el presidente brasileño Lula da Silva. No bien se supo que Carlos Menem desistía del ballottage, Lula llamó a Eduardo Duhalde para congratularse, sin ambages: “este triunfo también es mío”. Desde entonces, la relación entre el mandatario brasileño, Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se ahondó y no precisó intermediarios. En la semana que hoy acaba, la presidenta Dilma Rousseff llamó a su par argentina Cristina Fernández de Kirchner para compartir el entusiasmo por el resultado de las primarias. Es un tópico opositor llenarse la boca ensalzando a los mandatarios del PT, sin reparar en que estos (que efectivamente son dirigentes notables) saben a quién quieren en la Casa Rosada. Miran a la Argentina como aliado estratégico, sabiendo (y, por ende, deseando) que nuestro país debe ser liderado por el peronismo, aunque no por cualquier peronismo. No el del Consenso de Washington y la depredadora política privatizadora e individualista de los ’90 sino el del siglo XXI.

Rousseff no fue la primera en comunicarse con Cristina Kirchner, su colega uruguayo José Mujica le había ganado de mano. El presidente colombiano Juan Manuel Santos expresó sus plácemes cara a cara, en su visita oficial. Hombre de derechas, Santos ha venido cinco veces a la Argentina, el país que más frecuentó. Alabó el legado regional de Kirchner, puso por las nubes a Unasur. El politólogo Juan Gabriel Tokatlian cifró la lógica de una relación ascendente en un artículo publicado en el diario colombiano El Tiempo: “En política exterior, ni todo pragmatismo es virtuoso, ni todo lo ideológico es problemático. Lo equívoco y costoso es el dogmatismo, entendido como una posición inflexible, ingenua e intolerante”.

La Argentina no está aislada en el mundo, ni expele un hedor de zorrino que la distancia del vecindario. Basta mirar las cifras de intercambio, las reuniones de presidentes, los logros de la incipiente Unasur. Quienes quieren hacerlo pueden comprender. Los que no pasan de largo. Así le pasó en las exequias de Kirchner, en las que los mandatarios nombrados y muchos otros dieron cuenta de su empatía, su dolor, su afinidad en grandes metas. En ese trance doloroso y germinal, una muchedumbre despidió al ex presidente con afecto y respeto e infundió “fuerza” a la Presidenta. El apoyo, tremendo, no era mensurable en términos de representación electoral (eso sobrevendría meses después, el domingo pasado), pero sí daba cuenta de un estado de ánimo colectivo, que incluía identidad, esperanza. Y cuyo nervio constitutivo distaba sideralmente de estar determinado por el odio o el rechazo o la furia.

Hace una semana, esa vibración cristalizó en las urnas. Hay, todavía, quien niega el fenómeno, lo minimiza o lo reduce a causas únicas y simplistas. El monocausalismo vende bien y exime de repensar, una tarea que produce jaqueca a quien no está bien adiestrado. La monocausa puede variar, sin apartarse de la huella del (no) pensamiento único: el duelo bien manejado, “Fuerza Bruta”, el voto plasma, la carencia de unidad de la oposición. Ideólogos de la talla intelectual de Hugo Biolcati o Marcos Aguinis o formadores de opinión que perdieron la brújula y la chaveta rechazan la complejidad y también se niegan al noble arte de mirar. Para contar hay que entender, para entender hay que ver, para ver hay que mirar. Encerrados en un microclima, alertando acerca de la venida del lobo, crédulos de sus propias fantasías, los pastorcitos están desconcertados.

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El peso del número: Los resultados de las primarias desalentaron dobles lecturas o ambigüedades. Pudo haberlas, con otros márgenes, pero la magnitud de la cosecha de Cristina Fernández de Kirchner, sumada a la distancia con sus competidores, habilitó una lectura cuasi ecuménica. Será entre muy difícil e imposible variar en lo sustancial el veredicto, la diferencia de legitimidades, el peso político otorgado por el pueblo soberano a unos y otros. De ahí las tareas que se asigna cada cual. Los opositores, mantenerse, y si es posible acrecentar un poquito. Concentrarse en pocas gobernaciones, varias intendencias y las dos cámaras del Congreso nacional (ver asimismo nota aparte).

El oficialismo “va por más”. No “sólo” por mantener el valor simbólico de llegar a la mitad más uno, de ser mayoría y no cómoda primera minoría. También por recuperar terreno en el Congreso. La Presidenta se reunió con ministros, con consultores electorales, con sus operadores más requeridos, empezando por el secretario legal y técnico Carlos Zannini. Dialogó con sus espadas parlamentarias, se dibujaron simulaciones. La intención es acumular en el Congreso. Con algunos votos más acá y allá, el Frente para la Victoria (FpV) puede lograr quórum propio en el Senado y coquetear con él en Diputados. Ningún futuro está garantizado antes de ocurrir, pero la experiencia comparada y las encuestas de los días después concuerdan: las victorias amplias imantan adhesiones, las derrotas duras las ahuyentan.

Cristina Kirchner intervino mucho en el armado de las listas a diputados, con el síndrome de la resolución 125 entre ceja y ceja. Se empacó en poner candidatos “del palo”, por desafiar a las estructuras convencionales del territorio o el movimiento obrero. La jugada afronta dos pruebas ácidas, secuenciales. La primera (eliminatoria) son las elecciones mismas, en las que se puede pagar un precio, a la baja, por depender casi exclusivamente de la tracción de la Presidenta. La segunda, el desempeño (la “lealtad”) de los legisladores que entren. Si se repite la tendencia de las primarias, la Presidenta habrá acertado. La táctica electoral es resultadista, como el fútbol de alta competencia.

Se especuló con cortes “por abajo”, rebeldías provinciales o comunales. Los guarismos desbarataron las profecías (ver asimismo recuadro aparte).

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Aprender de la derrota: Ganar o perder las elecciones puede tener significados distintos, en función de las expectativas o posibilidades. Para el Frente de Izquierda y de los Trabajadores ganar era trascender el piso exigido para conseguir presentarse en octubre. Para los opositores hipotéticamente más taquilleros (Ricardo Alfonsín, Eduardo Duhalde, a último momento Hermes Binner) era sustancial la interna entre ellos y lograr un segundo puesto a distancia no invalidante. El FpV estaba forzado a superar el 40 por ciento, comprobar que era viable su victoria en primera vuelta.

Las asimetrías son patentes, lo cabal es que, en sustancia, se gana o se pierde. Y que el abecé del político con olfato es admitir la derrota y rectificar rumbos en consecuencia. Los competidores que mordieron el polvo el domingo tienen que mirarse en un espejo común, no en el que les dibujaron los medios dominantes. Y repasar datos duros, más didácticos que arengas de un CEO multimediático o de cronistas de ocasión.

El kirchnerismo accedió a la Casa Rosada con menos del 23 por ciento de los votos, módico caudal que compartía con Duhalde. En 2007, en vida de Kirchner sin viudez ni luto, duplicó su patrimonio tras (y como consecuencia de) cuatro años de gestión. En 2011 maneja una cifra mayor, es un delirio desconectarla de su acción de gobierno.

En 2008 y 2009, el oficialismo sufrió sendas derrotas. Verbalmente las desconoció o ninguneó. En el rectángulo de juego, tomó debida nota, reformando políticas. Se argumentó “hay que profundizar el modelo”. A fuer de sencilla, la consigna eventualmente confunde a propios y ajenos. El rumbo, los objetivos, se mantuvieron. Los instrumentos se renovaron a niveles, literalmente, impensados.

La estatización del sistema jubilatorio no integraba la cartilla del kirchnerismo que, en ese terreno, se había conformado con una medida homeopática, que fue cambiar la orientación de los contribuyentes que no eligieran a qué sistema aportarían.

La ley de medios, acaso, rondara el pensamiento de la Presidenta, más atenta al universo discursivo y su disputa que el mismo Kirchner. Pero la norma misma, el debate social inclusivo que la precedió, la convocatoria que incluyó rebosaron de novedad, de olor a menta.

Tras la derrota en el conurbano a manos de un contrincante sin historia, el kirchnerismo dedicó parte de su libido a indagar qué intendentes o punteros se habían dado vuelta o bajado los brazos. Tales pesquisas y potenciales represalias son una bolilla de su curricula. Pero, sobre todo, el oficialismo hizo introspección, miró (para ver) a los votantes que se le alejaron. Decidió (entendió) que sus políticas laborales y sociales, exitosas en promedio, no resolvían todos los problemas de la clase trabajadora. Ni siquiera, plenamente, el de los ingresos. Y puso en práctica la Asignación Universal por Hijo (AUH), que no sólo estaba afuera de su menú, sino que era rechazada, con surtidos razonamientos, en su vértice superior.

El matrimonio igualitario, ni qué decir.

Cada una de esas medidas, los mayores saltos de calidad del mandato de Cristina Kirchner, unió lo útil con lo agradable. Según el caso, mejoró la ecuación fiscal, amplió derechos, redistribuyó mejor el ingreso, posibilitó una pulseada más pareja en el ágora mediática. De ellas se derivan la recuperación de votos en los grandes medios urbanos, en las ciudades y villas donde moran más pobres, en sectores relevantes de clase media y de la juventud.

Hasta el traspié con “el campo” fue procesado e indujo rectificaciones. No se declamaron, se llevaron a la práctica. Entre cien torpezas más, el Gobierno trajinó la disputa con secretarios de Agricultura pintados, ceros a la izquierda por motivos diferentes. Se cambió el rumbo con la creación del ministerio, la designación de Julián Domínguez (un funcionario hábil y dinámico), la puesta en acto de medidas que revisaban la cerrazón oficial y su necia praxis de unir en la protesta a todos sus interlocutores.

La autocrítica se tradujo en acciones, muchas de ellas fundantes de una nueva, y mejor, institucionalidad.

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Por doquier, por mucho: En Atamisqui, un pueblo santiagueño, el FpV superó el 93 por ciento de los votos. En la Ciudad Autónoma, Córdoba y Santa Fe ganó, sí que con un porcentaje sensiblemente menor. Los números divergieron en diferentes latitudes, aunque los unificó un mensaje legitimador. El kirchnerismo batió o goleó a sus adversarios en 27 de 28 provincias, en casi todas las ciudades, en el interior y las capitales, en toda la escala social (con un arraigo más sustantivo en la base popular). Las elecciones –el cronista se repite– las ganan o las pierden los gobiernos, cuyas acciones son el núcleo del veredicto. Acá se sopesó a una fuerza que comandó el país ocho años y que produjo infinidad de medidas económicas, sociales o vinculadas a derechos humanos, laborales o sociales. Puesto a optar, el pueblo soberano emitió un dictamen lapidario, con cifras que implican un puñado de records históricos.

Si en octubre, como todo lo indica y casi todos los jugadores aceptan, se repite el resultado, la Argentina no devendrá, por encanto, un país maravilloso. Persistirán niveles preocupantes de desigualdad (incluso al interior de la clase trabajadora), carencias de vivienda, mala distribución de la propiedad de la tierra. Harán falta reformas impositivas, en el sistema de salud, en materia de seguridad. La nómina es enorme, una elección no es una panacea. Lo que expresó, inapelablemente, el pueblo soberano es por quién opta para seguir remontando la cuesta de una nación que hace diez años parecía al borde de la disolución, sin Estado, sin gobierno, sin moneda, sin soberanía y con la autoestima por el piso. De ahí nos vinimos, apenas ayer.

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