Sáb 30.03.2013

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Campañas

› Por Luis Bruschtein

En un escenario donde los medios han tomado un protagonismo inédito en la disputa no solamente de sentidos sino también de poder concreto, son previsibles algunos comportamientos. Se entiende que si se habla de disputa, se está hablando de dos flujos confrontados, con muchos matices y diferencias hacia el interior de cada uno. No es tan fácil diferenciar la disputa por los sentidos de la disputa de poder porque en general van juntas. Cuando hay un debate de contenidos hay una puja por hacer prevalecer determinada mirada sobre el mundo, lo cual es una disputa de poder también. Pero en este caso se trata de una disputa de poder entre dos espacios políticos concretos. Una diferenciación esquemática sería por ejemplo si uno está de acuerdo con las marchas de repudio a la dictadura que se hacen todos los 24 de marzo y otro está en desacuerdo. Allí hay una disputa por el contenido, miradas opuestas o diferentes sobre un hecho del pasado que proyecta conceptos hacia el presente. Los organismos de derechos humanos estarían en un vértice y los viejos represores y generales como Videla, en el otro.

En ese mismo ejemplo, una disputa de poder sería tratar de destruir a los organismos de derechos humanos, se esté de acuerdo o no con lo que ellos representan, no tiene importancia en este caso, ya que se trata de destruirlos porque se estima que el prestigio de esos referentes fortalece al Gobierno. Es un espacio político concreto que trata de prevalecer sobre otro desgastándolo o debilitándolo. En esa disputa el contenido no importa, lo que importa es la disputa de poder. Son los debates menos enriquecedores aunque suelen llevar luz a algunos rincones porque terminan por poner en evidencia prioridades, falsos discursos, actuaciones y, en el mejor de los casos, los límites, flaquezas y renuncios de algunas formas de pensar.

Resulta simpático que en esa encrucijada podrían llegar a confrontar alguien que dijo alguna vez o dice todavía estar de acuerdo con los organismos de derechos humanos, pero trata de destruirlos, con alguien que nunca les dio importancia y que ahora los defienda. Pero ésa sería la postal menos común. Hay otro debate igual de insólito entre quienes siempre dijeron estar de acuerdo con los organismos de derechos humanos. La diferencia es que algunos mantienen esa posición y otros ahora quieren destruirlos porque priorizan esa lógica de disputa de poder político.

El acto del 24 de marzo fue uno de los más masivos de los últimos 37 años. Hubo una fuerte presencia de movimientos sociales y políticos kirchneristas pero también mucha gente que asistió como todos los años convocada por el contenido de la fecha y los organismos de derechos humanos más allá de la discusión entre oficialistas y opositores. La presencia masiva de estos manifestantes convocados por los derechos humanos terminó de definir a favor de esa convocatoria la puja con otros organismos y algunos partidos de izquierda opositores que hicieron otro acto en el mismo lugar un poco después. El acto que convocan las Madres, línea fundadora, las Abuelas, Familiares, Hijos, Hermanos, con el respaldo de APDH, CELS y otros organismos, terminó por reafirmarse como continuidad de la primera convocatoria masiva que realizaron en el 20º aniversario de la dictadura, en 1996. E incluso como continuidad de los que se hicieron antes de eso, cuando apenas se reunían 300 o 400 personas en los alrededores de la Pirámide.

Esa experiencia de lucha es intransferible, por eso resultó absurdo el intento de estos partidos de izquierda por apropiársela. Esa experiencia, el prestigio que conlleva y la capacidad de convocatoria que mantiene, constituye un capital que el espacio político que nuclea a la oposición al Gobierno considera peligroso porque ve al movimiento de derechos humanos como parte del espacio político que respalda al Gobierno.

El espacio político de oposición al Gobierno, que incluye a los grandes medios, ha buscado esmerilar, desprestigiar o anular la influencia del movimiento de derechos humanos en la sociedad. Los grandes medios y algunos de sus columnistas, incluso algunos que ganaron notoriedad a la sombra de los organismos de derechos humanos, se convierten en una herramienta importante de esas campañas.

Casi en forma inmediata a la designación del nuevo papa Francisco y la reproducción de los testimonios de dos jesuitas que acusaban a su ex jefe de congregación, Jorge Bergoglio, de no haberlos protegido durante la dictadura, se lanzó una campaña de desprestigio personal contra Horacio Verbitsky, presidente del CELS y columnista de este diario. El objetivo no era desmentir la información que aportaba Verbitsky sino difamarlo a nivel personal, como forma de desautorizar su trabajo.

La acusación no era nueva sino que existe desde hace muchos años, desde los principios del menemismo. Son afirmaciones y suposiciones sin sustento ni pruebas, como un típico armado de los viejos organismos de inteligencia y que además fueron desmentidas en su momento por los otros protagonistas que se mencionaban en esa historia. No resulta tan incomprensible que resurja después de tantos años cuando una investigación de Verbitsky vuelve a convertirse en un tábano incómodo por la designación de Jorge Bergoglio en el Vaticano. El recurso de difamar a nivel personal al autor de una investigación periodística constituye un golpe bajo, un mecanismo de poca dignidad profesional. Lo legítimo y profesional hubiera sido que discutieran esa investigación, que la rebatieran y no que buscaran difamar a su autor a nivel personal.

Los columnistas de Clarín que participaron en esta campaña fueron compañeros de Verbitsky en otros trabajos, incluyendo en algún caso Página/12. Cuando trabajaron con él, esa historia ya había sido armada y ellos nunca dijeron nada. Resulta obvio que si alguien piensa honestamente que un compañero de trabajo ha sido un colaborador de la dictadura –y no como prisionero esclavo sino por propia voluntad–, lo lógico es que lo plantee en ese momento y no cuando ese periodista se convierte en una molestia para el Papa y para la empresa en la que ellos ahora trabajan. Por el contrario, los que éramos y todavía somos compañeros no aceptaríamos serlo de un colaborador de la dictadura. Quiere decir que nunca creímos en esa historia armada por los servicios durante el menemismo para desacreditarlo y menos se les puede creer ahora a los que nunca dijeron nada antes, cuando deberían haberlo hecho si de verdad creían en esa infamia.

Durante el masivo acto del 24 de marzo, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, leyó un documento consensuado por las agrupaciones convocantes donde se cuestionaba con dureza la relación del grupo Clarín con la dictadura. En otro momento, hablando como madre y en nombre de ellas, reivindicó la memoria de sus hijos “no solamente como personas, sino también como militantes”. Eso motivó que un periodista que trabaja en el grupo Clarín y que tenía una relación de amistad personal con Carlotto, la llamara para hablar del acto y al aire y a boca de jarro le preguntara si estaba de acuerdo con la lucha armada. No vale la pena hacer disquisiciones sobre las intenciones o la subjetividad del periodista, pero mezcló amistad personal con relación laboral y sus propios fantasmas. No es una mezcla profesional, la pregunta era traída de los pelos y totalmente funcional para los intereses de la empresa en la que él trabaja y que había sido cuestionada duramente por Carlotto. Como era de esperar, ese diálogo sirvió para armar una campaña contra la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, relacionándola con los demonios de la lucha armada.

El tema de la violencia en los años ’70 no se resuelve con explicaciones simplistas hasta la estupidez como la teoría de los dos demonios que le sirvió a la sociedad de la salida de la dictadura para ocultar sus indecencias. La violencia de los años ‘70 no tuvo nada de hermosa ni de deseable como no lo es ninguna clase de violencia y no se puede explicar como un cuento para niños con dos demonios y ni siquiera con uno. Tampoco es el demonio de los militares de la dictadura. Esa violencia fue el producto de una sociedad, de un proceso político, social, cultural e histórico. La reivindicación de la militancia no incluye la reivindicación de un proceso terrible y doloroso. Por el contrario, la crítica más honesta de la lucha armada incluye una reivindicación de la militancia y en ese contexto histórico. Claro que también hay versiones oportunistas y más simplonas que explican un fenómeno social, amplio, masivo y complejo como la violencia política de los ’70 a partir del puro voluntarismo y la maldad de las organizaciones armadas y de los militares. Nada funciona así en el planeta Tierra y en las sociedades humanas.

Como se lo quiera explicar, no deja de ser sospechoso que en poco más de una semana se produjeran estas pequeñas campañas de difamación contra dos referentes importantes del periodismo y de los derechos humanos, el presidente del CELS y la presidenta de Abuelas, y que ambas tengan origen en el mismo grupo de medios. Las coincidencias –si es que lo son en este caso– siempre son sospechosas.

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