Miércoles, 13 de junio de 2012 | Hoy
EL PAíS › EL TESTIMONIO DE ALCIDES CHIESA, SOBREVIVIENTE DEL CIRCUITO CAMPS
Frente al tribunal que investiga la represión ilegal en los centros clandestinos dependientes de Ramón Camps, Chiesa relató su secuestro, su cautiverio, su liberación y poco a poco contó que había militado en “política cultural”.
Por Alejandra Dandan
¿Qué significó la persecución política para la dictadura? ¿Cuáles fueron las víctimas de la represión? Alguna de esas respuestas, que a esta altura parecen sabidas, en realidad todavía son objeto de elaboración de algunos sobrevivientes. Algo de eso expresó ayer frente al Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, que juzga a los represores por los crímenes del Circuito Camps, Alcides Chiesa. Alcides, que era estudiante de cine en el ’77, quedó secuestrado después de que le secuestraran su primera película. Los desaparecedores habían asesinado ya a uno de sus mejores amigos, fotógrafo y sindicalista, militante de Montoneros. Su propia relación con el espacio del compromiso político, de la militancia de su amigo y aquello mismo que él estaba haciendo con sus películas y con el arte fueron datos que aparecieron de a poco en la declaración, como si él mismo estuviera aún elaborándolos.
“¿Por qué la dificultad para hablar de todo eso?”, le preguntó este diario a la salida de la audiencia. “Porque yo a estos hombres –dijo sobre los represores– todavía no los entiendo.”
El sábado 15 de octubre de 1977, a las seis de la tarde, Alcides estaba con su mujer en la casa de su padre. Habían almorzado ahí. Y a esa hora oyeron el timbre de la puerta. Cuando preguntaron, les dijeron que era Manuel Olivera, el pintor sobre el que él había hecho su película. Así empezó la declaración en el teatro de La Plata, con la sala en negro, y él de espaldas a los represores.
“Manuel era un pintor de Quilmes –explicó–. Yo era estudiante de cine e hice una película sobre sus pinturas. Curiosamente, hice una película como estudiante, yo estaba en el Instituto Nacional de Cinematografía y un día me informaron que había sido secuestrada la película. Para mí fue una sorpresa porque era una película sobre una pintura. No era sobre política, no molestaba a nadie, jamás me informaron cuáles fueron las razones. Olivera expresaba la soledad desde el punto de vista místico. Y daba como ejemplo a las personas que estaban secuestradas, pero no era un recurso político –explicó–, sino un ejemplo de la soledad. Pero eso fue el antecedente de lo que luego me iba a pasar a mí.”
Aunque en ese momento no lo supo, en el Instituto de Cinematografía no solo ya no estaba su película, sino su legajo de estudiante, sus registros y sus trabajos. Y él mismo desaparecía de la memoria de quienes lo atendían todos los días: “Cuando años más tarde volví para ver cómo hacía para terminar el trámite y recibirme, la persona que todos los días me saludaba me dijo que de ninguna forma yo había cursado ahí, que no había pasado nadie con mi nombre, que lo que yo decía era mentira. Y eso que ya era durante el gobierno de Alfonsín”.
A Alcides lo secuestraron el mismo sábado 15 de octubre del ’77. Detrás del pintor, un grupo operativo preparó una trampera. “Había un despelote bárbaro –recordó– y en ese momento aparece gente de todos lados, estaban escondidos alrededor de la casa, me agarran entre diez o quince. Le dicen a Manuel Olivera que se vaya.” Lo pasearon entre la Brigada de Quilmes y Puesto Vasco, el centro clandestino que ahora se investiga en la causa. Un circuito de idas y vueltas entre uno y otro lugar que terminó dos meses más tarde con algo parecido a una liberación. Luego volvió a ser secuestrado, lo hicieron pasear por la Unidad 9 de La Plata y el penal de Rawson antes de que lograra, en 1980, irse del país, a Alemania y España.
Antes, entre la película del pintor y su vida de estudiante de cine, había empezado a mantener encuentros semanales con Juan Antonio Ginés, uno de sus mejores amigos. Antonio era militante peronista, había sido sindicalista en una fábrica, entonces estaba clandestino y las “citas” con Alcides se hacían todos los lunes en la carpintería del padre de Alcides. “Las citas eran una forma de encuentro de seguridad y yo después me acercaba a su familia para decirle que él estaba bien, porque no tenía contacto con ellos. Un día no apareció. Cuando ese sábado llaman a la puerta y salgo, me preguntaron si conocía a Antonio. Yo les dije que sí. Ellos me dijeron: ‘A ése ya lo bajamos’.”
A Antonio lo habían asesinado el 14 de octubre. De la familia de Alcides se llevaron a él, a su mujer y más tarde también levantaron a su padre, un radical, dueño de la carpintería. Mientras Alcides estuvo detenido y ensayaba cómo fugarse y se quedaba porque sabía que podían matar a su mujer o a su padre, les pidió a los desaparecedores alguna explicación de por qué estaba ahí. No entendía lo de la película, insistía con que solo era el retrato de una pintura. No se reconocía en ninguna militancia asociada a lo que ellos llamaban subversión. Su amigo militaba, había estado en la JP, estaba en Montoneros, él no. En más de una ocasión, esas respuestas le valieron castigos. Alcides les hacía algún chiste y le iba cada vez peor.
Un día, cuando estaba alojado en la Unidad 9, lo llamaron porque había conseguido una visa para irse a Estados Unidos. Uno de los carceleros lo fue a ver con sus antecedentes. “Yo le dije que no tenía la más mínima idea de lo que me estaba diciendo. Y me mostró una carpeta con fotos de los lugares de secuestro y vino con una serie de acusaciones absurdas: que en el año ’77, de marzo a octubre, yo había hecho enorme cantidad de atentados, instrucción militar por lo menos en cuatro organizaciones políticas subversivas, pero yo les contesté que en todo caso para 1977 también dormía, porque por más ‘síndrome del terrorista’, con toda esa descripción daba la impresión de que no había parado un segundo.”
Después de la respuesta, en lugar de mandarlo a Estados Unidos lo subieron a un avión encapuchado y lo trasladaron a Rawson. “Por suerte todavía no sabía que tiraban a la gente de los aviones, si no creo que me hubiese dado un ataque cardíaco.”
Alcides explicó que fue a partir de ese momento que decidió no hacer más chistes y sumarse a las mentiras que sobre él construían las fuerzas de seguridad. Pero entre las mentiras había algunos datos verdaderos. Uno de ellos era que en su casa había guardado un equipo de interferencia de señales de su amigo Antonio. Alcides no lo dijo en la audiencia con claridad hasta que se lo preguntó un abogado defensor, como si sobre eso todavía existiese algún tipo de impugnación. Ese camino habilitó hacia el final de la declaración algo distinto: una forma más descontracturada de contar. Volvió a hablar de su amigo Antonio, de cómo eran tan amigos que él había sido fotógrafo de su película, que se iban de vacaciones juntos. “Y Antonio entra a militar en política –dijo–. Yo también tuve una militancia en el período peronista, yo milité en la JP y trabajaba en los barrios carenciados. Porque antes de mi primer trabajo en mi vida como inspector en la municipalidad, trabajaba en las villas. Conocía muchísimo las villas, la gente, y creo que fue lo que me llevó a militar. Y bueno, él entra a militar en Montoneros. Nosotros discutíamos bastante en ese momento porque yo no compartía algunas ideas, por ejemplo enfrentar a los militares directamente, me parecía una forma suicida de actuar. Me parecía que había que hacer una resistencia política. Pero he sido un tipo de mucha actividad política, más allá de mis películas, en las que uno transmite lo que piensa. Cuando militaba más que nada militaba en política cultural, hablaba con la gente de cómo hacer películas, enseñábamos teatro en las villas.”
Afuera, tras la declaración, Alcides dijo algo más. Como si todo eso que acababa de contar, como sucede con otros sobrevivientes, frente al compromiso de quienes perdieron la vida, hubiera sido poco importante.
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