Me pasa a veces con la gente con la que comparto mi vida. Familia o amigos. Me pasó siempre, claro, como le pasa a todo el mundo, pero recién hace un par de años que puedo identificar el instante y disfrutarlo. Tardé tanto, creo, porque es un poco ilógico disfrutar la propia ingenuidad, la propia obcecación, la propia estupidez. Claro que no es ninguna de esas cosas las que me dan placer, pero la ingenuidad, la obcecación o la estupidez me han llevado muchas veces a sostener cosas que eran falsas, a aferrarme a argumentos poco sólidos o a quedarme atada a un prejuicio estampado en mi mente desde siempre. Así que de pronto descubrí que me daba un intenso y sincero placer, esas veces, descubrir que estaba equivocada. Que me daba un vago pero nítido placer descubrir que no tenía razón. Pero sobre todo, ese placer reside en dejar de resistirme a la evidencia. Ese placer es nativo de un territorio de mi alma en el que está habilitado el error.
Me pasa muy seguido con mi hija. En un libro que está por aparecer, medité la dedicatoria y después de redondear la idea puse: “A mi hija, María, que sabe tantas cosas”. Empeñada como toda madre, como todo adulto, en ser la portadora, delante de una nena de once años, de la Verdad Acerca de Todas las Cosas, descubrí hace poco el alivio que produce parar la máquina en medio de una discusión, y admitir (admitir sobre todo ante mí misma) que estaba sosteniendo una pavada. Que hay un saber que brota desde un lugar no identificado, esquivo y muchas veces tan natural como el color de los ojos o la estatura, que le permiten a ella argumentar mejor, dejar latir en sus reclamos algo más vivo y más honesto que mi alterada configuración de algunas situaciones.
No estamos hechos, ni educados, ni estimulados para gozar el momento en el que nuestros argumentos explotan hechos pedazos, y mucho menos si la que los hace estallar todavía se limpia los mocos con la servilleta. Pero produce un enorme regocijo sacarse esa faja de seguridad con la que nos impostamos cuando somos madres o padres, produce un indescriptible gozo reconvertirse, en cambio, en una madre o en un padre que enseña otro tipo de lecciones. Por ejemplo, que cuando uno la pifia bien vale rectificarse, que nunca se termina de aprender, que nada impide admitir, en el medio de un bolonqui cotidiano, “la verdad, tenés razón”.
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