Lunes, 10 de junio de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El viernes fue nuestro día, el del periodista, y no tengo registrada otra etapa en la que pueda haber sido más rica la probabilidad de reflexionar sobre lo que significa ese nosotros.
Quede claro que digo “etapa”. Por tanto, es probable que el año pasado, y el otro, y hasta el otro, se hayan (y yo haya) vertido conceptos similares o idénticos a los que siguen. No tuve ganas de irme al archivo personal para corroborarlo. Y “rica” –ahora que lo veo escrito e imagino pronunciado– tal vez no sea el término más procedente. Cualquier período puede ser “rico”, para analizar lo que sea, si se sabe sacarle el jugo. Diríamos, entonces, que éste es uno de los momentos más provocativos, más desafiantes, para hablar de la función del periodista. O, previo a ello, de en qué consiste serlo, exactamente. En nuestro país, y allende los límites cercanos y los mares también. Porque no es sólo aquí que los medios de comunicación usurparon lo que le pertenecía a la representatividad política, en forma de organizaciones partidarias o de masas. No es sólo aquí que la derecha les cedió el mando expuesto a unos canales de televisión, a unos animadores, a unos empleados que juegan –a veces muy bien– de desobedientes ingeniosos.
No hace falta irse hasta Gutenberg. Ni mudarse hasta la Revolución Francesa, que despertó –literal y políticamente– aquello de que todo ciudadano tiene derecho a publicar sus ideas sin censura previa: está claro que lo de “publicar” es mucho más potente que la fuerza del “derecho”, por lo implícito de que para ejercer el derecho de publicar se requiere disponer de los medios de producción que lo permitan. Antes que Marx básico, es sentido común en estado puro (digamos). Pero aceptemos, a fin de evitar adentrarse en disquisiciones teóricas tan válidas como eventual o seguramente aburridas, que todo eso fue un avance para las libertades civiles de, en esencia, la burguesía: lo que rotularíamos como clase media en el trazado de una línea temporal, de unos dos siglos y pico a esta parte. El periodismo nunca fue un asunto de lo que se llama “sectores populares”, en cuanto a que tales sectores lo escogieran como campo central del choque de clases. Lo realmente habido fue, es, será, que gobiernos, empresarios, partidos políticos, intelectuales o gente intelectualmente inquieta, organizaciones sociales, grupos e individuos sueltos, cenáculos poderosos o autofagocitados en su capacidad de convencerse no más que a sí mismos, y sus etcéteras, usaron el terreno periodístico como otro más de la disputa por el poder (según sea el caso –y, si se quiere, disculpas por la perogrullada– “poder” va en mayúscula o minúscula).
¿Cuál es, en consecuencia, la diferencia o distinción con esta etapa? Creo que hay dos, de base. Una es el sinceramiento. Jamás estuvo tan claro, tan debatido, tan picante, que los medios y los periodistas somos un engranaje de la lucha política; de la expresión de los intereses ideológicos y económicos. Y no precisamente el engranaje menor. Lo segundo, para decirlo con una apelación simplota, es que “antes” había ciertos códigos, como algunos chorros del antes dicen acerca de los chorros del ahora. “Antes” quiere decir cuando los medios de comunicación no eran el todo omnipresente sino una parte. Eran un adminículo, no un sustrato (casi) esencial. Eso de los códigos implicaba que no había operaciones de prensa constantemente impúdicas, que no se trampeaba “independencia”, que en Clarín supieron escribir Bayer y González Tuñón, así fuere porque Roberto Noble necesitaba usarlos para limpiar conciencia burguesa culposa. Igual que Jacobo Timerman, o que Botana. No contrataban a cualquiera. Había entre buena y muy buena estatura, en los actores y operadores del periodismo, para jerarquizar la bajada de línea. Jamás hubo ni habrá periodista que no responda primordial o finalmente a un interés ideológico, a una posición política circunstancial o terminante, en forma objetiva o subjetiva. Mariano Moreno, el fundador de Gazeta de Buenos Aires el 7 de junio de 1810, nunca imaginó que ese órgano fuese otra cosa que el difusor de las disposiciones y actividades de la Primera Junta de Mayo. Bartolomé Mitre dejó su sello en la fundación del diario que desmiente, con su lema, cualquier pretensión de objetividad: La Nación. Tribuna de Doctrina. Recórrase a todos y cada uno de los próceres de la argentinidad, en el ámbito que fuere, en serio o en joda, y se advertirá que no hay ninguno, absolutamente ninguno, ni sociólogo, ni historiador, ni cientista social, nadie, que se proclamara “independiente” respecto de nada. Empero, hay una significativa cantidad de hipócritas y tontos (quizá no interesa establecer las proporciones), ejercitantes de este oficio indefinido o indefinible del periodismo, que se adjetivan de tal modo. Independientes. ¿Independientes de qué? ¿De quien nos emplea, en formato estatal o privado? ¿De las empresas que nos auspician? ¿De la línea editorial que se baja? ¿De lo que determina la patronal? El punto es si esa patronal es ideológicamente “propia”, a valores constantes, o si uno es un mercenario que se compra el papel de que lo emplean inocentemente. Si uno dice lo que dice, si informa lo que informa, porque está convencido de lo que dice o informa. O si lo hace porque es lo que le calza en un momento dado.
Para saber de qué hablamos, cuando hablamos de periodismo o periodistas, una de las dificultades primordiales –si no la cardinal– es cómo definir esta actividad. Semánticamente, nadie expresa la más mínima duda en torno de qué es ser médico, carpintero, maestro, futbolista, arquitecto, artesano, escritor, analista de sistemas, personal doméstico, luthier, enólogo. ¿Pero cómo se hace para abreviar qué cosa viene a ser, estrictamente, un periodista? Más vale que Walsh y García Lupo no son lo mismo que cualquier buchón o indagador de un programa de chimentos. Sin embargo, la segunda es gente que también informa cosas, que las comunica, que descorre velos; que incluso trabaja bajo la dependencia de primiciar u obtener datos con relativa frecuencia, so pena de que los echen de una sola patada y más allá de la inexistente relevancia social –y ética– de las intimidades farandulescas o amarillistas que ventilan. Y en ese sentido, técnicamente, les cabe la misma etiqueta genérica que, pongámosle, a Woodward y Bernstein. Son periodistas. Después, cada quien es dueño de puntuarles la calificación que le plazca. Pero son periodistas. No se los toma en serio al margen de que se los consuma para distraerse. Se les dice “periodistas” únicamente por el convencionalismo de que no hay, a rápida mano, otra palabra de mayor precisión. De ninguna manera eso responde a un concepto de respeto profesional. Es un artilugio. No son “el doctor”. Ni tampoco lo somos por el solo hecho de trabajar en un medio masivo. O en un medio a secas, debido a todo lo que eso significa para la fantasía popular de que la voz o imagen emergidas desde cualquier algún aparato supone estar frente a una suerte de deidad. De sabiduría o seriedad informativa certificadas. Somos... gente que llama la atención. En estas circunstancias epocales en particular, llegado el caso, casi tanta atención como los artistas consagrados, o escandalosos. Buen término este último para tirar del ovillo, porque, antes que sensación, es certeza –o verosimilitud, de mínima– la pulsión de que lo principal es generar escándalo. Por las razones históricas que fueren, hubo un tiempo, un piso o incluso una ética y épica profesional, en la que para justificarse “periodista” había que escribir bien, hablar bien. Y si se quería o debía manipular, tenía que ser con relevancia sintáctica y gramatical. Con una prosa que acatara la dignidad narrativa. Estaría bueno volver a eso. A que no usemos un potencial casi en cada oración. A que no transformemos en impunidad la protección de nuestro estatuto. A no hacer que no jugamos para nadie. No actuemos virginidad. No le pongamos música ad hoc a cada noticia que damos, como ocurre ya hace rato en esos informativos de la tevé que son shows magazineros, espectacularismo de edición o como les guste denominarlos, pero que, con seguridad, ya no son noticieros en el mejor y más profundo sentido del término. No redactemos boletines radiofónicos copiando la portada de los diarios, cargándonos también las adjetivaciones editoriales. Usemos un léxico que nos distinga de los barderos que vomitan rencor en las redes sociales.
Lo siento, o lo gozo al decirlo. En modo alguno pretendo darle status de glorioso a un pasado periodístico no tan lejano, que estaba igualmente plagado de imperfecciones profesionales y operaciones indecentes. Pero creo que vale la pena ser un melanco que añora o valoriza los tiempos en que para hacer eso que se denomina “periodismo” no hacía falta disfrazarse de actor; ni tener imitadores a tiempo completo para que devuelvan las paredes de nuestras atendibles o lamentables ocurrencias. No hacía falta decir “ahora dicen que”. A cualquier periodista que conteste de los básicos requerimientos del oficio le hubiera provocado pudor suscribir un “dicen”. Celebro que en esta etapa se haya puesto en cuestión quiénes somos nosotros, aunque haya demasiados que persisten en decirle “periodismo” a cualquier elemento de información u opinión que la radio o la tele amplifican, y que cuentan cómo les va según lo que oyen o miran (porque de escuchar y ver mejor ni hablamos). No nos arropemos de autónomos, ni de antisistémicos. Da vergüenza ajena.
Situados aún en la órbita del Día del Periodista, felicidades a quienes no nos creen independientes de nada y a quienes nos reconocen como los actores políticos que somos.
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