EL PAíS › JEAN-JULES LECOMTE FUE ACEPTADO
EN LA ARGENTINA PESE A LLEGAR CON PAPELES FALSOS
Cómo entró un nazi belga buscado por genocidio
Tras las fichas de inmigración de Mengele y otros criminales nazis que Página/12 publicó ayer con exclusividad, a continuación la historia de un genocida escapado de Bélgica que consiguió el ingreso a la Argentina gracias al padrinazgo de los Ivanissevich y a un director de Migraciones autor de brulotes antisemitas.
Por Sergio Kiernan
La Odessa argentina funcionaba como un sueño. Mientras las víctimas de la Segunda Guerra Mundial llegaban como podían y si podían, y los judíos sobrevivientes del Holocausto se estrellaban contra las instrucciones secretas para que no entraran al país –sólo las coimas ayudaron a algunos–, los criminales de guerra nazi podían contar con ayuda oficial. Y hasta extraoficial, como revela un expediente que acaba de salir a luz en el archivo de la Dirección Nacional de Migraciones durante la búsqueda de documentos sobre los nazis que ordenó el Ministerio del Interior. Es el del rexista belga Jean-Jules Lecomte, que llegó a Buenos Aires en mayo de 1946 apenas con un carnet español que lo identificaba como el holandés Jan Degraaf Verheggen, no tenía visa, rebotó en el trámite de radicación y vio todo mágicamente solucionado por la gestión de una dama de apellido hoy famoso: la señora Ivanissevich de D’Angelo Rodríguez.
El archivo histórico de la Dirección de Migraciones que dirige Jorge Rampoldi está en un edificio histórico, el viejo Hotel de Inmigrantes. El periodista e investigador Uki Goñi encontró entre sus miles y miles de carpetas apiladas, revueltas y sucias, la trama de la llegada de los nazis al país, que no fue casual. Seis años de trabajo en archivos norteamericanos, argentinos, suizos, ingleses y chilenos le permitieron reconstruir la historia de una red creada en 1947 desde la misma Casa Rosada para traer cientos de criminales de guerra y miles de ex combatientes y ayudantes de las fuerzas del Reich. En diciembre, se publicó en Argentina La auténtica Odessa, un estricto relato de los “logros” de esta red que operó en seis países europeos, contó con el abierto apoyo de la Iglesia y el Vaticano, y logró con éxito darle un nuevo hogar a “técnicos” como Josef Mengele, el asesino de Auschwitz; Erich Priebke, el fusilador de Roma; Adolf Eichmann, el relojero de la Solución Final, y a prácticamente medio gobierno pro nazi de Croacia, entre muchos, muchos otros.
Libro en mano, el Centro Simon Wiesenthal emitió una serie de pedidos de documentación a la Cancillería, el Ministerio del Interior, la Iglesia argentina y la dirección de Migraciones. Los pedidos fueron contestados con evasivas –la de la Conferencia Episcopal, órgano superior de la iglesia argentina, es memorable: avisó tersamente que en 1947 no existía, por lo que no podía informar qué hacía la Iglesia en ese entonces— o simplemente ignorados. La polémica se arrastró por meses, seguida de cerca por Página/12, y en marzo saltó a las páginas del New York Times, para bochorno del entonces canciller Carlos Ruckauf. Para la misma época se supo que el Congreso norteamericano debatía una declaración presentada por el diputado Maurice Hinchey para pedir que Argentina se pusiera seria y revelara sus archivos.
Con el cambio de gobierno se renovó el pedido. El nuevo ministro del Interior, Aníbal Fernández, simplemente ordenó a Migraciones que hiciera un arqueo y entregara todo lo que apareciera sobre los nombres de una larga lista de criminales de guerra compilada por Goñi y entregada por el Centro Wiesenthal. En su edición de ayer, Página/12 reveló en exclusiva los primeros resultados de este trabajo, que incluyen las fichas de desembarco de personajes como Mengele y Klauss Altmann, y un enorme expediente que concedió visas a 7250 croatas, incluidos quince criminales de guerra de grueso calibre.
Un caso por la libre
Otro expediente que surgió del archivo es el del criminal de guerra belga Jean-Jules Lecomte, alias Jan Degraaf Verheggen, que llegó por las suyas a Buenos Aires el 16 de mayo de 1947 a bordo del vapor Cabo de Buena Esperanza. Lecomte fue durante la ocupación el bourgmestre de Chimay, lalocalidad sureña de Bélgica famosa por sus cervezas y sus monasterios en la que había nacido el 27 de agosto de 1906. El muy joven intendente no fue precisamente electo: era un fanático rexista, la variante belga del nazismo organizada por León Degrelle, SS belga que fue oficialmente nombrado “traidor” por su país. Lecomte participó desde su puesto en la persecución de los judíos locales, los siniestros allanamientos a los monasterios que escondían chicos en sus jardines de infantes católicos, la represión política y hasta en la disolución de los boy scouts de Chimay, que tenían hobbies subversivos como aprender el código Morse. Apenas la cosa se puso fea, Lecomte desapareció. Fue condenado a muerte en ausencia por el Consejo de Guerra de Charleroi, por traidor a su patria y genocida.
Nada de esto aparece, por supuesto, en sus declaraciones ante migraciones. El belga tampoco da a entender que conozca a nadie en la Argentina, pero aparece adaptado, con contactos, traductor y un preciso conocimiento de qué hacer a los pocos días de desembarcar. Así, el 23 de mayo, a una semana de desembarcar, el hombre ya está presentando una carta dirigida al Director General de Migraciones, el antropólogo Santiago Peralta. Lecomte/Degraaf afirma que tiene 40 años, es holandés, ingeniero agrónomo y se encuentra en Buenos Aires “en tránsito para Perú”. Pero, como todo el mundo sabe, la París sudamericana tiene tal encanto que el belga, “habiendo tenido ocasión de conocer las grandes posibilidades de la República”, pide permiso “para instalarse definitivamente aquí”. Tan decidido está, que ya tiene casa propia, en Callao 545, quinto piso.
La carta es recibida en Migraciones por Carlos Magistralli, jefe de la mesa de entradas, que prolijamente avisa que “no existen antecedentes relacionados con el recurrente”, abre el expediente 94.079 y le cobra al aspirante a inmigrante dos pesos moneda nacional como sellado del trámite. A Lecomte le va mal: el 27 de mayo, de puño y letra, Peralta anota en el legajo que “no ha lugar a lo solicitado. Notifíquese al interesado que debe proseguir viaje de inmediato y archívese”. Abajo, triste y solitaria en el papelote oficial, figura la firmita de “Jan de Graaf” dándose por informado.
¿Qué pasó? Evidentemente, el belga no había hecho el trámite como correspondía. De hecho, no le había avisado a Peralta que era, en realidad, un nazi buscado por su gobierno por sus crímenes. El director de Migraciones lo hubiera tratado mucho mejor: él mismo era un nazi confeso, formado en Alemania a tiempo para ver el ascenso de Hitler al poder y autor de uno de los brulotes más violentos contra los judíos en la historia nacional, el libro La acción del Pueblo Judío en Argentina, publicado en 1943. El mismo año en que Degraaf tuvo sus tratos con él, Peralta publicaría la segunda parte de su obra, curiosamente titulada La acción del pueblo árabe en Argentina y dedicado en realidad a insultar todavía más a “los parásitos” judíos.
Pero Lecomte/Degraaf solucionó el error a gran velocidad. El 27 de mayo de 1946 su solicitud fue rechazada, pero el 28 Peralta recibía una visita de oro, la de la señora Magda Ivanissevich de D’Angelo Rodríguez, hermana del futuramente famoso Oscar Ivanissevich y madre del estudiante secundario y editor de la primera revista de la primera organización Tacuara, Aníbal D’Angelo Rodríguez. Los Ivanissevich, de origen croata, resultaron un clan de férreo activismo “nacionalista”. Magda mediaba por nazis desvalidos, Oscar se preparaba para ser ministro de Educación –repetiría en 1974, con Isabel Perón, y nombraría al notorio Alberto Ottalagano como rector de la UBA, tal vez por su autoría del libro Soy fascista, ¿y qué?– y el joven Anibalito ya escribía piezas avisando que “no habrá narices ganchudas en los colegios argentinos”.
El expediente muestra el toque mágico de la señora Magda con una nota llena de sellos –y con una estampilla de cinco pesos moneda nacional– fechada el 29 de mayo. “El abajo suscripto Jan Degraaf Verheggen” lerecuerda a Peralta que “ya presentó una solicitud de permanencia en el país, la que le fue denegada” y “solicita del señor Director que –teniendo en cuenta las circunstancias que le fueron expuestas por la señora Magda Ivanissevich de D’Angelo Rodríguez– se reconsidere dicha resolución y se le otorgue el permiso pedido”. Su firma se ve ahora más firme y decidida, tal vez por la compañía del “Sra. Ivanissevich” en tinta negra que la acompaña.
Peralta ni simuló que se tomaba un tiempo para pensarlo. El legajo continúa con una carta fechada mayo 31, en la que se ordena “autorízase el desembarco en el país del pasajero JAN DEGRAAF VERHEGGEN, llegado en tránsito. Pase a Contralor de Entradas a fin de que se agregue el pasaporte, a Identificaciones para que se lo identifique y a Contaduría para que percibe los derechos consulares (192,50 pesos moneda nacional). Reintégrese la documentación previa reposición de sellos y bajo debida constancia, tome nota Estadística y vuelva a la Secretaría para que se agregue esta actuación”. Las órdenes, tan claras ellas, fueron seguidas a toda velocidad, como testifican los papeles y papeles de subordinados comunicando al Jefe que se cumplían los pasos. El legajo del holandés hasta conserva el sobre de papel madera donde se guardaron sus documentos, debidamente sellado e inicialado. Para el seis de agosto, poco más de sesenta días después de comenzado el trámite, Lecomte/Degraaf tenía sus papeles en orden y un permiso para morir de viejo en Argentina. Las dolientes mucamas peruanas y los albañiles bolivianos de hoy se desmayarían de envidia si supieran...
El último documento en la carpeta agrega ciertos detalles jugosos. Por ejemplo, que Lecomte/Degraaf obtuvo estos privilegios y ni siquiera tenía un pasaporte: sólo el “certificado de identidad 153 dado en Madrid por la Dirección General de Seguridad” de Francisco Franco garantizaba que su nombre fuera el que él decía y que había nacido en Middelburg, Holanda, el 27 de agosto de 1906. Una sorpresa es enterarse, de sopetón, que el nazi era un hombre de familia: venía de residir en Barcelona con su mujer Teresa, de 40 años, y sus hijos Mónica, de 9, Pedro, de 8 y Mariquita, de 5. El formulario ni siquiera se preocupa en aclarar si la señora Degraaf y los chicos tenían documentos. Quedaba asentado que la familia había tenido a Barcelona como último domicilio europeo. En el puerto catalán ya funcionaba una pequeña unidad nazi de gestores ayudando a salir a sus compañeros de ideas.
Y así, con buenos contactos y con un director de Migraciones súbitamente simpático, este hombre que tenía poco más que su palabra para probar aunque fuera su nacionalidad, se instaló en la Argentina.