Lunes, 1 de octubre de 2012 | Hoy
EL PAíS › UN DESAYUNO CON HORACIO GONZáLEZ
Por Fernando Cibeira
Días atrás, fue de los pocos en el kirchnerismo que opinó que había que prestar atención al malhumor que se desprendía del cacerolazo, una declaración a contramano de la lectura que prevaleció en la Casa Rosada. “Me preocupó la encarnadura que tuvo”, repite ahora que ya pasó un tiempo y que se supone que anuncian otra protesta. Pese a que dirige la Biblioteca Nacional desde hace casi ocho años, Horacio González, sociólogo, ensayista, mantiene una voz de autonomía intelectual. Así, acepta que “la sociedad atraviesa un momento de debate muy dramático” y que eso lo tiene “un poquito nervioso”.
González se mudó hace unos meses, dejó San Telmo y se trasladó a Boedo. Asegura que está contento con el cambio aunque extraña el bar Británico, lugar del que fue habitué durante años y donde promete volver en cualquier momento. Igual, el Café Margot, en Boedo y pasaje San Ignacio, no está nada mal. Una esquina tradicional, con varios diarios para leer y música moderna. Un cartel fileteado asegura que en esta esquina en la década del ’40 don Gabino Torres y su esposa doña María inventaron el sandwich de pavita. Pero la hora no es propicia para la especialidad, mejor un café con leche y tostadas.
Horacio González acepta la charla advirtiendo que la coyuntura es más para “meditar lo que se dice que para las frases sueltas” a las que el periodismo es tan proclive. Frente a la tesis de Artemio López que asegura que el cacerolazo no cambió nada porque esa gente es la misma que nunca votó al kirchnerismo, González replica que “lo que cambió es que ahora está en la calle” y con enjundia fuera de lo común. “El nivel insultante fue llamativo, en la protesta el insulto sustituyó a la palabra”, define. Una de las características que lo hacen reflexionar es el ruido de las cacerolas. “Anuncia un tipo de disconformidad de carácter difuso, se volvió un símbolo en Argentina”, desliza. En otro momento la describirá como “una banda sonora que anuncia ‘estamos al margen del Estado y de la política’”.
Por momentos habla en torrente, en otras –menos– se queda callado, elaborando un poco nuevas definiciones. Le presta atención al hecho de que se haya replicado una protesta en Nueva York por más que fueran unas pocas personas. “No me ocupo del mundo de las estadísticas. Acá también la protesta se dio en barrios donde antes no se daba, de ahí su fuerza política”, describe. “Una mancha que se disemina”, dirá luego sobre el caceroleo. Una fuerza de “contornos borrosos”.
Ve difícil que la oposición pueda capitalizarlo. “Macri puede ser, su mensaje también es difuso”, piensa. Otra coincidencia, anota, un modo de política que empieza a definirse a partir de considerarse propietario. La defensa es a “mi casa, mi seguridad, mis vacaciones, mis ahorros”. Establece que más que burguesía –un concepto que perdió cierto sentido– esto sería “propietarismo”. “Cercan su casa, dicen cualquier insulto, hay una anulación ciega de la palabra presidencial”, enumera sus características.
Con respecto a la Presidenta, destaca sus mensajes que tienen “distintos planos”. También lo maravilla el manejo que hace de “los diferentes tiempos”: el constitucional, el día a día, el de la fugacidad del ser político. Destaca que nunca hasta ahora se había abierto una discusión sobre la cadena nacional. “No es sobre la palabra, sobre lo que se dice, sino de la metodología del uso”, explica.
González se tienta con una tostada de pan negro para acompañar su cortado “americano”. Se acerca un hombre que trabaja en el museo del Banco Ciudad, un bonito edificio art déco ubicado justo enfrente, y le dice que le quiere acercar unos folletos para que conozca de qué se trata. Desde sus inicios, Horacio González se convirtió en una de las caras reconocibles de Carta Abierta, el espacio de debate creado por los intelectuales cercanos al Gobierno al calor de la puja con los sectores agropecuarios que encontró motivos para perdurar y hace poco difundió su carta número 12. Como ya es habitual, la última carta fue un poco más extensa que las anteriores. “Es que el funcionamiento se parece cada vez más al de un partido político, con comisiones divididas por temas, y luego cada comisión quiere que sus conclusiones queden plasmadas en el documento”, explica González, aclarando que las cartas tienen muchos redactores. Parece que le tocó especialmente la crítica del radical Ricardo Gil Lavedra, quien le apuntó al “barroquismo absoluto” de la redacción. “El barroco nació como un intento de divulgación, hoy parece un intento de ocultamiento. Pero, ¿a qué llamamos claridad? ¿A un escrito de Gil Lavedra o a un dictamen de Zaffaroni?”, replica.
A propósito del problema de las “frases sueltas” de un documento de varias páginas, lo único que reprodujeron algunos medios fue la referencia a la reforma constitucional. “La reforma es una discusión posible entre tantas otras. Lo que pasa es que la expresión ‘re-re’ es muy atractiva para los medios que combaten la reforma. ‘Re-re’ significa el capricho de un gobernante con pretensiones perpetuas, y no es el caso. Habría que buscarle otro nombre”, reflexiona.
La cuestión de las muchas “discusiones posibles” lo hace pensar en un momento de debate “muy dramático”. “Está todo en debate: la edad del voto, la seguridad urbana, hasta la propia figura del presidente”, ejemplifica. Para alguien que dice no sentirse especialista en el “binarismo”, en el que si no es esto es aquello, la situación lo tiene “un poquito nervioso”. Aunque amaga seguir la charla, González toma su carpeta y se prepara para ir a su trabajo en la Biblioteca, que ya es hora, aunque sin dejar de pensar sobre el tema de la entrevista y alguno otro nuevo que se le aparezca en el camino.
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