Sábado, 18 de mayo de 2013 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
La muerte de Videla generó alivio. En la sociedad, en general. Por supuesto, para los familiares de sus miles de víctimas hubo sentimientos más profundos. Pero las coberturas de la mayoría de los medios transmitieron esa sensación, alivio. Alivio por la muerte de alguien que estaba condenado, del genocida, del perpetrador de los crímenes más horrendos, la muerte de la muerte. Una muerte que hizo renacer culpas, que recuperó de la memoria aquellos años oscuros. Y alivio porque entre todo ese remolino de tiempo y conmociones hay un resquicio de consuelo: saber que al morir estaba juzgado, condenado y en una cárcel común. Cárcel común fue una frase que repitieron casi todos los periodistas y machacaron como si dijeran por suerte cárcel común. Por suerte había sido condenado. Por suerte la Justicia había alcanzado a cumplir. Por suerte, por suerte.
No fue por suerte. Y alivio es lo que se siente cuando algo que está mal hecho pudo corregirse, aunque sea en parte. Aunque podría haber sido por suerte, porque durante más de veinte años el reclamo de cárcel para los genocidas, de juicio y castigo, fue silenciado por los grandes medios que escondían esa información en sus páginas interiores o directamente la silenciaban. Podría haber sido por suerte porque durante todo ese tiempo, la Iglesia argentina usó una palabra importante, una palabra de amor, como es la palabra reconciliación, para cerrarle paso a la Justicia, para enfrentar a los que reclamaban justicia, para proteger a los genocidas y condenar a esta sociedad a la falta de este “alivio”.
Podría haber sido nada más que por suerte porque durante más de 20 años hubo jueces y fiscales que pusieron todo tipo de obstáculos. Jueces de la dictadura que avalaron secuestros y torturas, pero también jueces que ya en democracia hicieron todo para evitar que se juzgara a los asesinos. Y no fueron pocos, fueron muchos, porque el juicio a los dictadores ponía en evidencia sus silencios, sus faltas, sus miedos.
Debería haber sido por pura suerte porque gran parte de los empresarios más poderosos, como Carlos Pedro Blaquier o José Alfredo Martínez de Hoz, habían sido socios de la dictadura y porque la mayoría de las Fuerzas Armadas había sido educada como brazo armado de esos intereses y porque muchos de los políticos de todos los partidos, desde los radicales, hasta peronistas, demócrata progresistas y socialistas, habían negociado con el gobierno militar.
Pero la suerte no tuvo nada que ver porque, si hubiera sido por esa estructura de poder que se mantuvo incluso durante muchos años después de retirada la dictadura, los asesinos nunca hubieran sido juzgados. Muchos de los que formaron parte de esa estructura hoy miran para el costado o sólo están esperando el momento para recuperar espacio e influencia. Y gran parte del alivio que se sintió con el anuncio de la muerte de Videla es porque esa estructura de poder monopolizó la comunicación a través de los grandes medios y cooptó a parte de la sociedad que quiso pensar que no era para tanto lo que hacían los militares y que estaba bien que lo hicieran. Y la mayoría de esas personas son las que ahora se sienten más aliviadas porque de alguna manera la condena de la Justicia a Videla y los demás represores los redime de esa culpa vieja y persistente.
No fue por suerte. Nada de suerte. Porque durante todo ese tiempo en que la vieja estructura de poder sobrevivía en democracia ahogando los intentos por abrir camino a la justicia, las Madres, las Abuelas de Plaza de Mayo, Familiares y luego los HIJOS, junto a los demás organismos de derechos humanos, mantuvieron su lucha contra viento y marea.
Hubo intentos como el de Raúl Alfonsín, que tenía muy claro que la piedra basal de una democracia verdadera sólo podría ser colocada por la Justicia. Que la construcción de la democracia debería basarse en el juicio y la condena a su opuesto que es la dictadura. Pero se frustró, esa estructura fue más fuerte y le sacó el Punto Final y la Obediencia Debida. Alfonsín cedió, y aun así, esa estructura no se conformó y lo demolió. Con ese antecedente, Carlos Menem se cuidó de ponerse a disposición del poder fáctico y le dio los indultos y la economía. Fue su ejecutor, su presidente de confianza, su gerente, asumió el papel que antes habían cumplido los generales.
Podrían haberse callado o haberse exiliado en su soledad, podrían haberse cansado. El movimiento de los derechos humanos se mantuvo con esa imagen de estar a pie firme bajo una llovizna fría. No fue suerte para nada. Esa quizás sea la moraleja de esta muerte de Videla: había que hacer lo que hicieron ellos, sin importar la soledad, las desventajas ni los contratiempos.
El alivio, la suerte de que Videla estuviera juzgado, condenado y en prisión cuando murió no fue por suerte, fue por la lucha del movimiento de derechos humanos, pero también por la decisión política de Néstor Kirchner. No valorar esa decisión es lo mismo que no valorar la lucha del movimiento de derechos humanos para que alguien la tome. Si la decisión de Kirchner no valiera sería porque tampoco valdría la lucha de tantos años que la motivó.
El Kirchner que asumió esa decisión fue el mismo que la anunció en 1983, todavía en dictadura en un discurso de la campaña de ese año. No fue un Kirchner inventado, como dice parte de la oposición. El juicio a los represores no era para oportunistas, porque era una decisión que tenía muchos costos, como lo demostró el secuestro y desaparición de Julio López, las amenazas a los testigos de los juicios, el boicot de jueces, fiscales y camaristas, las amenazas de La Nación, el odio de la derecha que ahora marcha por la 125 o en los cacerolazos junto a esa supuesta izquierda que desprecia los juicios.
Si Videla hubiera muerto como Pinochet, en su casa y sin haber sido condenado, no habría alivio. Habría malestar o esa bronca de haber llegado tarde que les quedó a los chilenos. La diferencia entre ese malestar y este alivio fueron los juicios. Y los juicios también fueron alivio porque despejaron las pesadillas, atenuaron ese miedo incrustado en el cromosoma argentino a que los militares mantuvieran un poder superior al de las instituciones como había sido antes, siempre. Alivio porque la democracia ahora podía ser más fuerte que ellos. Esa sustancia tan sutil, esa sensación de alivio es la marca del fin de la transición democrática y el comienzo de la construcción de una democracia verdadera.
No es casual que el tema de los juicios a los represores haya sido tomado por gobiernos como el de Alfonsín y el de Kirchner. No eran gobiernos democráticos de derecha. Eran gobiernos democráticos que además tenían un proyecto progresivo, de cambios sociales y culturales. Porque la democracia tenía que demostrar dos cosas a las nuevas generaciones: en primer lugar, que las instituciones eran más fuertes que el golpismo de las Fuerzas Armadas y, en segundo lugar, la viabilidad de la democracia se apoya en la posibilidad de convertirse en cauce para cambios pacíficos, es decir, que las instituciones democráticas pueden ser más fuertes que los poderes fácticos, las corporaciones. Si no fuera así, Argentina sería un país con la violencia siempre en sus puertas como una navaja afilada en su cuello.
Alfonsín fue el comienzo de la transición, tuvo claros los desafíos, pero no pudo con ellos y lo más importante en ese momento pasó a ser que llegara a un traspaso democrático de la presidencia. Néstor Kirchner es el final de la transición. Vio los desafíos y los afrontó, sus enemigos fueron casi los mismos que los de Alfonsín y la reacción que desataron tensionó a todas las instituciones de la democracia, toda la estructura hizo ruido, puso a prueba la calidad de propios y ajenos, de oficialistas y opositores. Nadie aprobó con diez y el examen todavía no terminó, pero viene zafando. Por lo menos, los argentinos se pueden sentir aliviados porque el genocida Videla murió en prisión común. Porque hay una sociedad capaz de castigar al terrorismo de Estado.
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