EL PAíS › TESTIMONIOS SOBRES LAS TORTURAS EN EL CENTRO CLANDESTINO DE LA PERLA

“Se arqueaba y le salían chispas”

En el megajuicio por delitos de lesa humanidad cometidos en el centro clandestino que funcionó en Córdoba, dos sobrevivientes relataron los horrores que sufrieron ellos y otras víctimas del terrorismo de Estado.

 Por Marta Platía

Desde Córdoba

El sadismo y la perversión de los represores de La Perla no dieron tregua ni a jueces ni a los que presenciaron los testimonios de dos de los sobrevivientes que más tiempo soportaron en ese campo de concentración: los relatos –de más de seis horas cada uno– de Liliana Callizo y Andrés Remondegui llegaron en varias oportunidades a relatar el cenit de una maldad que, a pesar de todo lo que se ha escuchado en los juicios por crímenes de la dictadura, cuesta aceptar que anide en el género humano.

“Me metieron la cabeza en un tambor de doscientos litros. La sensación de muerte, de que los pulmones van a explotar, que uno se muere es terrible –contó Remondegui, secuestrado el 8 de julio de 1976–. Así como estaba, me picanearon entre varios y me apalearon. Cuando no di más, di una cita falsa. Sabía que mis compañeros ya no estarían en esa casa. Me llevaron en un auto, medio muerto. Como no encontraron a nadie (el torturador Héctor Pedro) Vergez se enfureció: me sentó en una silla, me ató; roció todo con querosén y le prendió fuego a la casa. Sólo me sacaron de ahí cuando el fuego ya me estaba envolviendo... Me llevaron de vuelta a La Perla y ahí me agarró (el represor Elpidio Rosario Tejeda) Texas. Eso fue peor: él estaba entrenado (en la Escuela de Panamá) para pegar y matar. Me dio por todo el cuerpo, por las articulaciones. No sé cómo sobreviví.”

Remondegui es, aún hoy, un hombre alto y fuerte. Cree que esa contextura y su práctica del tenis tal vez lo salvó: “Todos vimos morir a los que recibían la combinación de picana con golpes: te hinchabas, no podías orinar y te morías de una infección terrible. Yo mismo, cuando orinaba, lo hacía con una consistencia de pasta dentífrica. Era agónico”, describió.

Texas, a quien también llamaban “el Yanqui”, murió en un operativo. “Yo estoy convencido de que si él hubiera seguido vivo, no se salvaba nadie. El sólo quería golpear y matar. Venía todos los días a eso. Era una máquina de matar.”

Liliana Callizo soportó más de dos años en el campo de concentración. Los represores, creyéndola “una muerta en vida”, no se cuidaban ante ella de jactarse de sus “hazañas”. Callizo recordó que “Vergez se reía de un muchacho, Alberto, al que ataron de una pierna y lo llevaron colgando en un helicóptero. Lo pasearon por toda la ciudad así, cabeza abajo, y después le cortaron la cuerda, lo tiraron”. Según Callizo, Ernesto “El Nabo” Barreiro “también tuvo que ver: los dos eran del llamado Comando Libertadores de América. Ellos contaban también de otra de sus víctimas: un soldado de apellido Giménez. Lo estaquearon en el Campo de La Ribera (el otro centro de torturas más grande de Córdoba). Le enchufaron una resistencia de plancha en la cara, y el pibe se fue quemando... Eso hasta que murió. Todo eso lo relató Vergez. El acostumbraba a contar estas cosas”.

En el reconocimiento paso a paso que se hizo del campo de La Perla, Callizo les mostró a los miembros del Tribunal Oral Federal 1 cómo el represor Ernesto “Nabo” Barreiro la llevó “de la mano, vendada”, desde la Cuadra (el salón de La Perla donde estaban las colchonetas con los secuestrados tirados en el piso) hasta la sala de torturas. “Me obligó a pararme acá –le indicó al juez Jaime Díaz Gavier–, al lado de la puerta, y me levantó la venda. Ahí pude ver a casi todos los torturadores picaneando a una chica. A (Luis) Manzanelli que estaba sentado en un extremo de esa cama, todo transpirado con los cables pelados en cada mano; a (Hugo ‘Quequeque’) Herrera y a (José Carlos González) Juan XXIII. También estaban Vergez con los palos y las gomas, y uno que le tiraba baldes de agua... Entre todos la estaban torturando. Le tiraban agua para que se quemara más rápido. Era una chica joven, morocha y linda. Me acuerdo de que su cuerpo se arqueaba hacia arriba, en círculos, y le salían chispas y chispas y chispas... Ella gritaba ‘¡mis hijos no, mis hijos no!’. Después supe que se llamaba Herminia Falik de Vergara. La habían agarrado ese mismo día... La querían matar rápido porque era 24 de diciembre (1976) y estaban apurados por ir a brindar y estar con sus familias en sus casas.”

En su testimonio, y con la voz atravesada aún por ese dolor, Andrés Remondegui contó cómo “a una piba joven, de unos 20 años, muy bonita, Claudia Hunziker, le descubrieron una carta entre sus ropas. En esa carta ella le contaba a una amiga que estaba enamorada de mí. Tristemente, no tuvieron mejor idea que llevarnos a los dos a una oficina y hacer una especie de cena de novios. Creo que el menú era pescado, alguna gaseosa... Recuerdo que apagaron las luces. No sé si yo estaba adentro y ella entró o al revés, pero sí que prendieron la luz y gritaron ‘¡felicidades!’... No sabíamos si reírnos o llorar. Después, una compañera sobreviviente, Patricia Astelarra, me contó que ella volvió muy abatida. Que lloró toda la noche, avergonzada... El que armó todo eso fue (Hugo) Herrera”.

Pocos días después, gritaron el número de Claudia. La llevaban “al pozo”, a la muerte. Antes de salir, ella le entregó su reloj a Remondegui. Al final de su larga declaración, el hombre sacó de su bolsillo ese reloj. Y entre sollozos, reveló: “Estuvo guardado en un baúl en mi casa. Lleva ahí más de 30 años. Lo puse en este estuche (uno pequeño, verde). Es para entregarlo a quien corresponda...”. El abogado querellante Claudio Orosz –quien tiene parentesco con la víctima– pidió, ostensiblemente emocionado, que el reloj fuera entregado a la familia de Claudia, presente en la sala. Y así se hizo.

Complicidad judicial

Fue también Andrés Remondegui quien memoró que junto a su esposa y también sobreviviente, María Victoria Roca, fueron llamados a declarar por el entonces juez federal Gustavo Becerra Ferrer. “Fue en 1984. Las preguntas nos ubicaban no como testigos sino como imputados. No porque se nos dijera así, sino por el tenor de las preguntas. Me acuerdo de que me interrogaban sobre (Gustavo) Contempomi (otro sobreviviente junto al cual escribieron un informe sobre lo sucedido en La Perla, que luego se convirtió en un libro). Becerra Ferrer nos decía que tuviéramos cuidado con lo que decíamos, porque íbamos a ir a un Consejo de Guerra. Después, nos llamaban a la noche, y esas voces nos repetían todo lo que habíamos declarado por la mañana... También participamos de un reconocimiento a Vergez, pero era tan evidente que todo estaba mal, que con mi mujer dejamos de ir. Pero nos volvieron a llamar, y Becerra Ferrer nos dijo ‘nunca más se niegue al llamado de la Justicia’. Y nosotros, aún en el medio del susto que teníamos, alcanzamos a argumentar que lo que decíamos de día, nos lo contaban por la noche. El aseguró que no era así. Su secretario era el hoy juez Luis Rueda. Después nos volvieron a llamar en 1986, en el ’87... Pero un día dijimos basta, y no volvimos a ir. No fuimos ni siquiera cuando nos llamó el fiscal (Julio César) Strassera para el Juicio a las Juntas... No confiábamos en nadie. Después llegaron las leyes de Obediencia Debida, de Punto Final, el indulto... Así que ¿qué podíamos esperar nosotros?”

Remondegui y su esposa se “autoexiliaron” en una casa en el Valle de Punilla: “Nos propusimos rehacer nuestra vida. Nos obligamos a olvidar. Si es posible, hasta anular nuestra identidad. Tratar de no existir con todo lo que eso significa. Y cargar nuestra cruz: que, así como antes nos decían que nos pasó lo que nos pasó porque ‘algo habrán hecho’, después de salir nos miraran raro porque habíamos sobrevivido... Sufrir el peso, la culpa de estar vivos. De haber sobrevivido”.

La pareja había quedado atemorizada, entre otras cosas, por lo que les ocurrió a Gustavo Contempomi y Patricia Astelarra: si bien los cuatro elaboraron el informe que se publicó en un diario y luego se convirtió en libro, las firmas que aparecieron en el escrito fueron las de Contempomi y Astelarra. El resultado: él terminó preso durante dos años en plena democracia en la cárcel UP 1 de Córdoba, y Patricia exiliada en España con sus hijos. Ya en el momento de su declaración, Astelarra denunció que “la Justicia (de entonces) le armó una causa por supuesta asociación ilícita a su esposo para silenciarlo”. Y, en ese punto, también comprometió al camarista Luis Rueda.

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Son más de cuarenta los represores acusados por los crímenes en La Perla.
Imagen: Télam
 
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